Amor, Curiosidad, Prozac Y Dudas
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Luc?a Etxbarr?a ha construido una novela sobre la dif?cil b?squeda de la identidad femenina al margen de convenciones absurdas y esterotipadas, con un estilo personal?simo, esculpido a golpe de gui?os y ambivalencias en el lenguaje de lo cotidiano.
El libro re?ne tres historias, donde cada una de ellas corresponde a una de las hermanas Gaena. Al principio nacieron como historias aisladas, pero luego quedaron fusionadas dando lugar a esta obra. Son tres historias de tres mujeres, tres hermanas, con personalidades muy diferentes, pero con un nexo de uni?n entre ellas. Cristina es politoxic?mana, promiscua y a veces atenta contra su propia vida, pero desde que Lain le ha abandonado su vida ya no es la misma y se siente naufragar. No sabe d?nde agarrarse. Su hermana Rosa, mayor que ella, le envidia porque su padre le prefer?a a ella, por eso se dedic? a hincar los brazos para ser una buena estudiante, conseguir una carrera y lograr el ?xito, su ?nica raz?n de ser. Es una alta ejecutiva cuya vida se cierne vac?a m?s all? de su labor profesional. Su vida es gris y es adicta al Prozac. La mayor de todas, Ana, es una pija. Se cas? con un buen marido y se dedic? siempre a tener una gran casa y una hermosa familia. No entiende a sus hermanas menores. Pero ha sufrido una p?rdida y trata de comunicarse con sus hermanas, mientras tanto supera sus d?as con anfetaminas y somn?feros.
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Lo primero que ve el conductor cuando se abren las puertas neumáticas del autobús son mis piernas, enfundadas en unas medias, que ascienden hacia la plataforma. Una extensa carrera desciende peligrosamente desde el muslo hacia el tobillo de la pierna izquierda. Y la siguen otro par de piernas, éstas dentro de unos vaqueros desteñidos, estudiadamente rajados por encima de las rodillas y por debajo de las nalgas. Antes de que el conductor se dé cuenta, tiene ante sí, en el mostrador, a Line y a mí, monísimas, tal que salidas de un catálogo de Don Algodón. Todo en nuestro aspecto (el modelito compuestísimo, el maquillaje corrido, las carreras de mis medias…) delata que venimos de una fiesta y que todavía no hemos dormido. Pero no sé si el conductor será tan listo como para darse cuenta. De todos modos, ¿qué coño le importa a él?
Yo llevo un traje negro ceñido que revela con el mayor descaro las curvas vertiginosas de mis cincuenta y ocho kilos, un tanto exagerado, quizá, y con él me siento con la planta de un toro de la ganadería de Pablo Romero: poderío y bravura cincelados en negro. Mi imagen contrasta enormemente con el aire angelical de Line, cuarenta y tres kilos, camiseta rosa talla doce años con estampado de la Bola del Dragón, flequillo, dos coletitas sujetándole los cabellos rubios y unos enormes ojos azul cielo que le confieren un aire de perpetuo asombro.
Abro mi enorme bolso y me pongo a registrarlo. Revuelvo y revuelvo, pero no consigo encontrar lo que busco. El conductor, boquiabierto, me clava la mirada en el escote. Ya decía yo que este traje era pelín exagerado… Desesperada, vuelvo la cabeza hacia Line, que, ajena al mundo, está ensimismada escuchando la música de sus walkman.
– Me cago en la hostia. No encuentro el puto monedero.
– ¿QUÉEEEE? -dice Line, quitándose los cascos de las orejas. Me ha visto mover los labios pero no ha podido enterarse de lo que decía.
– ¡QUE NO ENCUENTRO EL MONEDERO, COÑO! Mi berrido ha roto la atmósfera de silencio que reinaba en el autobús. Line pone cara de haber visto la barrera del sonido romperse ante sus ojos atónitos, y yo caigo en la cuenta, así, de repente, de que el resto de los ocupantes del autobús, todos ellos varones, están pendientes de nosotras. En medio de esta reunión de machos pasamos tan inadvertidas como una cucaracha en un plato de nata.
– A lo peor nos lo han mangado, Cris -me dice Line.
– No me extrañaría -murmuro yo, que me voy cabreando por momentos-. Lo dejé tirado con todos los demás bolsos y no volví a preocuparme hasta esta mañana, y la verdad es que esa fiesta estaba llena de chusma. Qué coño: a grandes males, grandes remedios.
Le doy la vuelta al bolso sobre un asiento vacío y se desparraman todo tipo de cosas: unos tampax, un libro, kleenex, unas bragas de repuesto, la barra de labios… y una caja de condones que cae hasta los pies de un jovencito de aspecto tímido, escuchimizado, con gafitas, pelo engominado y camisa a rayas. El chico se ruboriza, abre inmediatamente la carpeta que lleva y entierra la nariz entre los apuntes fingiendo repasarlos.
Sobre el asiento vacío también ha aparecido el monedero. Saco un billete de mil pelas y lo pongo sobre el mostrador. El conductor me dirige una mirada furibunda de la que hago caso omiso con desprecio de reina. Mientras el autobús se pone en marcha, vamos a sentarnos juntas en la fila de asientos paralelos a la ventana que hay cerca del conductor.
Desde el centro del autobús un par de obreretes no nos quitan la vista de encima. Uno debe de tener cincuenta y tantos años y el otro veintipocos, mono azul y bolsa de deportes sujeta entre los zapatos. El más joven sonríe, evidentemente complacido por nuestra presencia.
– Lo que me faltaba -suelto yo, porque acabo de descubrirme ¡otra carrera en la media!-. ¡Jooder! Si hubiera invertido en una cuenta a plazo fijo todo lo que he invertido en medias en los últimos años, ahora tendría más pasta que Mario Conde.
Sentado en la fila de asientos contigua a la nuestra hay un treintañero vestido de chándal. Probablemente ha salido a correr por la mañana, pero luego seguro que se ha cansado y ha decidido tomar el autobús. Tiene aspecto de falso deportista y de creerse muy seductor. Cuando el treintañero se da cuenta de que estoy mirándole, me dirige una amplísima sonrisa edulcorada. Yo le ignoro con desdén soberano y me pongo a hablar con Line.
– Bueno, ahora cuéntame qué coño has estado haciendo toda la noche. Apenas te he visto un cuarto de hora.
– No mucho -responde ella-. HE ESTADO FOLLANDO -agrega, y cada palabra suena como si estuviese escrita en tipos negros.
La contundencia del término desentona con su aspecto infantil.
– Bien, ¿Y QUÉ? Ya me lo estás contando todo, punto por punto -exijo con voz impaciente.
– No gran cosa, hija. ¡Menudo coñaaazo de tío…! Y encima nos lo hemos hecho en la cama de sus padres, con el crucifijo en la pared y la foto de su mamá en la mesilla. Bueno, bueno… ¡me daba un maaal rollo! Todo el rato con la impresión de que la foca esa me miraba con cara de mosqueo.
– Pues no sé de qué te quejas, guapa. Ayer bien que parecía que el tío te gustaba… porque era aquel con el que te vi hablando al principio, supongo.
– Ese mismo, Miguelito -confirma Line.
– Pues lo tuyo sí que fue llegar y besar el santo. Ajena a la ironía, Line saca un espejito y una barra de labios Margaret Astor de su bolso en forma de corazón, hace un monino mohín frente a su propia imagen y comienza a pintarse los labios de color rosa fucsia. En el cristal del espejo ve reflejada la imagen del obrerete mayor, que le está sacando lascivamente la lengua. Ella pone cara de absoluto asombro, y, como si la cosa no fuese con ella, acaba de pintarse los labios y continúa tranquilamente con la conversación.
– En cualquier caso, querida, y para que te consueles, que sepas que, visto lo visto, mejor me habría quedado en casa para hacérmelo con el dedo. Así por lo menos me habría corrido.
El conductor, que estaba atento a la conversación desde el principio, da un respingo y, como consecuencia, el autobús pega un frenazo salvaje. Nosotras salimos disparadas de nuestros asientos.
– OIGA USTED -le grito al conductor-, A VER SI CONDUCIMOS CON MÁS CUIDADITO, QUE YO AUN NO HE HECHO TESTAMENTO NI TENGO SEGURO DE VIDA.
Volvemos a sentarnos con mucho cuidado.
– De verdad, cada vez que me siento me acuerdo del bruto ese -dice Line-. Qué ganas tengo de llegar a casa. Lo primero que voy a hacer va a ser pegarme una ducha de las que hacen época, para quitarme las babas del memo aquel. ¡Qué manía! Ni que me quisiera hacer un traje de saliva.
– Pues yo me lo he pasado divinamente -digo, y Line me dirige una mirada escéptica que finjo no captar-. Estuve bailando trance toda la noche y acabé mirando el amanecer desde la terraza. Mucho mejor que si me hubiera ido a follar con un pesado. Yo, qué quieres que te diga, ya paso.
– Menos lobos -me suelta Line con su vocecita aguda-. A ti lo único que te pasa es que desde que te ha dejado el bobo de Iain no levantas cabeza. Estás colgadísima de él, admítelo. Pero tienes que asumir que el mundo no se acaba, que hay más hombres. Además, perdona que te diga, pero Iain era un memo y un pedante y un redicho. No sé qué pudiste ver en él.
En ese momento Line cae en la cuenta de que cerca de la puerta central, de pie, agarrándose a la barra con una mano, hay un chico jovencito que está mirándola embobado. Viste un traje barato de alpaca con corbata, lleva zapatos italianos y calcetines blancos. Cuando repara en el hecho de que Line también le mira, se ruboriza y regresa apresuradamente a su lectura.
– El hecho de que no me apetezca follar no tiene nada que ver con Iain. Simplemente, paso. Es que es un coñazo. El otro día hice la cuenta y resulta que en lo que va de año me lo he hecho con once tíos diferentes…
– Más quisieras, guapa -me corta Line, escéptica. Prosigo con mi discurso, ajena a la interrupción.
– Once. Y molarme de verdad, lo que se dice DE VERDAD, ninguno, excepto Iain, por supuesto. Total ¿a qué se reduce la cosa? Pillas a uno a las tantas de la mañana, completamente borracha, y al cabo de unas horas te despiertas de puro frío porque, claro, en su casa no hay calefacción, y te encuentras con que a la luz del día el tío no es ni la mitad de mono de lo que tú creías, y para colmo tiene un culo horrible…
– Lo de los culos es como los melones. No sabes si son buenos hasta que no los has abierto -dice Line, y señala con un gesto de la cabeza el culo del jovencito trajeado, que finge estar enfrascado en su lectura-. Aunque para culo bonito, todo hay que decirlo, el de Santiago.
– Line, por favor, no seas macabra. No es manera de hablar de un difunto.
– La macabra serás tú. Tenía el mejor culo de Madrid, y no veo nada malo en reconocérselo a título póstumo.
En ese momento al estudiante se le cae al suelo la carpeta, que arma un estruendo digno de una demolición. Agradezco la inesperada interrupción porque no quiero que se me instale en la mollera el recuerdo de Santiago. Volvemos la cabeza y vemos todo el contenido de la carpeta desparramado por el pasillo. Entre los apuntes hay un Private. El chico se apresura a recogerlo todo, agachándose, y enseguida Line cae en la cuenta de que el estudiante está aprovechando su posición para mirarle las piernas. Por toda respuesta, ella recoge el Private, muy digna, y se lo entrega a su legítimo propietario.