Lo Imborrable
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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.
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Ahora estoy metido entre las sábanas frías, bajo una pila de frazadas, con los ojos abiertos en la penumbra rojiza a causa de la estufa a resistencia y, como de costumbre, no ocurre nada en el presente, nada que no sea el presente mismo, desplazado en el instante mismo de su manifestación por la manifestación de lo indescriptible, continuo y discontinuo a la vez, borbotón o fluido que me tiene en vilo o me transporta; a menos que, de la miríada de fragmentos dispersos y flotantes, sin fondo, sin origen, sin destino, sin fin específico, "yo" sea, confinado en la fábula, la única conexión.
Pero si me desembarazo del presente, donde no ocurre nada, y me concentro en lo exterior, no únicamente en la penumbra rojiza del cuarto, donde en los contornos de las cosas flota una especie de bruma rojiza, sino en lo que, inaccesible a los sentidos se extiende, indefinidamente, a mi alrededor, puedo darme cuenta de cómo, en el silencio y la inmovilidad aparente de la noche, el conjunto vive, trabaja, se modifica: árboles, desnudos como se dice por afuera se preparan, por dentro, a reverdecer, las piedras se corroen, la luz cambia, las estrellas, invisibles, nacen y mueren, la máquina complicada y arcaica toda hecha de tumultos, de hogueras, de curvas heladas, de restos triturados y vueltos a remodelar, de palpitaciones -y "yo" en medio de todo eso ciego en lo relativo a saber qué cosa es la vista e inhábil para dirigir los miembros pre-programados que manotean.
Igual que los instantes que se desplazan unos a otros sin que parezca haber ningún hiato entre ellos, tal vez el mismo chorro de sangre circula por arterias intercambiables, de las que los latidos lánguidos levantan, en el espacio interno por el que, fluctuantes, transitan
las imágenes, el espejismo de lo único. Lo cierto es que ahora me veo, con esfuerzos penosos, arrastrándome para escalar una montaña de sal gruesa, grisácea, húmeda y apelmazada, parejamente cónica, por la que aferrándome a la superficie rugosa de la ladera, trepo no únicamente sin esperanza sino también sin razón conocida. No lejos de la cúspide cuya circunferencia podría, si quisiese, abarcar con los brazos bien abiertos, el cielo vacío, incoloro, de una palidez inhumana, rodea la mole cónica y grisácea por cuya superficie rugosa, sin haberlo deseado y sin saber cómo he llegado hasta ahí, con desaliento, me arrastro. Es un paisaje lívido, desierto y silencioso, e inconcebible también, sin cabida en el universo físico, en ningún mundo posible, como no sea en los pliegues remotos del propio ser al que no llegan, rebajadas a ruido puro, las palabras, imagen trabajosa pero nítida del desaliento anónimo en que se ha convertido tal vez lo que, por costumbre, solía llamar "yo". Indeciso, un poco aterrado, pegado a la ladera húmeda y rugosa, no lejos de la cúspide trunca del cono, alzo la cabeza hacia el paisaje incoloro en el que únicamente el gris de la sal apelmazada introduce un matiz, incapaz de avanzar o de retroceder, expelido de todo lo familiar, y aún después de haber abierto los ojos y ver las rayas grises que se cuelan por los postigos detrás de los vidrios de la ventana, me cuesta unos segundos comprender que acabo de despertarme porque ya es la mañana. La luminosidad grisácea diluye un poco la penumbra rojiza que expande, entre el escritorio y la biblioteca, la triple resistencia horizontal de la estufa eléctrica. La nostalgia de no haber nacido, gracias a la lucidez que crece y al cuerpo que va desentumeciéndose, reclamando alimento y espacio, el hambre de lo familiar, igual que la penumbra rojiza, poco a poco, se disipa.
Que me cuelguen si cuando entreabro la puerta y veo la luz gris en la terraza, no me dan ganas de echarme atrás y de volver a meterme en la cama, taparme hasta la cabeza y quedarme encerrado el día Es únicamente el recuerdo del último escalón, la sensación del agua negra y viscosa ciñéndome los tobillos, el chapoteo al borde del definitivo, lo que me hace atravesar, a paso rápido, el aire frío y gris de la terraza que, paradójico, a medida que avanza la mañana se ennegrece en vez de aclararse. La ciudad entera parece envuelta en un capullo estrecho de algodón gris; únicamente hacia el este, bastante alta, hay una llaga verdosa, más clara, por la que supura una luminosidad lívida, resplandor anacrónico de un sol ya extinto quizás, charco pálido que irá cerrándose sin duda a medida que avance el día para que quede, confinándonos en lo horizontal, una grisura homogénea.
– ¡Teléfono! -grita mi hermana abriendo la puerta de la cocina, justo en el momento en que empiezo a bajar las escaleras.
– ¿Tomatis? -dice una voz masculina cuando mi hermana me pasa el tubo y gruño una señal ininteligible para mostrar que estoy dispuesto a escuchar. -Habla Alfonso. Alfonso de Bizancio.
– El famoso Alfonso de Bizancio -dijo, con tono neutro y, por pura parodia, ligeramente reprobatorio.
– Menos famosos que el famoso Carlos Tomatis -dice Alfonso. -¿Durmió bien?
– Tengo la conciencia tranquila -le digo.
– Yo más o menos -dice él. – Me permito llamarlo, maestro, porque a Vilma y a mí se nos ha ocurrido una idea sensacional. ¿No le gustaría asistir como invitado especial al seminario de Bizancio en el salón Capri del hotel Iguazú? Es nuestro congreso anual de vendedores y vamos a anunciar también la próxima inauguración de nuestra sucursal local. Pasado mañana terminamos con un cóctel monstruo.
– Toda esa movilización como pretexto para emborracharse en un cóctel -le digo, y oigo la risa satisfecha de Alfonso que considera mis serenidades paródicas como un modo retórico de familiaridad.
– ¿Contamos con usted?- dice.
– Déjeme pensarlo -le digo-. El honor es aplastante.
– Las sesiones son de 10 a 13 y de 15 a 18 -dice Alfonso-. Vilma que está aquí al lado mío le suplica que venga. Espere que se la paso.
Estoy por contestar que no vale la pena pero me doy cuenta, por los murmullos que me llegan de que ya está pasándole el tubo a Vilma Lupo.
– Qué dice. Cómo le va -dice Vilma.- Se nos escapó medio rápido anoche.
– Tenía un compromiso -le digo.
– ¿Va a venir? -dice Vilma, con melodiosidad calculada. -Mire que únicamente usted puede darle un suplemento de alma a esta manga de mercachifles.
La risotada de Alfonso, en las cercanías del teléfono, quiere demostrarme que no es a sus espaldas que Vilma ha calificado el semanario de Bizancio.
– No le digo que no -dijo-. Tal vez me dé una vuelta esta mañana.
– Lo esperamos -dice Vilma- Hasta lueguito.
Y cuelga. Me quedo un momento inmóvil, indeciso, con el tubo en la mano, y cuelgo a mi vez. Busco un número en mi libreta de direcciones, lo marco, y oigo cinco llamadas antes de que atiendan.
– Reina -digo. -Habla Tomatis.
– Carlitos. Qué sorpresa -dice la voz soñolienta de Reina; pero lo inesperado de mi llamada la despabila en el acto. -¿Qué pasa?
– No -lo tranquilizo riéndome.- ¿Cómo anda todo por Rosario?
– Mucho frío -dice Reina.
– ¿Algún problema?
– No, no -digo. -Todo bien. Bueno, más o menos.
– Si, por aquí también mas o menos. Mucho frío – dice Reina.
– Tu mujer y los chicos bien supongo -digo.
– Bien. Ningún problema. ¿Y vos? -dice Reina.
– Yo algunos -digo. -Me separé de Haydée. Deje el diario. Y murió mi madre también.
– Supe algo de todo eso, sí. Un buen paquete -dice Reina. Me hablaron de depresión también. Pero por la voz, me doy cuenta de que ya estás saliendo.
– Más o menos -le digo.
– Sí, sí -dice Reina. -Nunca se sale del todo. No se es el mismo después. En cierto sentido se es mejor.
– Llamo al hombre -le digo-, y me topo con el psiquiatra.
– Deformación profesional -dice Reina-. Pero no te preocupes, no te cobro nada. Saberte bien es mi mejor salario. -Y después de un silencio -Y al hombre ¿para qué lo llamabas?
– No -dijo-. Nada grave. Resulta que anoche me abordó un rosarino que dice ser amigo tuyo, y en estos tiempos nunca se sabe. Un tal Alfonso, de la distribuidora Bizancio.
– ¿El pelado Alfonso? -dice Reina. -Un tiro al aire. Pero buena persona. Es un amigo. Mucha plata y muchos problemas.
– Me llama maestro -le digo. Reina lanza una carcajada, la primera desde que empezó la conversación.
– Es el primer posmoderno -dice-. Ahora que me acuerdo, me dijo la vez pasada que te iba a llamar. Te respeta mucho, sobre todo desde que leyó tu brulote contra el imbécil de Bueno. ¿Cómo era? La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes. Divirtió mucho aquí en Rosario ese artículo.
– ¿Lo que gusta en Rosario es necesariamente pertinente y aplicable a la realidad en su conjunto? -digo.
– ¿Por qué no? -dice Reina.- Lo que le cuadra a la parte, le cuadra también al todo.
– Me dejo convencer -dijo- para volver a Alfonso. Anoche estuve hojeando sus catálogos. Aparte de algunos clásicos servidos en tajadas, todos sus autores son de segundo orden.
– Algunos de tercer y cuarto también -dice Reina.
– Pero es buena persona. Muchos problemas. Se le suicidó la mujer hace unos años.
– La victoria no da derechos -digo.
– Veo que estás completamente curado Carlitos -dice Reina.
– Lo acompaña una rubia, Vilma Lupo -digo.
– Pronto, pronto. Cuando afloje el frío -digo.
– Esperemos que afloje entonces. Tengo que colgar Se me hace tarde. Atiendo en el psiquiátrico esta mañana. Un abrazo -dice Reina.
– Chau, digo y cuelgo.
Cuando cierro la puerta de calle detrás de mí, y empiezo a caminar decidido en dirección al centro, me acuerdo de cómo hasta hace una semana nomás, me era imposible transponer el umbral para ir a tomar un café en el bar de la galería, como lo venia haciendo todos los días desde hacía más de veinte años. Únicamente después de su muerte, la agitación del agua negra, por las mismas razones misteriosas que la hicieron sacudirse, se fue calmando y una mañana en que, como hoy, me di una ducha y me puse ropa limpia con la intención de salir a la calle, tres o cuatro días después de haberla dejado bajo el pasto del cementerio, una fuerza interna probablemente me paralizaba en la punta de la escalera, y tuve que volver a mi "cuarto de trabajo" en el que me quedaba sentado el día entero, inmóvil, con la puerta abierta, mirando, sin verlo desde luego, y sin pensar en nada, el cielo vacío.