El Misterio De La Cripta Embrujada
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El protagonista se encuentra en un manicomio encerrado. Entonces, el comisario Flores y la monja del colegio de las Madres Lazarista, lo sacan del manicomio a cambio de que ?l descubra que pasa con las ni?as que desaparecen en el colegio. Cundo sale del manicomio, va en busca de su hermana C?ndida, para que le ayude, pero esta no quiere, y cuando se va se encuentra con el novio de esta, el sueco. El que horas m?s tarde aparece muerto en la pensi?n donde se hospedaba el protagonista.
El protagonista, empieza a investigar y empieza por Isabel Peraplana y a Mercedes Negrer. La primera de ellas desapareci? hace seis a?os pero apareci? sin saber a donde hab?a ido. Esta no le cont? nada, pero cuando encontr? a Mercedes, se lo cont? todo, puesto que aquella noche sigui? a Isabel. Y se lo empez? a contar, cuando Isabel se iba, hab?a alguien que le abr?a las puertas, hasta llegar a la cripta, donde se hallaba un hombre con una daga que le travesaba. Entonces Mercedes se desmay?, y no recordaba nada de lo que pas? despu?s. Las expulsaron a las dos del colegio y a ella la hicieron ir a vivir al pueblo donde ahora se hallaban el protagonista y Mercedes.
El protagonista empez? a atar cabos. Un d?a que sigui? al Sr. Peraplana, que llevaba un bulto que meti? en el maletero. Era la hija del dentista. Por la noche el protagonista se introdujo al colegio, salteando a los perros que hab?a en el jard?n. All? empez? a buscar a la hija del dentista, y la encontr?. Le hizo oler ?ter, y la llev? a la cripta, pero la perdi? por dentro de la cripta. All? dentro, con el mareo del ?ter, el protagonista empez? a alucinar. Vio al muerto que le quer?an cargar, el sueco, y se desmay?. Cuando se despert?, estaban el comisario, el doctor que ten?a en el manicomio, Mercedes y las monjas. Mercedes hab?a llamado al comisario tal y como hab?an acordado ella y el protagonista. Luego, siguieron al comisario hasta el fin de la cripta, donde encontraron un funicular, al cual subieron y donde encontraron una mansi?n. Pero no encontraron nada, puesto que all? hac?a diez a?os que viv?a una familia.
El loco, cuenta que el Sr. Peraplana a?n estaba metido en negocios sucios, y ?l era el que hac?a que las ni?as fueran a la cripta y encontraran el cad?ver, puesto que anteriormente el colegio hab?a sido suyo, y como conoc?a la cripta, por donde entrar y salir lo tuvo f?cil, adem?s que lo mas seguro, fuera que el Sr. Peraplana tuviera a?n alguna llave. El comisario le dijo al protagonista, que no lo pod?an demostrar porque no ten?an pruebas. A pesar de que a ?l le quedaban algunos cabos que atar lo tuvo que dejar. Y volvi? a la rutina de siempre antes de salir del manicomio.
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– ¡No hagas caso de lo que he dicho de ti, Cándida!, ¡era sólo un truco! -sin muchas esperanzas de que pudiera oírme en medio de la confusión ni de que, en caso de oírme, mis palabras le sirvieran de consuelo.
Una vez en la calle, vi que circulaban por ésta filas de obreros que se dirigían a sus fatigosas labores portando fiambreras y, como sea que los números iban en pos de mí y merced a su mayor envergadura, adiestramiento y entusiasmo no habrían tardado en darme alcance, me puse a gritar a pleno pulmón:
– ¡Bravo por la CNT! ¡Aupa Comisiones Obreras!
A lo que respondieron los obreros izando el puño y profiriendo eslóganes de análogo contenido. Esto provocó en los números, inadaptados aún a los cambios recientemente acaecidos en nuestro suelo, la reacción que yo había previsto y, al amparo del fragor de la batalla resultante, conseguí ponerme a salvo.
Despistados mis perseguidores y recuperado el aliento, pasé revista a la situación y concluí que ésta era en extremo desafortunada. Sólo una persona podía sacarme a mí del aprieto y a mi hermana de la cárcel adonde de fijo iría a dar con sus huesos. Llamé, por consiguiente, al comisario Flores desde un teléfono público cuyo mecanismo me vi obligado a forzar con un alambre por no disponer de numerario y lo encontré en su despacho, a pesar de lo temprano de la hora. Al principio el comisario pareció sorprendido de oír mi voz, pero cuando le hube referido todo lo acontecido hasta ese momento, sin omitir mi fuga, aunque alterando ligeramente sus circunstancias, su voz se trocó de sorprendida en iracunda.
– ¿Pretendes decirme, miseria, que todavía no me has averiguado nada de la niña desaparecida? -exclamó clavándome a través de la línea el garfio de sus interrogantes.
Yo había olvidado casi por completo el asunto de la niña desaparecida. Esbocé unas disculpas torpemente hilvanadas y le prometí ponerme a trabajar en el caso al punto y con ahínco.
– Mira, hijo -respondió el comisario con gran dulzura por su parte y desconcierto por la mía, ya que nunca empleaba conmigo la palabra hijo salvo que a ésta siguieran los vocablos «de la gran puta»-, lo mejor será que dejemos correr este asunto. Quizá me precipité al confiarte un cometido tan espinoso. No hemos de olvidar que estás aún… convaleciente y que este esfuerzo puede agravar tu… dolencia. ¿Por qué no vienes a la Jefatura y discutimos la cuestión tranquilamente mientras saboreamos un par de Pepsi-Colas bien frescas?
Debo admitir que los buenos modales, a los que tan poco acostumbrado estoy, ejercen sobre mí un efecto mesmérico y que las palabras del comisario Flores y la delicadeza con que fueron pronunciadas casi hicieron acudir lágrimas a mis ojos, pero no por ello su velada intención escapó a mi discernimiento, percatándome en seguida de que trataban de atraerme a la Jefatura con objeto, ¿para qué engañarnos?, de reintegrarme al manicomio transcurridas apenas veinticuatro horas de mi manumisión, por lo que respondí con la firmeza cortés que suele emplearse en aventar a los testigos de Jehová que no tenía la más mínima intención de abandonar el caso, no porque se me diese un ardite lo que hubiera podido sucederle a una niña tonta, sino porque del éxito de mi empresa dependía mi libertad.
– ¡No te he preguntado tu opinión, majadero! -Bramó el comisario Flores, que parecía haber recuperado de súbito su habitual talante-. Te vienes ahora mismo por las buenas o te hago traer esposado y te doy tratamiento de quinqui, que es lo que eres por herencia genética y por vocación. ¿Me has entendido, bestia?
– Le he entendido a usted, señor comisario -repliqué- pero, con el debido respeto, me voy a permitir desoír sus consejos, porque estoy decidido a probar ante la sociedad la suficiencia de mis aptitudes y la solidez de mi cordura, así pierda la vida en el empeño. Y le prevengo a usted, con el debido respeto, de que no intente localizar mi llamada como sin duda habrá visto hacer en las películas, en primer lugar, porque tal cosa es imposible; en segundo lugar, porque llamo desde un teléfono público, y, en tercer lugar, porque voy a colgar de inmediato, por si las moscas.
Y eso hice. No tuve que recapacitar mucho para darme cuenta de que la situación, lejos de mejorar, había empeorado y, por el sesgo que tomaban los acontecimientos, llevaba trazas de empeorar aún más si no le ponía yo pronto remedio. Resolví, pues, concentrar mis energías en la búsqueda de la niña perdida y postergar para ocasión más propicia el asunto del sueco, sin dejar por ello de tomar las precauciones que mi doble condición de prófugo imponía.
