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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—Su idea, joven amigo, coincide en todos los puntos con la mía —exclamó el general, encantado—. No ha sido sólo con motivo de esta pequeñez por lo que le he llamado —añadió, sin dejar por eso de embolsarse el billete—. Precisamente le quería proponer una expedición a casa de Nastasia Filipovna, o, mejor dicho, contra Nastasia Filipovna. ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! ¡Habrá que ver el efecto que le causa! Con el pretexto de una atención, la visitaré hoy, día de su cumpleaños, y entonces le haré saber mi voluntad... Indirectamente, claro, pero para el caso será lo mismo. Entonces Gania comprenderá cuál es su deber, y veremos si un padre anciano, encanecido al servicio de la patria y... y todo eso... impone la razón, o si... En fin: lo que haya de ser, será. Ha tenido usted una idea luminosa. Iremos a las nueve; nos sobra, pues, mucho tiempo.

—¿Dónde vive Nastasia Filipovna?

—Bastante lejos. En la casa Mitovtzov, cerca del Gran Teatro, en el primer piso. A pesar de ser el día de su cumpleaños, no habrá mucha gente y todos se retirarán pronto.

Había anochecido hacía rato y aún continuaba el príncipe allí, escuchando la charla del general, quien iniciaba infinitos relatos sin terminar ninguno. Al llegar Michkin, Ivolguin había encargado una botella más, que bebió en una hora. Luego pidió otra, que vació igualmente. Era presumible que en el curso de sus libaciones el general habría tenido tiempo de narrar toda su historia.

Al fin, el príncipe se levantó diciendo que no podía esperar más. Ardalion Alejandrovich bebió las últimas gotas restantes en la botella y salió, tambaleándose, de la habitación.

Michkin se sentía desesperado. No acertaba a comprender cómo había tenido la necia ocurrencia de confiar en el general. En el fondo nunca aguardó de éste sino que le introdujera en casa de Nastasia Filipovna, aunque fuese a costa de cierto escándalo, pero el escándalo amenazaba sobrepasar las calculadas previsiones de Michkin. Ardalion Alejandrovich, perfectamente ebrio, dirigía a su compañero toda clase de discursos facundiosos y sentimentales, desbordándose en recriminaciones contra su familia, ya que el mal arrancaba, a su juicio, de la mala conducta de todos ellos, y había llegado el momento de poner límites a la situación.

Al cabo, se hallaron en la Litinaya. Continuaba el deshielo. Un viento tibio e insalubre azotaba las calles. Los vehículos salpicaban pelladas de barro. Los cascos de los caballos herían el suelo con metálico rumor. Una multitud de gentes mojadas y cabizbajas circulaba por las aceras. De vez en cuando cruzaba algún beodo.

—¿Ve usted esos pisos principales tan brillantemente iluminados? —dijo Ivolguin—. Todos pertenecen a camaradas míos, y yo que he servido y sufrido más que cualquiera de ellos, voy a pie hasta el Gran Teatro para visitar a una mujer de reputación dudosa. ¡Un hombre que tiene trece balas en el pecho...! ¿No lo cree? Pues, sin embargo, fue exclusivamente por mí por quien el doctor Pirogov telegrafió a París, abandonando adrede Sebastopol en la época del sitio. Nélaton, el médico de la Corte de Francia, obtuvo un salvoconducto en nombre de la ciencia y entró para curarme en la ciudad asediada. Los primeros personajes del Imperio supieron lo que ocurría: «¡Ah —dijo—, Ivolguin tiene trece balas en el pecho!» ¡Así se hablaba de mí! ¿Ve esta casa, príncipe? En el primer piso habita un antiguo camarada mío, el general Sokolovich; en unión de su familia, muy noble y numerosa, por cierto. Esta familia, con otras tres de la Perspectiva Nevsky y dos de la Morskaya, son todas las relaciones que conservo ahora... Quiero decir relaciones personales. Nina Alejandrovna se ha sometido hace tiempo a las circunstancias. Yo continúo acordándome..., y, por así decirlo, desenvolviéndome en un círculo escogido, compuesto por antiguos compañeros y subordinados que me veneran, literalmente. A este general Sokolovich hace algún tiempo que no le visito, como tampoco a Ana Fedorovna. Usted sabe, querido príncipe, que cuando uno mismo no recibe en su casa se abstiene, aun sin darse cuenta, de acudir a las de los demás. Pero observo que parece usted dudar de lo que digo. Y, sin embargo... ¿Qué inconveniente puede haber en que yo presente en casa de esta amable familia al hijo del compañero de mi infancia? ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin! Conocerá usted a una joven impresionante... ¿Qué digo una? Verá dos, tres incluso, que son la flor de la sociedad y la crema de la capital. Apreciará en ellas hermosura, educación, inteligencia, comprensión de la cuestión feminista, poesía... Y todo reunido en una mezcla feliz. Sin contar con que cada una de ellas tiene lo menos ochenta mil rublos de dote, lo cual no estorba nunca, pese a las cuestiones feministas o sociales... En resumen, es absolutamente necesario que le presente en esta casa; ello constituye para mí un deber, una obligación... ¡El general Ivolguin y el príncipe Michkin. ¡Figúrese!

—Pero, ¿ahora? ¿Ha olvidado usted...? —comenzó Michkin.

—¡Venga, venga, príncipe! No olvido nada. Es aquí, en esta soberbia escalera. Me extraña no ver al portero; pero es fiesta y debe de haber salido. ¿Cómo no habrán despedido aún a ese borracho? Sokolovich me debe a mí, a mí solo, todo su éxito en la vida y en el servicio... Ea, ya estamos.

El príncipe, sin objetar más, siguió dócilmente a su compañero, tanto por no incomodarle como con la firme esperanza de que el general Sokolovich y su familia se desvaneciesen totalmente cual un engañoso espejismo, lo que pondría a los visitantes en la precisión de tornar a descender la escalera. Pero, con gran horror suyo, esta esperanza comenzó a disiparse cuando notó que el general le guiaba peldaños arriba con la precisión de quien conoce bien la casa en que entra, dando, por ende, de vez en cuando algún detalle biográfico o topográfico matemáticamente preciso. Cuando llegaron al piso principal y el general empuñó la campanilla del lujoso piso de la derecha, Michkin resolvió huir a todo evento. Pero una extraña y favorable circunstancia le detuvo.

—Se ha equivocado usted, general —dijo—. En la puerta se lee «Kulakov», y a quien busca usted es a Sokolovich.

—¿Kulakov? Kulakov no significa nada. Este piso pertenece a Sokolovich, y es por Sokolovich por quien preguntaré. ¡Que cuelguen a Kulakov! Ea, ya abren.

Se abrió la puerta, en efecto, y el criado anunció desde luego a los visitantes que los dueños de la casa estaban ausentes.

—¡Qué lástima, qué lástima! ¡Qué desagradable coincidencia! —dijo Ardalion Alejandrovich, con muestras de vivo disgusto—. Cuando sus señores vuelvan, querido, dígales que el general Ivolguin y el príncipe Michkin deseaban tener el gusto de saludarles, y que lamentan muchísimo...

En aquel instante apareció en la entrada otra persona de la casa. Era una señora de sobre cuarenta años con un traje de color oscuro, probablemente ama de llaves, o acaso institutriz. Oyendo los nombres del general Ivolguin y el príncipe Michkin, se acercó con desconfiada curiosidad.

—María Alejandrovna no está en casa —dijo, examinando especialmente al general—. Ha ido a visitar a la abuela con la señorita Alejandra Mijailovna.

—¿También ha salido Alejandra Mijailovna? ¡Dios mío, cuánto lo siento! ¡Imagine usted, señora, que siempre sucede lo mismo! Le ruego encarecidamente que se sirva saludar de mi parte a Alejandra Mijailovna y darle recuerdos míos... En resumen, dígale que le deseo de todo corazón que se realice lo que ella deseaba el jueves por la noche, mientras oíamos tocar una balada de Chopin... Se acordará muy pronto... ¡Y lo deseo sinceramente! Ya sabe: el general Ivolguin y el príncipe Michkin.

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