Trilogia de la huida
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La Trilog?a de la huida re?ne las tres primeras novelas de Dulce Chac?n: Alg?n amor que no mate, Blanca vuela ma?ana y H?blame, musa, de aquel var?n. "Los tres libros de esta Trilog?a de la huida tienen ese origen com?n, la melancol?a que deja en las personas la lucha que parte de la evidencia de un fracaso: la pareja fracas?, pero hay que reconstruir el amor. Dulce no abordaba ese asunto con un prop?sito previo, ella no hac?a teor?a de lo que iba a escribir, y no escrib?a nada como una teor?a; abordaba las novelas con la misma frescura, y con la misma libertad, con la que abordaba los poemas, como exabruptos de su sentimiento, y en el fondo de sus sentimientos, en el origen de su melancol?a, estaba la evidencia, y la rabia, ante ese fracaso."
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Se encontraron sin buscarse. Un día de invierno y sol, a orillas del Alster. El primer abrazo no fue la fusión de los cuerpos, los dos sintieron que fue algo más, mucho más. Era la calma, la fascinación, el sosiego, era el descanso. Era llegar. Era el encuentro. Fue el abrazo antes que el beso. ¿Oyes mi corazón?, le preguntó Heiner en un susurro, y Ulrike acercó el oído a su pecho, y después levantó la cabeza y le ofreció su boca. Un beso suave. La mano de ella descubriendo su pelo, recorriendo su nuca. La piel de los labios en la piel de los labios. Detenidos uno en el otro, sin excitación, sin prisa. Heiner lo recuerda mientras espera el regreso de los que fueron al entierro. Él no quiso ir. Él no está de acuerdo con almacenar a los muertos, piensa que el cementerio es sólo un alivio de conciencias que no les sirve de nada a los que se fueron, son los que se quedan quienes pretenden mantener su memoria al visitarlos, un día al año, o dos, o trescientos. Él no necesita mentirse: visitar a Ulrike. Ulrike no está allí. Está en él.
Heiner recorre el jardín. Hunde sus zapatos en la nieve y observa cómo desaparecen. Y descubre: no debe echarla de menos de golpe, todo entero —desde las plantas de los pies, hasta con las puntas de los dedos, la echa de menos—, ha de ser poco a poco, para que Ulrike no se le escape, para que no se salga de él sino al contrario: se le cuele, que le entre despacio, se aposente, se quede. Porque ella no volverá a venir, como la noche pasada, justo la anterior a su sepelio.
Heiner no dormía, se abandonaba a un duermevela doloroso, incómodo. La imaginaba tendida y sola en su último día sobre la tierra, cuando la vio entrar. Ulrike abrió la puerta lentamente y se acercó a su cama, se inclinó sobre él mirándole a los ojos y le arropó como a un niño, después se marchó. Él sabe que no dormía. Sabe que Ulrike vino a darle la mirada, y a recoger la suya, la que buscaba cuando estaba en el suelo, después de la caída, la que él no pudo entregarle. Y entonces supo Heiner, al verla marcharse, que ya había podido morir, morir del todo.
