Un dia mas largo que un siglo
Un dia mas largo que un siglo читать книгу онлайн
El pensamiento art?stico debe vivir en su tiempo y ser consciente de ?l as? como del destino del hombre en cualquier ?poca y en cualquier tiempo revolucionario...
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Empezaba ya a oscurecer en los azulados espacios del frío mar preinvernal. Apareciendo sobre la cresta de las olas o desapareciendo entre ellas, la barca iba hacia la orilla. Avanzaba con dificultad, luchando contra la resaca, el mar se tornaba ya ruidoso, hervía cada vez más, se balanceaba y adquiría la fuerza de la tempestad. Heladas salpicaduras volaban a la cara, las manos se hinchaban de frío y humedad sobre los remos.
Ukubala caminaba por la orilla. Dominada por la inquietud, hacía rato que se había acercado al mar y esperaba a su marido. Cuando consintió en casarse con un pescador, sus parientes, ganaderos de la estepa, le dijeron: «Deberías pensártelo muy bien antes de dar tu palabra, te lanzas a una vida muy dura, te vas a casar con el mar, y más de una vez tendrás que bañarte en lágrimas junto al mar y dirigirle tus súplicas». Pero ella no rechazó a Yediguéi, sólo dijo: «Como sea mi marido seré yo».
Y así fue. Y esta vez no había ido con la cooperativa sino solo, estaba oscureciendo rápidamente, el mar producía un gran ruido y estaba alborotado.
Y de pronto aparecieron fugazmente entre las olas las puntas de unos remos y la barca emergió sobre una ola. Envuelta en un pañuelo, con el vientre prominente ya, Ukubala se acercó a la rompiente misma y esperó a que Yediguéi atracara. El oleaje transportó con poderoso impulso la barca sobre el bajío. Yediguéi saltó al agua en un instante y arrastró la embarcación hacia la orilla tirando de ella como un buey. Y cuando se enderezó, húmedo y salado todo él, Ukubala se acercó y le abrazó por el mojado cuello, por debajo de la fría y endurecida capa impermeable.
–Tengo la vista cansada de tanto mirar. ¿Por qué has tardado tanto?
–No se ha presentado en todo el día, sólo ha acudido al final. –¡Cómo! ¿Has ido por el mekre de oro?
–Sí, lo he convencido. Puedes contemplarlo.
Yediguéi sacó de la barca el pesado odre de piel lleno de agua, lo desató y arrojó sobre los cantos de la orilla al mekre de oro junto con el agua. Era un pez muy grande. Un poderoso y hermoso pez. Sacudía furiosamente su cola de oro, se retorcía, saltaba, despedía la menuda grava a su alrededor, abría ampliamente su rosada boca en dirección al mar intentando llegar a su elemento natural, a donde rompían las olas. Por un corto segundo, el pez se quedó quieto, tenso, inmóvil, intentando comprender dónde se hallaba, y examinando con sus puros ojos, irreprochablemente redondos y sin parpadeos, aquel mundo en el que inesperadamente se encontraba. Incluso en el crepúsculo vespertino de invierno, la desacostumbrada luz hirió su cabeza, y el pez vio los brillantes ojos de los hombres que se inclinaban sobre él, el tramo de orilla y el cielo, y en una perspectiva muy lejana, distinguió sobre el mar, tras las escasas nubes, el reflejo del sol poniente, insoportablemente vivo, que se apagaba sobre el horizonte. Empezaba a ahogarse. Y el pez se echó para atrás. Despedía destellos de oro retorciéndose con redoblada fuerza, deseando alcanzar el agua. Yediguéi levantó el mekre de oro por las agallas.
–Adelanta las manos, sosténlo –dijo a Ukubala.
Ésta tomó el pez como si fuera un niño, sobre ambos brazos y lo estrechó contra su pecho.
–¡Qué flexible es! –exclamó ella al sentir su ágil fuerza interior–. ¡Y es pesado como un tronco! ¡Qué bien huele a mar!
¡Qué hermosura! Toma, Yediguéi, ya estoy contenta, muy contenta. Se ha satisfecho mi deseo. Déjalo en el agua cuanto antes...
Yediguéi llevó al mekre de oro al mar. Entró hasta las rodillas en donde rompían las olas y dejó que el pez se deslizara hacia abajo. Por un corto instante, cuando el mekre de oro caía en el agua, se reflejó en el denso azul del aire toda la belleza del pez, de la cabeza a la cola, y después de brillar, nadó hacia las profundidades rompiendo el agua con su impetuoso cuerpo...
Y por la noche se desencadenó una gran tormenta en el mar. Éste rugía tras la pared, bajo la escarpadura. Una vez más se convenció Yediguéi de una cosa: los mensajeros de la tempestad –las yirek tolkún– no se presentan porque sí. Era ya noche cerrada. Mientras escuchaba medio dormido las alborotadas rompientes, recordaba su célebre mekre. ¿Qué haría en aquel momento su pez? Aunque, seguramente, en las grandes profundidades el mar no estaría tan movido. En su profunda oscuridad, el pez también pondría atención al movimiento de las olas en la superficie. Yediguéi sonrió feliz al pensarlo, y al dormirse puso la mano sobre el costado de su esposa y advirtió de pronto unas sacudidas en su seno. Era su primogénito que daba razón de su existencia. Y entonces Yediguéi sonrió feliz y se durmió imperturbablemente.
Si hubiera sabido que antes de un año se desencadenaría una guerra, que todo en la vida se desplomaría, y que él se alejaría del mar para siempre y éste sólo quedaría en su recuerdo... Especialmente cuando llegaran días difíciles...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...
En este terrible –para Burani Yediguéi– año cincuenta y tres, también el invierno se presentó anticipadamente. Lo que nunca ocurría en Sary-Ozeki. A finales de octubre ya nevaba y empezaban los fríos. Menos mal que ya había conseguido traer de Kumbel las patatas para ellos, para Zaripa y para los niños. Se había apresurado, como si lo supiera. La última vez tuvo que ir en camello, temió que en un mercancías, en la plataforma descubierta, se le helaran las patatas antes de llegar a su destino. Y entonces no tendrían ninguna utilidad. Así, pues, viajó en Burani Karanar, colocó sobre él a modo de alforjas dos enormes sacos –él mismo no habría podido con ellos, menos mal que la gente le ayudó–, uno a un lado, otro al otro, y por encima tapó los sacos con un fieltro metiendo los bordes por debajo para que el viento no lo levantara. Él se encaramó a la parte más alta, entre los sacos y tranquilamente se dirigió hacia su casa, a Boranly-Buránny. Se sentaba sobre Karanarcomo sobre un elefante. Así lo pensaba el propio Yediguéi. Hasta entonces, nadie tenía idea de los elefantes de montar. Aquel otoño habían pasado en la estación la primera película india. Todos los habitantes de Kumbel, del más joven al más viejo, acudieron a ver la inaudita película sobre el extraño país. La película, aparte de las incesantes canciones y bailes, mostraba elefantes; la gente viajaba por la jungla, a cazar tigres, montada en elefantes. Yediguéi también consiguió ver aquella película. El jefe del apartadero y él estaban en la reunión general de los sindicatos como delegados de Boranly, y al terminar la sesión se proyectó en el club del depósito ferroviario la película india. Con eso había empezado. Al salir del cine, se entablaron diversas conversaciones, y los ferroviarios se mostraban admirados de que en la India cabalgaran sobre elefantes. Alguien dijo en voz alta a este respecto:
¿Por qué os sorprenden tanto esos elefantes? ¿Qué tiene que envidiarle a un elefante el Burani Karanarde Yediguéi? ¡Si lo cargas, aguanta como un elefante!
