Un dia mas largo que un siglo
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El pensamiento art?stico debe vivir en su tiempo y ser consciente de ?l as? como del destino del hombre en cualquier ?poca y en cualquier tiempo revolucionario...
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–Cualquiera no viene –sonrió Yediguéi–, después de recibir Una carta tan amenazadora.
–¡Qué otra cosa podíamos hacer! Bien, y la carta no es nada, Yediguéi-agá. La carta es Un papel. Pero aquí las cosas están de tal manera que tienes que librarnos de tu Karanar, pues nos encontramos como sitiados. No tenemos vía libre a la estepa. Cuando ve a alguien desde lejos, acude corriendo como Un loco dispuesto a lisiarlo. ¡Qué calamidad! Da miedo tener un semental así. –Hizo una pausa, examinó a Yediguéi montado en su camella y añadió–: Me gustará ver cómo te las arreglas con él, ¡con las manos vacías, según parece!
–¿Por qué había de ser con las manos vacías? Ésta es mi arma –Yediguéi sacó de las alforjas un látigo enroscado en su mango.
–¿Sólo con esta fusta?
¿Qué quieres, que traiga un cañón contra Un camello?
–Pues aquí ni con las escopetas nos atrevemos. No sé, quizá reconozca en ti a su amo, entonces... Sólo que lo dudo, tiene Una cortina de humo ante sus ojos...
–Bueno, eso lo veremos –respondió Yediguéi–. Para qué perder tiempo. Seguramente, tú eres Kospán. Si es así, condúceme, enséñame dónde está, y el resto me lo dejas a mí.
–No está tan cerca –dijo Kospán mirando a su alrededor, y luego consultó su reloj–. Sabes, Yediguéi, es ya muy tarde. Antes de que lleguemos allí se nos hará de noche. ¿Y adónde vas a ir después con la noche encima? No, no ha de ser así. No siempre se puede invitar a gente como tú. Serás nuestro invitado. Y por la mañana haz lo que te pida el alma.
Yediguéi no esperaba que las cosas tornaran este cariz. Contaba con que conseguiría cazar a Karanar, que aquella misma noche llegaría a Kumbel, que pasaría la noche en casa de unos amigos junto a la estación y que al alba partiría para llegar antes a casa. Al ver que Yediguéi quería marcharse, Kospán protestó con decisión:
–No, Yediguéi-agá, no ha de ser así. Perdóname por la carta. No tenía otra solución. Nos hacía la vida imposible. Pero no te dejaré partir. Si, no lo quiera Dios, te sucediera algo por la noche en la desierta estepa invernal, no quiero ser Un maldito en todo Sary-Ozeki. Quédate, y por la mañana haz lo que quieras. Allí está mi casita, en el extremo. A mí me queda todavía hora y media de servicio. Considérate en tu casa. Instálate. Pon a la camella en el vallado. Tendrá pienso. Nuestra agua es de aquí, toma tanta como quieras.
Aquel día de invierno oscureció rápidamente. Kospán y su familia eran unas gentes maravillosas. La anciana madre, la esposa, el hijo de unos cinco años (la hija mayor estaba estudiando en el internado de Kumbel) y el propio Kospán no tenían otra dedicación que la de servir a su huésped. La casa estaba muy caliente y tenía una animación especial. En la cocina se preparaba carne de la matanza invernal. Mientras, tomaban el té. La anciana madre llenaba personalmente la taza de Burani Yediguéi y no hacía más que preguntarle por la familia, los hijos, la vida cotidiana, el tiempo, y de dónde era originario. Ella, por su parte, le contó cómo y de qué manera habían llegado al apartadero de Ak-Moinak. Yediguei participaba de buen grado en la conversación, alababa la amarilla carne al horno, que ponía sobre ardientes pedazos de torta para metérsela en la boca. La manteca de vaca era algo raro en Sary-Ozeki. Las mantecas de oveja, de cabra o de camello tampoco están mal, pero la de vaca es más gustosa. Y sus parientes del Ural les habían enviado manteca de vaca. Yediguéi aseguró, mientras devoraba las tortas con esa manteca, que olía en ella las hierbas del prado, con lo que sedujo en gran manera a la anciana, que empezó a contar cosas de su país, de las tierras Yaítzki [29], de sus hierbas, bosques y ríos...
En aquel momento llegó el jefe del apartadero, Erlepés, invitado por Kospán con motivo de la llegada de Burani Yediguei. Con la entrada de Erlepés empezó, como es natural, una conversación de hombres sobre el servicio, el transporte, los obstáculos en las vías. Yediguéi conocía superficialmente a Erlepés, pues era un hombre que hacía ya tiempo que trabajaba en el ferrocarril, y entonces se le presentaba la ocasión de conocerle más de cerca. Erlepés era mayor que Yediguei. Era jefe del apartadero de Ak-Moinak desde el final de la guerra y se advertía que en el apartadero todos sentían respeto por él.
La noche se había instalado ya tras las ventanas. Como en Boranly-Buránny, continuamente pasaban trenes con gran ruido, tintineaban los cristales y el viento silbaba en las hojas de las ventanas. Y sin embargo era Un lÑgar completamente distinto, aunque situado en el mismo ferrocarril de Sary-Ozeki, y Yediguéi se encontraba entre personas completamente diferentes. Allí era un invitado, pero aunque había ido a por el insensato Karanar, de todos modos le habían acogido con dignidad.
Con la llegada de Erlepés, Yediguéi se sintió aún más en su sitio. Erlepés era un interesante interlocutor que conocía muy bien la antigüedad kazaja. La conversación pronto giró hacia los tiempos pasados, los personajes e historias célebres. Aquella noche se acrecentaron mucho los buenos sentimientos de Yediguéi para con sus nuevos amigos de Ak-Moinak. Le predispusieron no sólo las conversaciones sino también la alegría de los dueños de la casa, y en no menor grado el buen comer y la bebida. Había vodka. Después del frío y del viaje, Yediguéi bebió medio vaso y comió carne curada, con manteca de giba de camello joven, de unos platos colocados en una mesa redonda y baja. Y un bienestar se difundió por todo su cuerpo, conmoviendo y acariciando su alma. Burani Yediguei se embriagó un poco, se animó, empezó a sonreír. Erlepés también se permitió beber en honor del invitado, y asimismo se sintió de buen humor. Por ello, rogó a Kospán:
–Ve, por Dios, y trae mi dombra [30], Kospán.
–Bien dicho –aprobó Yediguéi–. Desde la infancia envidio a los que saben tocar la dombra.
–No prometo Una gran interpretación, Yedik, pero recordaré alguna pieza en tu honor –dijo Erlepés sacándose la chaqueta y arremangándose anticipadamente la camisa.
A diferencia del vivaracho y parlanchín Kospán, Erlepés era más reservado. Con su maciza cara y su robusto cuerpo inspiraba seguridad en sí mismo. Tomó la dombraen sus manos, se concentró y pareció colocarse a cierta distancia de las cosas cotidianas. Así suele ser cuando una persona se dispone a mostrar sus aficiones más íntimas. Al afinar el instrumento, Erlepés miraba a Yediguéi con larga y sensata mirada, y en sus negros y grandes ojos sesgados brillaban reflejos de luz que relucían como en el mar. Y cuando pulsó las cuerdas y recorrió con sus largos y prensiles dedos, de arriba abajo, en alto gesto, toda la longitud del cuello de la dombra, arrancó de una vez un puñado entero de sonidos al tiempo que ataba los cabos de un nuevo puñado que luego, ahondando en el tema, sería el que arrancara generosamente de las cuerdas, según comprendía Yediguéi, aquella parte de la música que no resultaría tan fácil ni sencilla a su oído. Pues él, por lo visto, aunque se había distraído un poco con los asistentes, ahora sentía que los primeros sonidos de la dombrale hacían reaccionar de nuevo, le arrojaban otra vez a los abismos de amarguras y desgracias. ¿Por qué surgían esas cosas en él? Evidentemente, la gente que compuso aquella música sabía desde hacía mucho tiempo lo que experimentaría Burani Yediguéi y cómo lo haría, qué dificultades y sufrimientos tenía destinados desde su nacimiento. De otra manera, ¿cómo podían saber que existiría y lo que sentiría al oírse a sí mismo en la música que estaba tocando Erlepés? Se conmovió el alma de Yediguéi, se inspiró y gimió, y se abrieron para él, en un instante, todas las puertas del mundo: la alegría, la tristeza, la meditación, los vagos deseos y dudas...
