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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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—Allez voir, mon cher, si ta troisième division a dépassé le village. Dites-lui de s'arrêter et d’attendre mes ordres. 236

El príncipe Andréi se disponía a ir, pero Kutúzov lo detuvo:

—Et demandez-lui si les tirailleurs sont postés— añadió. —Ce qu’ils font, ce qu'ils font! 237— dijo como si hablase consigo mismo, sin responder todavía al austríaco.

El príncipe Andréi se alejó para cumplir las órdenes. Se adelantó a los batallones que iban delante, hizo detener a la tercera división y comprobó que no había tiradores ante nuestras columnas. Al comandante del regimiento que iba a la cabeza le sorprendió la orden de dispersar a los tiradores, dada por el generalísimo. Estaba absolutamente convencido de que tenía ante sí tropas rusas y creía al enemigo por lo menos a diez kilómetros de distancia. En efecto, delante no se veía más que una zona desierta que descendía poco a poco, cubierta por la niebla. Después de haber transmitido las órdenes del general en jefe, el príncipe Andréi volvió a su puesto. Kutúzov seguía allí, derrumbado su grueso cuerpo sobre la silla de montar, bostezando con los ojos cerrados. Las tropas no se movían y permanecían en posición de descanso.

—Muy bien, muy bien— dijo Kutúzov al príncipe Andréi; y se volvió al general, que, reloj en mano, le decía que era hora de ponerse en marcha, puesto que todas las columnas de la izquierda habían bajado ya.

—Hay tiempo, Excelencia— respondió Kutúzov entre bostezo y bostezo. —Hay tiempo— repitió.

En aquel momento, a espaldas de Kutúzov empezaron a oírse las aclamaciones de los regimientos y aquel clamor fue propagándose rápidamente por toda la larga línea de las columnas rusas. Aquel a quien saludaban debía de pasar con mucha rapidez por delante de las tropas. Cuando los soldados del regimiento dirigido por Kutúzov comenzaron a gritar, él se hizo a un lado y miró en torno con el ceño fruncido. Sobre el camino de Pratzen parecía avanzar un escuadrón entero de jinetes con uniformes de diversos colores. Dos de ellos iban delante al galope. Uno vestía uniforme negro con penacho blanco y montaba un caballo inglés alazán; el otro, de uniforme blanco, montaba un caballo negro. Eran los dos Emperadores con sus séquitos. Kutúzov, con el empaque de un viejo soldado que se halla en el frente, dio la orden de “¡firmes!” y se acercó al Emperador con la mano en la visera. Toda su persona y su compostura cambiaron repentinamente. Ahora tenía el aire de un subalterno que discurre con un respeto exagerado, cosa que pareció desagradar al emperador Alejandro; se acercó y saludó.

El rostro del Emperador, juvenil y radiante, expresó como una nube que empaña un cielo límpido y después desaparece. Tras su reciente indisposición, estaba más delgado que en el campo de Olmütz, donde Bolkonski lo había visto por primera vez fuera de su patria; pero en sus hermosos ojos grises y en sus labios delgados reinaba la misma encantadora posibilidad de expresar diversas emociones de majestad y benevolencia.

En la revista de Olmütz se había mostrado más majestuoso; aquí parecía más alegre y enérgico. Su rostro estaba un tanto encendido después de una galopada de tres kilómetros; al detener el caballo respiró a pleno pulmón y se volvió a mirar los rostros, tan juveniles y animados como el suyo, de los hombres de su séquito. Chartorizhky, Novosíltsov, el príncipe Bolkonski, Strogánov y los demás, todos ellos jóvenes, alegres, ricamente vestidos, jinetes en magníficas cabalgaduras, ligeramente sudorosas después de la carrera, charlaban animadamente y sonreían agrupados detrás del Soberano. El emperador Francisco, joven, de rostro sonrosado y largo, permanecía muy erguido en su bello potro negro, mirando sin prisas en derredor con cierta inquietud. Llamó a uno de sus blancos ayudantes de campo y le preguntó algo. “Tal vez le pregunte a qué hora han salido”, pensó el príncipe Andréi, observando a su viejo conocido, con una sonrisa que no pudo contener al recordar su audiencia. En el séquito de sus majestades había oficiales de la Guardia rusa y austriaca y otros del ejército, todos de lo más granado de la juventud. Los palafreneros conducían los magníficos caballos de reserva de los Emperadores, cubiertos con bellas mantas bordadas.

Como si por una ventana abierta entrara de pronto en una sala sofocante el aire puro de los campos, así actuó sobre el tristón Estado Mayor de Kutúzov la juventud, energía y seguridad en el éxito de aquella brillante cabalgata.

—¿Por qué no comienza, Mijaíl Ilariónovich?— preguntó el emperador Alejandro a Kutúzov, mirando al mismo tiempo cortésmente al emperador Francisco.

—Espero, Majestad— respondió Kutúzov, inclinándose respetuosamente.

El Emperador se llevó la mano a la oreja y frunció levemente el ceño, dando a entender que no había oído bien.

—Espero, Majestad— repitió Kutúzov (el príncipe Andréi observó un temblor anormal en el labio superior de Kutúzov cuando decía “espero”). —No están reunidas todas las columnas, Majestad.

El Emperador lo oyó, pero no pareció que la respuesta le agradase. Encogió los hombros, un tanto encorvados, miró a Novosíltsov, que estaba a su lado, y en esa mirada pareció haber una queja contra Kutúzov.

—No estamos en un campo de maniobras, Mijaíl Ilariónovich, donde no se empieza con la parada hasta que todos los regimientos estén reunidos— dijo el Emperador, mirando de nuevo al emperador Francisco, como invitándolo, si no a tomar parte en la conversación, a escuchar, por lo menos, sus palabras. Pero el emperador Francisco siguió mirando en derredor sin prestar atención.

Precisamente por eso no comienzo, Majestad— dijo Kutúzov, con voz sonora y clara, como para evitar la posibilidad de no ser oído; y de nuevo hubo un temblor en su rostro. Por eso no comienzo, Majestad, porque no estamos en un campo de maniobras ni en una parada.

Entre los del séquito, que se miraron rápidamente unos a otros, todas las caras tomaron una expresión de descontento y reproche. "Por viejo que sea, no debería hablar así”, querían decir aquellas caras.

El Emperador se quedó mirando atenta y fijamente a Kutúzov, esperando alguna otra palabra de sus labios; pero por su parte, el general, inclinando con respeto la cabeza, parecía también aguardar. Este silencio duró casi un minuto.

—Pero si Vuestra Majestad lo ordena...— dijo Kutúzov levantando la cabeza. Y una vez más volvía a hablar con el tono de un general obtuso, que no razona pero obedece.

Espoleó el caballo y llamando al jefe de la columna, Milorádovich, le ordenó avanzar.

Se movieron de nuevo las tropas y dos batallones del regimiento de Nóvgorod y uno del regimiento de Apsheron desfilaron delante del Emperador.

Cuando pasaban los de Apsheron, Milorádovich, muy colorado, sin capote, con las condecoraciones en su brillante uniforme y su gorro de enormes plumas ladeado, hizo avanzar su caballo y, con un saludo marcial, lo detuvo delante del Emperador.

—¡Dios lo acompañe, general!— exclamó el Emperador.

—Ma foi, Sire, nous ferons ce qui sera dans notre possibilité 238— gritó alegremente Milorádovich, suscitando, sin embargo, una burlona sonrisa entre los oficiales del séquito por su mala pronunciación francesa.

El general hizo girar su montura y fue a colocarse detrás del Soberano. Los soldados del regimiento de Apsheron, excitados por la presencia del Emperador, desfilaron con paso enérgico delante de sus majestades y el séquito.

—¡Muchachos!— gritó Milorádovich con su voz fuerte y alegre, excitado al máximo por el eco de las descargas de fusilería, la perspectiva de la batalla y la marcialidad de los hombres del regimiento de Apsheron, compañeros suyos desde los tiempos de Suvórov, que tan gallardamente desfilaron ante los Emperadores que olvido su presencia. —¡Muchachos! No es la primera aldea que conquistáis.

—¡Hurra!— gritaron los soldados.

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