Rey, Dama, Valet
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El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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— Bitte? —dijo Franz.
—Me imagino —continuó ella— que, en esto, el verdadero factor no es el tiempo, sino la comunicación, el intercambio de ideas sobre la vida y las condiciones de vida. Dígame, ¿qué parentesco tiene usted exactamente con mi marido? Primos segundos, ¿no? Va usted a trabajar aquí, eso está bien, los chicos como usted deberían trabajar duro. El negocio es enorme, me refiero a la empresa de mi marido. Pero me imagino que usted habrá oído hablar de su famoso emporio. Es posible que la palabra emporiosea demasiado fuerte en este caso. El sólo se dedica a ropa de caballero, pero tiene de todo, de todo: corbatas, sombreros, artículos deportivos. Y luego están las oficinas, en otra parte de la ciudad, y diversas operaciones bancarias.
—Será difícil empezar —dijo Franz, tamborileando con los dedos—, tengo un poco de miedo. Pero sé que su marido es un hombre estupendo, un hombre muy amable y bueno. Mi madre tiene verdadera adoración por él.
En aquel momento apareció, no se sabía de dónde, como una muestra de simpatía, el espectro de un perro que resultó ser, una vez examinado de cerca, de raza alsaciana. Bajando la cabeza, el perro puso algo a los pies de Franz. Luego se apartó un poco, se disolvió un instante, esperando con impaciencia.
—Es Tom —dijo Martha—, Tom ganó un premio en la exposición. ¿No es cierto, Tom? (Sólo hablaba a Tom cuando había invitados.)
Por respeto a su anfitriona, Franz recogió el objeto que le ofrecía el perro. Era una pelota húmeda, de madera, llena de incisiones de dientes perceptibles al tacto. En cuanto la hubo cogido y se la hubo acercado al rostro, el espectro del perro emergió de un salto de la neblina de calor, se volvió animado, cálido, activo, y casi le tiró de la silla. El se deshizo enseguida de la pelota. Tom despareció.
La pelota aterrizó justo entre las dalias, pero, naturalmente, Franz no se dio cuenta de esto.
—Bello animal —observó con repulsión, secándose la mano húmeda contra la tela del brazo del sillón. Martha había apartado la vista, fijándola, preocupada, en la tormenta que estaba teniendo lugar en el arriate, donde Tom pisoteaba ahora en frenética búsqueda de su juguete. Dio unas palmadas. Franz, cortés, la imitó en esto, confundiendo la reprimenda con el aplauso. Menos mal que en aquel momento pasó a su lado un muchacho en bicicleta, y Tom, olvidando al instante la pelota, corrió como loco hacia la valla del jardín y costeó toda su longitud ladrando furiosamente. Inmediatamente después se calmó, volvió al trote y se sentó junto al portal bajo los ojos fríos de Martha, con la lengua pendiente y doblando hacia atrás una pezuña, como los leones.
Mientras Franz escuchaba lo que Martha le decía, con el tono vibrante y quisquilloso al que ya estaba acostumbrándose, sobre el Tirol, se dijo que el perro no se había alejado demasiado y podría volver en cualquier momento a ofrecerle aquel objeto pegajoso. Recordó con nostalgia el perrito viejo y repulsivo de una repulsiva vieja (parienta y gran enemiga del perro de su madre), al que, en varias ocasiones, había conseguido dar astutas patadas.
—Pero, en cierto modo, le diré —estaba diciéndole Martha—, una se sentía cercada. Una imaginaba que esas montañas podrían caérsele encima al hotel en plena noche, justo sobre nuestra cama, enterrarnos bajo su mole a mí y a mi marido, matar a todo el mundo. Estábamos pensando en irnos a Italia, pero, no sé cómo, la verdad; el caso es que se me quitaron las ganas. Nuestro Tom es bastante estúpido. Los perros que juegan con pelotas son siempre estúpidos. En cuanto llega un señor completamente extraño, Tom le trata como si fuera un nuevo miembro de la familia. Esta es su primera visita a nuestra gran ciudad, ¿no?, ¿y qué?, ¿le gusta?
Franz se señaló los ojos con un cortés parpadeo:
—Estoy completamente cegato —dijo— hasta que me compre gafas nuevas. No lo puedo ver todo. No veo más que colores, lo que, al fin y al cabo, no resulta muy interesante. Pero, en general, me gusta. Y aquí se está tan tranquilo, debajo de este árbol amarillo....
Se le ocurrió, sin saber por qué —un golpe de fugitivo capricho— que en aquel momento su madre estaría volviendo de la iglesia con Frau Kamelspinner, la mujer del taxidermista. Y, entretanto —maravilla de maravillas— él se hallaba sumido en una difícil pero deliciosa conversación con esta nebulosa dama en esta radiante neblina. Todo ello le parecía muy peligroso; cualquier palabra que dijera podría ser causa de un traspié.
Martha notó su ligera tartamudez y su manera nerviosa de resollar de vez en cuando. «Deslumbrado y nervioso, y tan joven», reflexionó entre desdeñosa y tierna «es cera cálida, sana, joven, se puede manipular y moldear hasta que adopte una forma al gusto de uno. Pero debería haberse afeitado». Y le dijo, a modo de experimento, únicamente para ver su reacción:
—Si tiene usted intención de trabajar en un gran almacén elegante, caballero, tendrá que mostrar más aplomo, quitarse el vello ese de sus viriles quijadas.
Como Martha había pensado, Franz perdió toda su sangre fría:
—Me voy a comprar gafas nuevas, regafas quiero decir —alegó, con amigable reproche, o tal parecía deducirse de su aturdido balbuceo.
Ella dejó que su confusión se fuera diluyendo, diciéndose que le estaba bien empleado. Y Franz se sintió realmente incómodo por un instante, pero no tanto como ella se imaginaba. Lo que le había desconcertado no fue la represión, sino la súbita aspereza del tono de Martha, una especie de gutural advertencia, como si, para dar ejemplo, hubiera echado hacia atrás los hombros al pronunciar la palabra «aplomo». Y esto no encajaba en absoluto con la borrosa imagen que se había hecho de ella.
La chirriante interpolación pasó enseguida: Martha volvió a fundirse con la encantadora neblina del mundo que le rodeaba y reanudó su elegante conversación:
—El otoño es más frío por aquí que en su tierra natal. A mí me encanta la fruta muy dulce, pero tampoco me parecen mal los días frescos. Tengo la piel de una textura y una temperatura que reacciona siempre con alegría ante la brisa o cuando hiela de verdad. También es cierto que tengo que pagarlo.
—En mi tierra todavía nos bañamos —observó Franz. Iba a hablarle del famoso río, límpido y lírico, que cruzaba su ciudad natal, fluyendo bajo los arcos de sus puentes, y luego entre campos de mieses y viñedos; de lo agradable que era bañarse allí en cueros vivos, tirándose de la pequeña balsa, que se podía alquilar por unas perras; pero en aquel mismo momento se oyó el claxon de un coche que se detenía ante la puerta del jardín, y Martha dijo:
—Mi marido.
Fijó los ojos en Dreyer, preguntándose si su aspecto impresionaría al joven primo, y olvidando que Franz ya le había visto y apenas le iba a ser posible verle ahora. Dreyer llegó a paso rápido y vigoroso. Llevaba un amplio abrigo blanco y una bufanda también blanca. Bajo su brazo asomaban tres raquetas, cada una en un estuche de tela de distinto color —castaño, azul, morado— y su rostro, con su bigote leonado, relucía como una hoja otoñal. Martha se sintió irritada, y no tanto por su exótico atuendo como porque la conversación había quedado interrumpida y ella no estaba ya mano a mano con Franz, embelesándole y sorprendiéndole a solas. Sin siquiera darse cuenta, su actitud para con Franz cambió, como si hubiera habido «algo» entre ellos y la presencia súbita de su marido les indujese a mostrar ahora mayor reserva. Además, tampoco quería en absoluto que Dreyer se diese cuenta de que el pariente pobre a quien había criticado antes de conocerle no le resultaba, al fin y al cabo, tan mal. Por eso, cuando Dreyer se unió a ellos, quiso transmitirle, por medio de una pantomima apenas perceptible, que su llegada iba a liberarla por fin del deber de atender a un invitado pesado. Fue una pena que Dreyer, al acercarse a ellos, no apartase los ojos de Franz, quien, atisbando la parte de la moteada neblina que se iba condensando gradualmente, se levantó y se dispuso a hacer una inclinación. Dreyer, que era observador a su manera y aficionado a pequeños trucos mnemotécnicos (con frecuencia hacía juegos consigo mismo, tratando de recordar los cuadros de una sala de espera, esos limbos patéticos de los cuadros), había reconocido inmediatamente y a distancia a su reciente compañero de viaje, preguntándose si sería que venía a traerles intacta la carta de una sombrerera que Martha había perdido en el viaje. Pero, de pronto, se le ocurrió otra idea más divertida. Martha, acostumbrada a los fuegos de artificio de su rostro, vio contraerse el bigote recortado y temblar y multiplicarse las arrugas que surcaban la parte entre sus ojos y las sienes. En el instante siguiente Dreyer rompió a reír con tal violencia que Tom, que saltaba en torno a él, no pudo contenerse y se puso a ladrar. No era sólo la coincidencia lo que tanto divertía a Dreyer, sino también la conjetura de que Martha, probablemente, había dicho algo desagradable sobre su pariente cuando el pariente en cuestión estaba sentado junto a ellos, en el mismo compartimento. No le era posible recordar ahora lo que había dicho Martha, ni si Franz pudo o no oírlo, pero tuvo que haber dicho algo, y esta cosquilleante incertidumbre acrecentaba el aspecto humorístico de la coincidencia. En la zona intemporal del pensamiento humano recordó también —mientras el perro ahogaba el saludo de su sobrino— una ocasión en que un conocido le había telefoneado estando él en la ducha, y Martha, había gritado a través de la puerta del cuarto de baño: «Es el tonto de Wasserschluss que te llama», cuando, a cinco pasos de distancia, el auricular del teléfono aguzaba el oído como el fisgón escondido de una comedia.