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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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Finalmente llegó su parada. Bajó casi a gatas la escalerilla pendiente y salió con gran cautela a la acera. Desde alturas que se alejaban de él un viajero sin rostro le gritó:

—¡A la derecha! ¡La primera calle a la...!

Franz, vibrando obedientemente, llegó a la esquina y torció a la derecha. Quietud, soledad, una neblina soleada. Le parecía estar perdiéndose, fundiéndose con la neblina, y, más importante que ninguna otra cosa, no conseguía distinguir los números de las casas. Se sentía débil y sudoroso. Acabó por entrever a un transeúnte, se le acercó y le preguntó dónde estaba el número cinco. El peatón se hallaba muy cerca de él, y la sombra del follaje jugueteaba de manera tan extraña contra su rostro que, por un instante, Franz pensó reconocer al hombre de quien había huido el día anterior. Se podía sostener con certidumbre casi completa que se trataba de un moteado capricho de sol y sombra; así y todo Franz se asustó de tal manera que tuvo que apartar la vista de él. —Justo enfrente, donde se ve la valla blanca —le dijo el otro animadamente, y siguió su camino.

Franz no veía valla alguna, pero dio con un postigo: fue buscando con los dedos el botón, y lo apretó. Sonó un zumbido en el postigo. Esperó un poco y volvió a apretar. Oyó de nuevo el zumbido, pero sin que nadie viniera a abrir el postigo. Al otro lado había una neblina verduzca que era un jardín y una casa que flotaba sobre él como un reflejo indistinto. Trató de abrir el postigo, pero no cedía. Mordiéndose los labios apretó el botón una vez más, largamente, sin soltarlo. El mismo zumbido monótono. De pronto comprendió el truco: apoyándose contra él al tiempo que apretaba el botón, lo abrió, pero tan indignado estaba que a punto estuvo de caerse. Oyó que alguien le gritaba:

—¿A quién quiere ver?

Se volvió hacia la voz y distinguió a una mujer con un vestido claro en el camino de gravilla que conducía a la casa.

—Mi marido todavía no ha vuelto —dijo la voz al cabo de una pausa, después de oír la respuesta de Franz.

Entrecerrando los ojos, distinguió un relámpago de pendientes y una cabellera negra y suave. No era que la mujer fuese asustadiza o caprichosa, sino que Franz, llevado de su avidez por ver mejor, se le acercó hasta el punto de hacerle temer, por un ridículo instante, que aquel impetuoso intruso estaba a punto de cogerle la cabeza entre las manos.

—Es muy importante —dijo Franz—. Verá usted, es que soy pariente suyo.

Situándose delante de ella sacó su cartera y se puso a buscar la famosa tarjeta.

Ella se preguntaba dónde le habría visto antes. Las orejas de Franz eran de un rojo traslúcido contra el sol, y gotitas diminutas de sudor le perlaban la frente inocente hasta las raíces mismas de su oscuro pelo corto. Un recuerdo súbito, como por arte de magia, puso gafas en aquel rostro inclinado y volvió a quitárselas al instante. Martha sonrió. Al mismo tiempo daba Franz con la carta y levantaba la cabeza.

—Aquí está —dijo—, me dijeron que viniera en domingo.

Ella miró la tarjeta y volvió a sonreír.

—Su tío ha salido a jugar al tenis. Volverá a la hora de comer. Pero usted y yo nos conocemos ya.

— Bitte? —dijo Franz, forzando sus ojos.

Más tarde, recordando este encuentro, el espejismo del jardín, el vestido que se fundía con el sol, se maravilló de haber tardado tanto tiempo en reconocerla. A tres pasos de distancia era capaz de captar las facciones de una persona con tanta claridad por lo menos como un ojo humano normal a través de una gasa. Se dijo con cierta ingenuidad que nunca hasta entonces la había visto sin sombrero, ni podía suponer que iba a llevar el pelo peinado con raya en medio y rematado por un moño (era éste el único detalle en que Martha no seguía la moda); pero, a pesar de todo, no resultaba sencillo explicar cómo le fue posible, incluso ante aquella visión indistinta y fantasmal, no sentir de nuevo el mismo temblor, la misma magia que le fascinara el día antes. Más adelante le pareció que aquella mañana se había sumido en un mundo vago e irreproducible que sólo existió durante un breve domingo, un modo en el que todo era delicado e ingrávido, radiante e inestable. En este sueño podía ocurrir cualquier cosa: resultó, a fin de cuentas, que Franz no se había despertado en su cama de hotel aquella mañana, sino, simplemente, pasado de un estrato onírico al siguiente. En el esplendor inconsistente de su miopía Martha no se parecía en absoluto a aquella dama del tren que refulgía como un cuadro y bostezaba como una tigresa. Su belleza de madonna, entrevista por él y luego perdida, aparecía ahora en plenitud como si fuera ésta su verdadera esencia, floreciendo a sus ojos sin mezcla alguna, sin la menor imperfección o límite. No le hubiera sido posible decir con certeza si encontraba atractiva a esta borrosa dama. La miopía es casta. Y, además, era la esposa del hombre de quien dependía su porvenir entero, de quien le había sido ordenado exprimir cuanto le fuese posible, y este hecho, por sí solo, la volvía, en el momento mismo de conocerla, más distante, más inaccesible que la bella extraña del día anterior. Mientras seguía a Martha por la vereda del jardín, Franz gesticulaba, insistiendo en excusarse por su achaque, por las gafas rotas, por las tiendas cerradas, y alabando las maravillas de la coincidencia, tan ebrio era su deseo de ponerla cuanto antes de su lado.

En el césped, junto a la puerta, había una sombrilla muy alta, y debajo de ella una mesita y varios sillones de mimbre. Martha se sentó, y Franz, sonriendo y parpadeando, se sentó a su lado. Ella llegó a la conclusión de que le había pasmado por completo con el panorama de su pequeño pero caro jardín, que contenía, entre otras cosas, cinco arriates de dalias, tres alerces, dos sauces llorones y un magnolio, y no se preocupó de si aquellos pobres ojos eran o no capaces de distinguir una sombrilla de playa de un árbol ornamental. Disfrutó recibiéndole tan elegantemente auf englische weise, y asombrándole con tan increíble riqueza. Sentía impaciencia por mostrarle el chalet, las miniaturas del salón, la madera satinada de India del dormitorio, y por oír los gemidos de respetuosa admiración de tan apuesto muchacho. Y, como, en general, sus visitantes eran gente de su propio círculo, a quienes hacía mucho tiempo se había hartado de deslumbrar, se sintió llena de enternecido agradecimiento por este provinciano de cuello almidonado y pantalones estrechos que ahora le daba una oportunidad de renovar el orgullo que sintiera en los primeros meses de su matrimonio.

—Qué tranquilo se está aquí —dijo Franz—. Y yo que pensaba que Berlín sería ruidoso...

—Bueno, pero es que nosotros vivimos casi en el campo —respondió ella, y, sintiéndose siete años más joven, añadió—, el chalet de al lado pertenece a un conde, como lo oye. Un viejo muy simpático, le vemos con mucha frecuencia.

—Muy agradable, un ambiente muy sencillo —dijo Franz, desarrollando metódicamente el tema, pero previendo ya cercano un callejón sin salida.

Ella miró su mano pálida, de nudillos rosados, con un bonito índice aplastado contra la mesa. Los dedos finos temblaban ligeramente.

—Con frecuencia me he preguntado —dijo— a quién conocemos mejor: a alguien que ha pasado cinco horas con uno en la misma habitación o a quien vemos cinco minutos diarios durante un mes entero.

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