La Aventura De Miguel Littin Clandestino En Chile
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A principios de 1985, el director de cine chileno Miguel Litt?n, sobre quien pesaba prohibici?n absoluta de volver a su tierra, entr? clandestinamente en Chile. Durante seis semanas film? m?s de siete mil metros de pel?cula sobre la realidad de su pa?s despu?s de doce a?os de dictadura militar. Para ello afront? situaciones de extremo riesgo y tuvo que servirse de disfraces y tretas para mantenerse de inc?gnito. El resultado de su peripecia fue una pel?cula de cuatro horas para la televisi?n y de dos horas para el cine. Con el testimonio directo del protagonista, el premio Nobel colombiano escribi? este libro en el m?s puro estilo del reportaje period?stico.
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Los cinco puntos cardinales de Santiago
El viernes de nuestra segunda semana Franquie y yo decidimos iniciar al día siguiente los viajes en automóvil al interior, empezando por Concepción. Para entonces nos faltaban en Santiago las entrevistas con dirigentes legales y clandestinos, y el interior de La Moneda. Las primeras requerían una preparación complicada, y Elena se ocupaba de eso con una diligencia admirable. La filmación dentro de La Moneda había sido aprobada, pero el permiso oficial escrito no sería entregado hasta la semana siguiente. De modo que Franquie y yo disponíamos del tiempo necesario para terminar el trabajo en el interior del país. Con ese fin le indicamos por teléfono al equipo francés que regresara a Santiago una vez terminado su programa del norte, y le pedimos al equipo holandés que siguiera con el programa del sur hasta Puerto Montt, y allí esperara instrucciones. Yo seguiría, como siempre, trabajando con el equipo italiano.
Tal como estaba previsto, aquel viernes íbamos a aprovecharlo filmándome a mí mismo en las calles para que los servicios de la dictadura no pudieran negar después que fui yo quien había dirigido la película dentro de Chile. Lo hicimos en cinco puntos característicos de Santiago: el exterior de La Moneda, el Parque Forestal, los puentes del Mapocho, el Cerro de San Cristóbal y la Iglesia de San Francisco. Grazia se había ocupado de localizarlos y estudiar los emplazamientos de cámara desde los días anteriores para no perder ni un minuto, pues estaba resuelto que sólo dedicáramos dos horas a cada sitio, o sea diez horas en total. Yo llegaría unos quince minutos después del equipo, y sin hablar con ninguno de sus miembros debía incorporarme a la vida del lugar, haciendo algunas indicaciones de dirección ya acordadas con Grazia.
El Palacio de la Moneda ocupa una manzana completa, pero sus dos fachadas principales son la de la Plaza Bulnes, en la Alameda, donde está el Ministerio de Relaciones Exteriores, y la de la Plaza de la Constitución, donde está la presidencia de la república. Después de la destrucción del edificio por el bombardeo aéreo del 11 de septiembre, los escombros de las oficinas presidenciales quedaron abandonados. El gobierno se instaló en las antiguas oficinas de la Comisión de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), un edificio de veinte pisos que el gobierno militar ansioso de legitimidad bautizó con el nombre del prócer liberal don Diego Portales. Allí permaneció hasta hace unos diez años, cuando terminaron las largas obras de restauración de La Moneda, que incluyeron la construcción adicional de una verdadera fortaleza subterránea: sótanos blindados, pasadizos secretos, puertas de escape, accesos de emergencia a un estacionamiento oficial que existía desde mucho antes debajo de la calzada. Sin embargo, en Santiago se dice que los afanes formalistas de Pinochet se han visto entorpecidos por la imposibilidad de mostrarse con la piocha de O’Higgins, símbolo del poder legítimo en Chile, que desapareció en el bombardeo del palacio. En alguna ocasión, un cortesano del poder militar trató de acreditar la fábula de que la piocha había sido salvada de las llamas por los primeros oficiales que ocuparon La Moneda, pero era una pretensión tan ingenua que no prosperó.
Un poco antes de las nueve de la mañana, el equipo italiano había filmado la fachada del lado de la Alameda, frente al monumento del Padre de la Patria, Bernardo O’Higgins, en el cual hay ahora una hoguera perpetua de gas propano: “la llama de la libertad”. Luego se trasladaron para filmar la otra fachada, donde son más visibles los carabineros de élite de la Guardia de Palacio, los más apuestos y altivos, que hacen la ceremonia del relevo dos veces al día sin tantos curiosos del mundo pero con tantos delirios de grandeza como en el Palacio de Buckingham. También de ese lado es más severa la vigilancia. De modo que cuando los carabineros vieron al equipo italiano preparándose para filmar, se apresuraron a exigirle la autorización escrita que ya le habían pedido del lado de la Alameda. Era infalible: tan pronto como aparecía la cámara, en cualquier sitio de la ciudad, aparecía también un carabinero para pedir el permiso escrito.
Yo llegué en ese momento. Ugo, el camarógrafo, un muchacho simpático y resuelto que estaba divirtiéndose como un japonés con la aventura continua de la filmación, se las había arreglado para mostrar su identificación con una mano mientras seguía filmando con la otra al carabinero, sin que éste se diera cuenta.
Franquie me había dejado a cuatro cuadras de allí, y me recogería cuatro cuadras más adelante quince minutos después. Era una mañana fría y brumosa, típica de nuestros otoños prematuros, y yo temblaba de frío a pesar del abrigo invernal. Había caminado de prisa las cuatro cuadras para entrar en calor, por entre la muchedumbre apresurada, y seguí de largo dos cuadras más para dar tiempo a que el equipo acabara de identificarse. Cuando regresé, se hizo la toma de mi paso frente a la Moneda sin ningún contratiempo. Al cabo de quince minutos, el equipo recogió sus bártulos y se fue al objetivo siguiente. Yo alcancé el automóvil de Franquie en la calle Riquelme, frente a la estación del metro Los Héroes, y arrancamos a vuelta de rueda.
El Parque Forestal nos llevó menos tiempo del previsto, porque al verlo de nuevo comprendí que mi interés por él era más bien subjetivo. En realidad, es un lugar muy bello y un sitio característico de Santiago, sobre todo bajo los vientos de hojas amarillas de aquel viernes sedante. Pero lo que más me atraía era la búsqueda de mis nostalgias. Allí estaba la Facultad de Bellas Artes, en cuyas escalinatas presenté mi primera pieza de teatro, apenas llegado de mi pueblo. Más tarde, siendo ya un director de cine en ciernes, tenía que atravesar el parque casi todos los días para volver a casa, y la luz de sus frondas al atardecer se me quedó enredada para siempre con el recuerdo de mis primeras películas. No había mucho más que decir. Nos bastó con establecer una corta caminata mía por entre los árboles que se despojaban de sus hojas con un susurro de lluvia, y seguí caminando hasta el centro comercial, donde Franquie me esperaba.
El tiempo seguía diáfano y frío, y la cordillera era nítida por primera vez desde mi llegada. Pues Santiago está en una hondonada entre montañas, y todo se percibe a través de una bruma de contaminación. Había mucha gente a las once de la mañana en la calle Estado, como de costumbre, y ya estaban entrando a la primera función de los cines. En el Rex anunciaban Amadeus, de Milos Forman, que yo deseaba ver a toda costa, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no entrar.
Y a la vuelta de una esquina: ¡mi suegra!
En los días anteriores, mientras filmábamos, había visto de paso muchos conocidos: periodistas, gente de la política, gente de la cultura. No recuerdo ninguno que me hubiera mirado siquiera, y eso me afirmaba la confianza. Pero aquel viernes ocurrió lo que tarde o temprano tenía que ocurrir. Frente a mí, caminando hacia mí, vi una mujer distinguida, con un vestido de dril crema de dos piezas, sin abrigo, casi como en verano, a la que sólo reconocí cuando estaba a menos de tres metros. Era Leo, mi suegra. Nos habíamos visto hacía apenas seis meses en España, y además me conocía tanto, que era imposible que no me identificara a tan corta distancia. Pensé volverme, pero entonces recordé que me habían advertido controlar ese impulso natural, pues muchos clandestinos que han pasado de frente sin problemas, han sido reconocidos de espaldas. Tenía bastante confianza en mi suegra para no alarmarme porque me descubriera, pero no iba sola. Llevaba del brazo a una hermana suya, la tía Mina, que también me conocía, y con la cual iba conversando en voz muy baja, casi cuchicheando. Tampoco esto me habría preocupado si las circunstancias hubieran sido distintas, pero le temía a la sorpresa de ambas. No hubiera sido raro que se pusieran a gritar de emoción en plena calle: “¡Miguel, mi hijito, entraste, qué maravilla!”. Cualquier cosa así. Además, era peligroso para ellas conocer el secreto de que yo estaba clandestino en Chile.
Ante la imposibilidad de hacer nada opté por seguir de frente, mirándola con la mayor intensidad de que fui capaz, para poder controlarla de inmediato en caso de que me viera. Apenas levantó la vista al pasar, se enfrentó con mis ojos fijos y aterrorizados sin dejar de hablar con la tía Mina, me miró sin verme, y nos cruzamos tan cerca que sentí su perfume, y vi sus ojos hermosos y dulces, y escuché muy claro lo que iba diciendo: “Los hijos dan más problemas cuando están grandes”. Pero siguió de largo.
Hace poco le conté este encuentro por teléfono, desde Madrid, y se quedó atónita: no lo registró en su conciencia. Para mí fue una casualidad perturbadora.
Aturdido por la impresión, busqué un sitio para pensar, y me metí en un pequeño cine donde estaban dando La Isla de la Felicidad, una película italiana a la cual no le faltaba nada para ser pornográfica. Estuve dentro unos diez minutos. Vi hombres esbeltos y mujeres muy bellas y alegres que se tiraban al mar en un día deslumbrante de algún rincón del paraíso. No traté siquiera de concentrarme. Pero la oscuridad me dio tiempo para recomponerme la expresión, y sólo entonces comprendí hasta qué punto habían sido rutinarios y plácidos mis días anteriores. A los once y cuarto, Franquie me recogió en la esquina de Estado y Alameda, y me llevó al próximo punto de filmación: los puentes del Mapocho.
El río Mapocho atraviesa la ciudad por un cauce adoquinado, con puentes muy bellos, cuyas magníficas estructuras de hierro los mantienen a salvo de los terremotos. En tiempos de sequía, como era el caso de entonces, su caudal se reduce a un hilo de barro líquido, que en la parte central parece estancado entre barracas miserables. En tiempos de lluvia el cauce se desborda con las crecientes que bajan de la cordillera, y las barracas quedan flotando como barquitos al garete en un mar de lodo. En los meses siguientes al golpe militar, el río Mapocho se conoció en el mundo entero por los cadáveres maltratados que arrastraban sus aguas, después de los asaltos nocturnos de las patrullas militares a los barrios marginales: las famosas poblaciones de Santiago. Pero desde hace unos años, y durante todo el año, el drama del Mapocho son las turbas hambrientas que se disputan con los perros y los buitres los desperdicios de comer, arrojados al cauce desde los mercados populares. Es el reverso del milagro chileno, patrocinado por la Junta Militar bajo la inspiración celestial de la escuela de Chicago.