La Aventura De Miguel Littin Clandestino En Chile
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A principios de 1985, el director de cine chileno Miguel Litt?n, sobre quien pesaba prohibici?n absoluta de volver a su tierra, entr? clandestinamente en Chile. Durante seis semanas film? m?s de siete mil metros de pel?cula sobre la realidad de su pa?s despu?s de doce a?os de dictadura militar. Para ello afront? situaciones de extremo riesgo y tuvo que servirse de disfraces y tretas para mantenerse de inc?gnito. El resultado de su peripecia fue una pel?cula de cuatro horas para la televisi?n y de dos horas para el cine. Con el testimonio directo del protagonista, el premio Nobel colombiano escribi? este libro en el m?s puro estilo del reportaje period?stico.
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Doce años antes, a las siete de la mañana, un sargento del ejército al frente de una patrulla había soltado sobre mi cabeza una ráfaga de ametralladora, y me ordenó incorporarme al grupo de prisioneros que iban arreando hacia el edificio de Chile Films, donde yo trabajaba. La ciudad entera se estremecía con las cargas de dinamita, los disparos de armas largas, los vuelos rasantes de los aviones de guerra. El sargento que me había detenido andaba tan ofuscado, que me preguntó qué estaba pasando. “Nosotros somos neutrales”, decía. Pero no supe por qué lo decía ni a quiénes incluía en el plural. En un momento en que nos quedamos solos, me preguntó:
– ¿Usted es el que hizo “El Chacal deNahualtoro”?
Le contesté que sí, y pareció olvidarse de todo, de los tiros, de las cargas de dinamita, de las bombas incendiarias en el palacio de los presidentes, y me pidió que le explicara cómo se hace para que a los falsos muertos de las películas les salga sangre por las heridas. Se lo expliqué y pareció fascinado. Pero casi en seguida volvió a la realidad.
– No miren para atrás -nos gritó- porque les vuelo la cabeza.
Hubiéramos creído que era un juego, de no ser porque minutos antes habíamos visto los primeros muertos en la calle, un herido desangrándose en una acera sin auxilio de nadie, bandas de civiles rematando a garrotazos a los partidarios del presidente Salvador Allende. Habíamos visto a un grupo de prisioneros de espaldas contra un muro, y a un pelotón de soldados que fingían fusilarlos. Pero los mismos soldados que nos conducían preguntaban qué estaba pasando, e insistían: “Nosotros somos neutrales”. El estruendo y la confusión eran enloquecedores.
El edificio de Chile Films estaba rodeado de soldados con ametralladoras emplazadas en trípodes, y apuntando hacia la entrada principal. El portero de boina negra, con la insignia del Partido Socialista, salió a nuestro encuentro.
– Ah -gritó señalándome-, ese caballero, el señor Littín, es el responsable de todo lo que ocurre aquí.
El sargento le dio un empujón que lo tiró por tierra.
– Váyase a la mierda -le gritó-. No sea maricón.
El portero se puso en cuatro patas, aterrorizado, y me preguntó:
– ¿No se toma un cafecito, señor Littín? ¿Un cafecito?
El sargento me pidió que averiguara por teléfono lo que estaba pasando. Traté de hacerlo, pero no logré comunicación con nadie. A cada instante entraba un oficial que daba una orden, y luego otro que daba la orden contraria: que fumáramos, que no fumáramos, que nos sentáramos, que nos pusiéramos de pie. Al cabo de una media hora llegó un soldado muy joven y me señaló con el fusil.
– Oígame, sargento -dijo- ahí está una señorita rubia preguntando por este caballero.
Era la Ely, sin duda. El sargento salió a hablar con ella. Mientras tanto, los soldados nos contaron que los habían sacado desde la madrugada, que no habían desayunado, que tenían orden de no aceptar nada, que tenían frío, que tenían hambre. Lo único que pudimos hacer por ellos fue dejarles nuestros cigarrillos.
En esas estábamos cuando el sargento volvió con un teniente que comenzó a identificar a los prisioneros para llevárselos al estadio. Cuando me tocó el turno, el sargento no me dio tiempo de contestar.
– No, mi teniente -le dijo a su oficial-, este señor no tiene nada que ver, vino aquí a presentar un reclamo porque unos vecinos le destrozaron a palos el automóvil.
El teniente me miró perplejo.
– ¿Cómo puede ser tan huevón para reclamar nada en este momento? -exclamó-. ¡Mándese a volar!
Eché a correr, convencido de que me iban a disparar por la espalda con el eterno pretexto de la ley de fuga. Pero no fue así. La Ely, a quien un amigo le había dicho que me habían fusilado frente a Chile Films, venía a recoger el cadáver. En varias casas de la calle estaban izando banderas, que era la clave acordada para que los militares reconocieran a sus partidarios. Por otra parte, ya habíamos sido denunciados por una vecina que conocía nuestra relación con el gobierno, mi participación entusiasta en la campaña presidencial de Allende, las reuniones que se hacían en mi casa mientras el golpe militar iba haciéndose inminente. De modo que no volvimos a casa, sino que pasamos un mes cambiándonos de un lugar a otro, con los tres niños y las cosas más indispensables, huyendo de la muerte que nos pisaba los talones, hasta que el cerco se hizo tan asfixiante que nos metió a la fuerza por el túnel del exilio.
3 – También los que se quedaron son exiliados
A las ocho de la mañana le pedí a Elena que se comunicara con un número telefónico que sólo yo conocía, y preguntara por alguien que prefiero llamar con un nombre falso: Franquie. Le contestó él mismo, y ella le pidió sin más explicaciones, de parte de Gabriel, que fuera a la habitación 501 del hotel El Conquistador. Llegó antes de media hora. Elena estaba ya lista para salir, pero yo permanecía en la cama, y cuando oí tocar a la puerta me cubrí con la sábana hasta la cabeza. En realidad, Franquie no sabía a quién iba a ver, pues estábamos de acuerdo en que todo el que lo llamara con el nombre de Gabriel era enviado por mí. En los últimos días lo habían llamado los tres Gabrieles que dirigían los equipos de filmación, inclusive Grazia, y no tenía por qué sospechar siquiera que este nuevo Gabriel era yo mismo.
Eramos amigos desde mucho antes de la Unidad Popular, habíamos trabajado juntos en mis primeras películas, nos habíamos encontrado en varios festivales de cine, y nos habíamos visto por último el año anterior en México. Pero cuando me descubrí la cara no me reconoció, hasta que solté la risa, que es mi rasgo inconfundible. Esto me dio una mayor confianza en mi nueva apariencia.
Franquie había sido reclutado por mí a fines del año anterior. Fue el encargado de recibir por separado y de impartir las instrucciones preliminares a los equipos de filmación, y de hacer una serie de arreglos básicos que facilitaran nuestro trabajo sin interferir las orientaciones de Elena. Tenía un expediente limpio: es chileno, se había exiliado en Caracas por decisión propia después del golpe militar, sin que hubiera ningún cargo contra él, y había cumplido desde entonces numerosas misiones ilegales dentro de Chile, donde se movía con entera libertad con una cobertura intachable. Su popularidad entre la gente de cine, sustentada por su simpatía personal, su imaginación y su audacia, lo convertían en el socio ideal para aquella aventura. No me equivoqué. De acuerdo conmigo había entrado solo por tierra desde el Perú una semana antes, para recibir y coordinar por separado a los tres equipos, y éstos se encontraban ya trabajando. El equipo francés andaba por el norte del país, filmando desde Arica hasta Valparaíso, de acuerdo con un plan minucioso que su director y yo habíamos acordado meses antes en París. El equipo holandés hacía lo mismo en el sur. El italiano permanecería en Santiago trabajando bajo mi dirección personal, y preparado además para acudir a filmar cualquier acontecimiento imprevisto. Los tres tenían la consigna de interrogar a la gente sobre Salvador Allende siempre que tuvieran una ocasión de hacerlo sin riesgos ni despertar sospechas, pues pensábamos que el presidente mártir era el mejor punto de referencia para establecer la posición de cada chileno en relación con el país actual y sus posibilidades futuras.
Franquie tenía el itinerario preciso de cada equipo, así como la lista de los hoteles donde iban a estar, de manera que podía comunicarse con ellos en cualquier momento. Esto hacía posible que yo les diera instrucciones personales por teléfono. Para mayor seguridad, Franquie sería mi conductor, con un automóvil alquilado que cambiaríamos cada tres o cuatro días en distintas agencias. Durante todo el tiempo que duró la filmación nos separamos muy pocas veces.
Tres degollados tumban a un general
Empezamos a trabajar a las nueve de la mañana. La Plaza de Armas, a pocas cuadras del hotel, era más conmovedora en la realidad que en mis recuerdos, bajo el sol pálido y tibio del otoño austral que se filtraba por los grandes árboles. Las flores de siempre, que son renovadas cada semana, me parecieron más frescas y luminosas que nunca. El equipo italiano había empezado una hora antes a filmar la rutina matinal: los jubilados que leían el periódico en los escaños de madera, los ancianos que les daban de comer a las palomas, los vendedores de baratijas, los fotógrafos con sus cámaras anacrónicas de manga negra, los dibujantes que hacían caricaturas en tres minutos, los limpiabotas sospechosos de ser informadores del régimen, los niños con sus globos de colores frente a los carritos de helados, la gente que salía de la Catedral. En un rincón de la plaza estaba el grupo habitual de artistas cesantes en espera de ser contratados para fiestas imprevistas: músicos conocidos, magos y payasos de niños, travestis con ropas y maquillajes extravagantes cuyo sexo real es imposible determinar. A diferencia de la noche anterior, aquella hermosa mañana estaban apostadas en la plaza varias patrullas de carabineros, acuciosos y bien armados, de cuyos autobuses con potentes equipos de música salían canciones de moda a todo volumen.
Más tarde descubrí que la escasez de fuerza pública en las calles era una pura ilusión para recién llegados. A toda hora hay patrullas de choque escondidas en las estaciones principales del tren subterráneo, y camiones provistos de mangueras de agua a alta presión en las calles laterales, listos para reprimir con una saña brutal cualquier brote de protesta de los tantos intempestivos que ocurren a diario. La vigilancia es más intensa en la Plaza de Armas, centro neurálgico de Santiago, donde está la sede de la Vicaría de la Solidaridad, que es un gran bastión contra la dictadura auspiciado por el cardenal Silva Henríquez y con el apoyo no sólo de los católicos sino de todos los que luchan por el retorno de la democracia en Chile. Esto le ha dado un fuero moral difícil de contrariar, y el amplio patio soleado de su casa colonial parece a toda hora una plaza de mercado. Allí encuentran refugio y amparo humanitario los perseguidos de todos los colores, y es una vía expedita para dar ayuda a quienes la necesiten, con la seguridad de que llegará a donde debe llegar, en especial a los presos políticos y sus familias. También desde allí se denuncian las torturas y se fomentan campañas por los desaparecidos y por toda clase de injusticias.