Las aventuras de Huckleberry Finn
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La historia se desarrolla a lo largo del r?o Misisipi, el cual recorren Huck y el esclavo pr?fugo Jim, huyendo del pasado que han sufrido con el prop?sito de llegar a Ohio. Detalles idiosincr?ticos de la sociedad sure?a como el racismo y la superstici?n de los esclavos, as? como la amistad son algunos de los temas centrales de la novela. Esta obra supone para Mark Twain un punto y aparte respecto de sus obras anteriores. Aqu? comienza una mirada pesimista sobre la humanidad que lejos de diluirse se acrecienta en siguientes creaciones como El forastero misterioso.
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—Sito Sid, se va usted a creer que soy un tonto, pero que me muera aquí mismo si no me ha parecido ver casi un millón de perros, o de diablos o de algo. Le aseguro que sí, sito Sid. Los toqué… Los toqué, señorito; estaban por todas partes. Dita sea, ojalá pudiera echarle la mano encima a una de esas brujas sólo una vez, una vez nada más, es lo único que pido. Pero sobre todo que me dejen en paz, eso sería lo mejor.
Tom va y dice:
—Bueno, te voy a decir lo que pienso. ¿Por qué vienen aquí precisamente a la hora del desayuno de este negro fugitivo? Es porque tienen hambre, y nada más. Tienes que hacerles un pastel de brujas. Eso es.
—Pero, por Dios, sito Sid, ¿cómo voy a hacerles un pastel de brujas? No sé cómo se hace. En mi vida había oído hablar de nada semejante.
—Bueno, entonces tendré que hacerlo yo mismo.
—¿Querrá usted hacerlo, mi niño? ¿Querrá de verdad? ¡Besaré el suelo que pisa usted, de verdad!
—Muy bien, te lo haré porque se trata de ti y porque te has portado bien con nosotros y nos has enseñado al negro fugitivo. Pero tienes que andarte con mucho cuidado. Cuando aparezcamos tienes que volverte de espaldas, y entonces, pongamos lo que pongamos en la escudilla, tienes que hacer como que no lo ves. Y no tienes que mirar cuando Jim vacíe la cazuela, porque puede pasar algo. No sé qué. Sobre todo, no toques las cosas de las brujas.
—¿Tocarlas, sito Sid? ¿Qué me dice usted? No les pondría ni un dedo encima, aunque tuviera cien mil millones de dólares, de verdad.
Capítulo 37
Aquello quedó arreglado. Entonces nos fuimos al vertedero del patio de atrás, donde tienen las botas viejas, los trapos, las botellas rotas y las cosas gastadas y todo eso, y estuvimos buscando hasta que encontramos una palangana vieja de estaño, tapamos los agujeros lo mejor que pudimos para hacer el pastel en ella y la bajamos al sótano para llenarla de harina robada, y cuando íbamos a desayunar encontramos un par de clavos que, según Tom, vendrían muy bien para que un prisionero escribiera su nombre y sus penas en las paredes de la mazmorra, y dejamos uno de ellos en el bolsillo del mandil de la tía Sally, que estaba colgado en una silla, y el otro lo clavamos en la cinta del sombrero del tío Silas, que estaba en el escritorio, porque oímos decir a los niños que su padre y su madre pensaban ir aquella mañana a ver al negro fugitivo, y después fuimos a desayunar y Tom dejó la cuchara de peltre en el bolsillo de la chaqueta del tío Silas, pero como tía Sally todavía no había llegado tuvimos que esperar un rato.
Cuando llegó estaba toda acalorada, colorada y de mal humor, y casi no pudo esperar a la bendición de la mesa, sino que se puso a servir el café con una mano y a darle con el dedal en la cabeza al niño que tenía más cerca, mientras decía:
—He buscado por todas partes y no entiendo qué ha pasado con tu otra camisa.
Se me hundió el corazón entre los pulmones y los hígados y todo eso y se me clavó en la garganta un trozo duro de corteza de maíz, así que me puse a toser, la eché por toda la mesa y le di a uno de los niños en un ojo, de forma que se retorció como si fuera un gusano en el anzuelo y soltó un grito como un indio en pie de guerra, y Tom se puso rojo como una amapola, y entonces se armó un buen lío durante un cuarto de minuto o así y yo por mí lo habría confesado todo allí mismo a las primeras de cambio. Pero después todo se volvió a arreglar, porque la sorpresa nos había agarrado a todos en frío. El tío Silas dijo:
—Resulta de lo más curioso. No puedo comprenderlo. Sé perfectamente que me la quité, porque…
—Porque ahora no tienes más que una puesta. ¡Qué cosas dices! Ya sabía yo que te la habías quitado y lo recuerdo mejor que tú, porque ayer estaba en el tendedero y la he visto yo misma. Pero ha desaparecido y no hay más que hablar, así que tendrás que ponerte una roja de franela hasta que encuentre el tiempo para hacerte otra. Y será la tercera que te haga en dos años. Sólo en coserte camisas me paso la mitad del tiempo, y lo que no entiendo es qué diablo haces con ellas. Lo lógico sería que a tu edad ya hubieras aprendido a cuidarlas un poco.
—Ya lo sé, Sally, y lo intento todo lo que puedo. Pero no debe de ser todo culpa mía, porque ya sabes que no las veo ni tengo nada que ver con ellas salvo cuando las llevo puestas, y no creo que haya perdido ninguna llevándola encima.
—Bueno, eso no es culpa tuya; ya las habrías perdido si pudieras, creo yo. Además no ha desaparecido sólo la camisa. También falta una cuchara, y no es eso todo. Había diez y ahora sólo quedan nueve. A lo mejor la ternera se ha comido la camisa, pero lo que te aseguro es que la ternera no se ha comido la cuchara.
—¿Qué más falta, Sally?
—Faltan seis velas, eso es lo que falta. Las velas se las pueden haber comido las ratas, y calculo que eso es lo que ha pasado; me pregunto por qué no se lo llevan ya todo, porque tú te pasas la vida diciendo que les vas a tapar los agujeros y nunca lo haces, y si no fueran idiotas se dormirían en tu cabeza, Silas, y ni te enterarías; pero no les puedes echar a las ratas la culpa de lo de la cuchara, de eso estoy segura.
—Bueno, Sally, será culpa mía y lo reconozco; lo he dejado pasar, pero te aseguro que mañana tapono todos los agujeros.
—No corre prisa; con que los tapes el año que viene basta. ¡Matilda Angelina Araminta Phelps!
Golpe de dedal y la niña saca los dedos del azucarero sin decir ni palabra. Justo entonces llega al pasaje la negra y dice:
—Señora, falta una sábana.
—¡Falta una sábana! ¡Bueno, qué pasa aquí!
—Hoy mismo taparé los agujeros —dice el tío Silas, con cara de arrepentimiento.
—¡Vamos, cállate! ¿Te crees que las ratas se han llevado la sábana? ¿Dónde ha desaparecido, Lize?
—Le juro por Dios que no tengo ni idea, sita Sally. Ayer estaba en el tendedero pero ha desaparecido; ya no está ahí.
—Esto parece el fin del mundo. Jamás he visto cosa así. Una camisa, una sábana, una cuchara y seis ve…
—Sita —llega diciendo una negra clara—, falta un candelabro de bronce.
—Fuera de aquí, descarada, ¡o te doy con una sartén!
Bueno, estaba hecha una furia. Empecé a esperar una oportunidad. Pensé que lo mejor era irme al bosque hasta que mejorase el tiempo. Siguió gritando, organizando una insurrección ella sola, mientras todos los demás estábamos mansos y callados, hasta que el tío Silas, con aire muy sorprendido, se sacó la cuchara del bolsillo. La tía se calló, con la boca abierta y alzando las manos, y lo que es yo, ojalá hubiera estado en Jerusalén o donde fuera. Pero no mucho tiempo, porque va ella y dice:
—Ya me lo esperaba. Así que la tenías en el bolsillo, y seguro que tienes todas las demás cosas. ¿Cómo ha llegado ahí?