Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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El general, ronco de tanto gritar y ahogado por el humo de la pólvora, se detuvo desesperado. Todo parecía perdido. Pero en aquel instante, los franceses que avanzaban sobre los rusos empezaron a retroceder sin causa aparente, y al poco tiempo desaparecían de los confines del bosque, dejando paso a los tiradores rusos. Era la compañía de Timojin que, sola en el bosque, había permanecido en orden y que, escondida en las quiebras detrás de los árboles, atacaba a los franceses de manera absolutamente imprevista.
Timojin se lanzó sobre el enemigo con gritos tan salvajes y con tan loca audacia, armado solamente de su sable, que los franceses, antes de poder recobrarse, arrojaron sus armas y se dieron a la fuga. Dólojov, que corría junto a Timojin, mató a un francés y agarró por el cuello a un oficial que se rendía. Volvieron los fugitivos, se reorganizaron los batallones, y los franceses, que habían dividido en dos sus tropas del ala izquierda, quedaron de momento rechazados. Las reservas consiguieron reunirse y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba junto al puente con el comandante Ekonómov observando el paso de las compañías en retirada, cuando se le acercó un soldado, tiró del estribo de su caballo y casi se recostó en él. El soldado, con la cabeza vendada, llevaba un capote de paño azul, pero no tenía ni chacó ni mochila; cruzándole el pecho, le colgaba una cartuchera francesa; de la misma procedencia era la espada de oficial que empuñaba. El soldado estaba muy pálido, sus ojos azules miraban atrevidos al jefe mientras sus labios sonreían. Aunque el comandante del regimiento estaba ocupado en dar órdenes, no pudo por menos de fijarse en aquel soldado.
—Excelencia, dos trofeos— dijo Dólojov, mostrando la espada francesa y la cartuchera. —Hice prisionero a un oficial y detuve a la compañía.
Dólojov respiraba con fatiga; sus frases salían entrecortadas.
—Toda la compañía puede atestiguarlo. ¡Le ruego que lo tenga presente, Excelencia!
—Bien, bien— dijo el jefe del regimiento; y se volvió al comandante Ekonómov.
Pero Dólojov no se alejaba. Se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza y mostró la sangre reseca en los cabellos.
—Es una herida de bayoneta. Pero he permanecido en filas... Recuérdelo, Excelencia.
Quedó olvidada la batería de Tushin, y sólo hacia el final de la batalla, como seguían oyéndose los cañonazos en el centro, el príncipe Bagration envió al oficial de Estado Mayor de servicio y luego al príncipe Andréi para ordenar que retiraran la batería lo antes posible. Los soldados que cubrían los cañones de Tushin habían sido retirados en plena batalla. Pero la batería seguía disparando y no había caído en manos de los franceses porque el enemigo no podía imaginarse que cuatro cañones, sin defensa alguna, tuvieran la audacia de disparar. Por el contrario, a juzgar por el enérgico fuego de aquella batería, el enemigo supuso que allí, en el centro, se habían concentrado las principales fuerzas de los rusos; por dos veces trató de conquistar aquel punto y las dos fue rechazado por la metralla de los cuatro cañones, solitarios en el lugar.
Poco después de la marcha de Bagration, Tushin consiguió incendiar Schoengraben.
—¡Vaya! ¡Cómo se mueven! ¡Qué humo! ¡Bravo! ¡Están ardiendo! ¡Cuánto humo, cuánto humo!— comentaban animadamente los artilleros.
Todos los cañones, sin esperar órdenes, disparaban hacia el lugar del incendio. Los soldados de la batería gritaban a cada disparo: “¡Bravo! ¡Así, así! ¡Más cerca!... ¡Eso es! ¡Estupendo!”. El incendio, atizado por el viento, se extendía rápidamente. Las columnas francesas, que habían salido de la aldea, retrocedieron; pero, como para vengarse del revés, el enemigo colocó diez cañones a la derecha del villorrio y empezó a disparar sobre la batería de Tushin.
A causa del júbilo infantil que despertaba en ellos la vista del incendio y el entusiasmo por el éxito contra los franceses, los artilleros rusos no se dieron cuenta de la batería emplazada por el enemigo hasta que dos proyectiles, y a continuación otros cuatro, cayeron entre los cañones de Tushin, matando a dos caballos y dejando sin una pierna a uno de los sirvientes. El entusiasmo, una vez desatado, no se debilitó por eso, cambió tan sólo de carácter. Los caballos muertos fueron sustituidos por otros del tiro de reserva, se retiró a los heridos y Tushin volvió sus cuatro cañones contra los diez de la batería francesa. Un oficial, camarada de Tushin, cayó muerto al comienzo de la batalla, diecisiete de los cuarenta servidores de la batería fueron dados de baja, pero los artilleros seguían animados y contentos. Por dos veces observaron que abajo, no lejos de ellos, aparecían franceses y disparaban metralla sobre ellos.
El pequeño oficial de movimientos inciertos y torpes se volvía sin cesar a su asistente, pidiendo otra pipa en recompensay, dispersando en el aire el fuego, corría hacia adelante para observar a los franceses, haciendo pantalla con su pequeña mano.
—¡Duro con ellos, muchachos!— gritaba, y él mismo ayudaba a colocar en posición las piezas, empujando las ruedas y desenroscando los tornillos.
Rodeado de humo, ensordecido por los continuos disparos, que lo estremecían cada vez, Tushin, sin abandonar su pipa, corría de un cañón a otro, ya apuntando, ya contando las cargas, ya dando orden de sustituir los caballos muertos o heridos; daba siempre las órdenes con su voz fina, suave e indecisa. Su rostro se animaba cada vez más. Solamente cuando alguno de sus hombres era muerto o herido fruncía el ceño y, apartándose del caído, gritaba enfadado a los soldados, que, como siempre, no se daban prisa en retirarlo. Los soldados, en su mayoría buenos mozos (y, como suele ocurrir entre los artilleros, anchos de hombros y dos palmos más altos que su jefe), lo miraban como niños en una situación embarazosa, y la expresión del rostro de Tushin se reflejaba siempre en los suyos.
El terrible ruido, los gritos y la necesidad de estar siempre atento y activo hacían que Tushin no experimentara el menor miedo; ni siquiera pensaba que pudieran matarlo o herirlo; por el contrario, se sentía cada vez más contento. Le parecía que había pasado mucho tiempo desde que viera al enemigo e hiciera el primer disparo, y que aquel pequeño trocito de tierra en que se hallaba le era muy conocido y familiar. Aunque lo recordase y lo calculase todo e hiciese cuanto pudiera haber hecho en su lugar el mejor oficial, se hallaba en un estado semejante al delirio febril o a la embriaguez.
El ruido ensordecedor de los propios cañones y el zumbido y las explosiones de los proyectiles enemigos, la vista de aquellos hombres sudorosos, enrojecidos, que se movían presurosos junto a las piezas, la vista de la sangre de los hombres y de los caballos y los humos que surgían en la batería enemiga (tras los cuales llegaba el proyectil que caía en la tierra, en los hombres, cañones o caballos), todas estas cosas diversas y terribles hicieron nacer en su mente un mundo fabuloso que le proporcionaba indudable placer en aquellos instantes. En su imaginación los cañones del enemigo no eran cañones, sino pipas, de las que un invisible fumador hacía surgir espirales de humo.
—¡Vuelve a fumar!— se decía Tushin en voz baja, mientras de la montaña salía una bocanada de humo arrastrada por el viento hacia la izquierda. —Ahora a esperar la pelotita para devolvérsela.
—¿Ordena algo, Excelencia?— preguntó el suboficial que estaba cerca de él y lo oyó murmurar entre dientes.
—Nada, una granada...— respondió.
“Bien, querida Matvéievna”, se decía. En su imaginación “Matvéievna” era el gran cañón antiguo emplazado en un extremo. Los franceses, allá junto a su batería, le parecían hormigas. Un artillero, apuesto y borracho, el número uno del segundo cañón, era en su fantasía el tío; Tushin lo miraba con más frecuencia que a los demás y cada uno de sus movimientos lo alegraba. El ruido de la fusilería al pie de la montaña, unas veces débil y otras intenso, le parecía el ritmo de una respiración. Con atención concentrada seguía las pausas sucesivas de aquellos sonidos.