Esperanzas juveniles
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– Claro que te llevará. Inclínate, tío, para que pueda darte un beso.
Adrián se dobló y el beso le rozó la nariz. Un sacristán tosió…
Aquella misma tarde volvieron a Condaford, en el mismo orden de asientos, con el joven Tasburgh al volante. Durante aquellas últimas veinticuatro horas Alan habla demostrado un tacto perfecto: no hizo ninguna proposición y Dinny le estaba sumamente agradecida. Al igual que Diana, también ella necesitaba paz. Alan partió aquella tarde, Diana y los niños el día siguiente, y Clara regresó de su larga estancia en Escocia, de modo que sólo la familia quedó en Condaford. No obstante, Dinny no se sentía tranquila. Ahora que había cesado la preocupación por el pobre Ferse, estaba oprimida y distraída pensando en Hubert. Era extraño que esa cuestión, todavía en suspensó, pudiese perturbarla tanto. Hubert y Jean escribían desde la costa oriental unas cartas bastante alegres. Juzgando por cuanto decían, no estaban preocupados. Dinny, en cambio, sí lo estaba. Y sabía que también lo estaba su madre y mucho más aún su padre. Clara sé hallaba más indignada que preocupada y el efecto de la cólera sobre ella era estimular sus energías; de forma tal que pasaba las mañanas con su padre, fuera de casa, y por las tardes desaparecía con el coche para visitar a los vecinos, en cuyas casas se quedaba a menudo hasta después de cenar. Dado que era la persona más alegre de la casa, siempre estaba muy, solicitada. Dinny guardaba para sí su preocupación. Habíale escrito a Hallorsen a propósito de su tío y le envió la fotografía que le prometiera, en la que figuraba con el traje hecho para su presentación a la Corte, dos años antes, cuando, por economía, ella y Clara fueron presentadas juntas. Hallorsen contestó a vuelta de correo: «El retrato es realmente bonito. Nada me agradará más que llevar conmigo a su tío. Me pondré en comunicación con él cuanto antes.» Y firmaba: «Su siempre devoto servidor».
Ella leyó la carta con un sentimiento de gratitud, pero sin un temblor, lo que la indujo a llamarse a sí misma corazón de piedra. Tranquila ya por lo que a Adrián se refería, puesto que sabía que podía dejar a Hilary la tarea de arreglar lo del año de permiso, continuaba pensando en Hubert con un creciente presentimiento de desgracia. Intentaba persuadirse de que esto era debido a que no tenía que atender a nada en particular, a la reacción sufrida después de la aventura de Ferse y a la constante nerviosidad en que él la sumiera, pero estas excusas no la convencían. Si no creían a Hubert y concedían la extradición, ¿qué oportunidades tendría allá abajo?
Pasaba mucho tiempo mirando a escondidas el mapa de Bolivia, como si su conformación geográfica pudiera darle una idea de la psicología de sus habitantes. Jamás amó tan apasionadamente a Condaford como durante estos días de angustia. La casa estaba vinculada al primogénito y si a Hubert lo enviaban allá abajo, o hubiera muerto en la cárcel o sido asesinado por uno de los muleros, y si Jean no tenía hijos varones: pasaría al hijo mayor de Hilary, un primo al que ella apenas conocía porque estaba en un colegio. Quedaba en la familia, eso sí, pero podía considerarse perdida. Del destino de Hubert dependía el destino de su amada casa. Y, a pesar de que la extrañaba poder pensar en sí misma cuando todo tenía para Hubert un significado mucho más terrible, no podía desechar totalmente este pensamiento.
Una mañana le rogó a Clara que la llevase en coche a Lippinghall. No le gustaba guiar, y no sin razón, porque, con su modo peculiar de observar el lado humorístico de lo que veía al pasar, más de una vez había corrido el riesgo de ocasionar desgracias. Llegaron a la hora del almuerzo. Lady Mont estaba a punto de sentarse a la mesa y las acogió con las siguientes palabras
– ¡Queridas mías, qué lástima que hayáis llegado en estos momentos! Vuestro tío está fuera. Claro que todo podrá arreglarse si os sentís capaces de comer zanahorias. ¡Son tan depurativas! Blox, vea si Agustina ha guisado algún volátil. y dígale que haga esos ricos buñuelos con mermelada que yo no puedo comer.
– ¡Oh, no, tía Em! Por favor, que no hagan nada que tú no puedas comer.
– De momento no puedo comer nada. Vuestro tío está engordando, de modo que yo estoy a régimen para adelgazar. Además, Blox, que prepare unos souflés de queso, vino y café.
– ¡Pero eso es terrible, tía Em!
– Y uvas, Blox. Y los cigarrillos que están en el cuarto del señorito Michael. Vuestro tío no los fuma y yo los fumo más fuertes. Y, Blox…
– ¿Sí, milady? – Cócteles, Blox.
– Tía Em, _jamás bebemos cócteles.
– Eso no es verdad; yo os los he visto hacer, Clara, estás delgada; ¿también haces tú la cura para adelgazar?
– No. He estado en Escocia, tía Em.
– Siguiendo a los fusiles y marchando de pesca. Ahora id a dar una vuelta por la casa. Os esperaré.
Mientras daban una vuelta por la casa, Clara le preguntó a Dinny
– ¿Por qué será que tía Em habla de ese modo deshilvanado y estrafalario?
– Papá me dijo una vez que estuvo en un colegio donde intentaban introducir un nuevo modo de hablar. Era gente moderna, ¿sabes? Pero, ¿no la encuentras deliciosa?
Clara asintió mientras se retocaba los labios con su barrita de carmín.
Al volver a entrar en el comedor oyeron que lady Mont decía
– Los pantalones de James, Blox.
– Sí, milady.
– Parece como si quisieran caerse. ¿No se les puede hacer algo?
Vio a sus sobrinas y exclamó
– ¡Ya estáis aquí! Vuestra tía Wilmet ha ido a pasar una temporada en casa de Hen, Dinny. Diferirán sobre el lugar. Tenéis un poco de caza fría para cada una. Dinny, ¿qué has estado haciendo con Alan? Tiene un aspecto muy interesante y mañana termina su permiso.
– No he hecho nada con él, tía Em.
– Entonces es por eso. No, déme mis zanahorias, Blox. ¿No vas a casarte con él? Sé que tiene una herencia pendiente de la Cancillería. No sé si es en Wiltshire. El hecho es que viene aquí a esconder su rostro en mi regazo, por amor tuyo. Bajo la mirada de Clara, Dinny permanecía inmóvil con el tenedor en el aire.
– Si no tienes cuidado le trasladarán a China y se casará con la hija de un comerciante de víveres. Dicen que Hong Kong está atestado de ellas. ¡Oh! Y mis portulacas se han muerto, Dinny. Boswell y Johnson cometieron la torpeza de regarlas con abono líquido. No tienen el sentido del olfato. ¿Sabes qué hicieron una vez?
– No, tía Em.
– Contagiaron la fiebre del heno a mi conejo de raza. Estornudaban encima de la jaula y el pobrecillo se murió. Les he dicho que se marchen, pero no se han ido. Tu tío los mima demasiado. ¿Has de tomar estado, Clara?
– ¿Tomar estado?
– Me parece una expresión muy hermosa. Los diarios ignorantes la usan. Así, ¿has de tomar estado, Clara?
– Desde luego que no.
– ¿Por qué? ¿No tienes tiempo? Realmente no me gustan las zanahorias… ¡son tan deprimentes! Pero vuestro tío ha llegado a un período de la vida que me obliga a andar con cuidado. Yo no sé por qué los hombres tienen estos períodos. A decir verdad, ya tendría que haberlo pasado.
– Ya lo ha pasado, tía Em. Tío Lawrence tiene sesenta años, ¿no lo sabías?
– Pero todavía no ha dado señal alguna. ¡Blox! – ¿Milady?
– ¡Váyase! – Si, milady.
– Hay algunas cosas – dijo lady Mont, cuando la puerta se hubo cerrado – que no se pueden decir en presencia de Blox. El control de la natalidad, vuestro tío y otras cosas así. ¡Pobre Pussy!
Se levantó y, dirigiéndose a la ventana, dejó caer un gato en medio de un cuadrado de flores.
– Blox tiene con ella una paciencia verdaderamente angelical – cuchicheó Dinny.
– Se desvían a los cuarenta y cinco años – prosiguió lady Mont, volviendo a sentarse -, se desvían a los sesenta y cinco, y no sé cuántas veces después de esta edad. Yo jamás me he desviado. Pero pienso hacerlo pronto, con el Rector.