El oto?o del patriarca
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Gabriel Garc?a M?rquez ha declarado una y otra vez que El oto?o del patriarca es la novela en la que m?s trabajo y esfuerzo invirti?. En efecto, Garc?a M?rquez ha construido una maquinaria narrativa perfecta que desgrana una historia universal -la agon?a y muerte de un dictador- en forma c?clica, experimental y real al mismo tiempo, en seis bloques narrativos sin di?logos, sin puntos y aparte, repitiendo una an?cdota siempre igual y siempre distinta, acumulando hechos y descripciones deslumbrantes.
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Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había desconocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte, más temible muerto que vivo con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos, con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte, tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real, aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente mientras en el salón contiguo del consejo de gobierno discutíamos palabra por palabra el boletín final con la noticia que nadie se atrevía a creer cuando nos despertó el ruido de los camiones cargados de tropa con armamentos de guerra cuyas patrullas sigilosas ocuparon los edificios públicos desde la madrugada, se tendieron en el suelo en posición de tiro bajo las arcadas de la calle del comercio, se escondieron en los zaguanes, los vi instalando ametralladoras de trípode en las azoteas del barrio de los virreyes cuando abrí el balcón de mi casa al amanecer buscando dónde poner el mazo de claveles empapados que acababa de cortar en el patio, vi debajo del balcón una patrulla de soldados al mando de un teniente que iba de puerta en puerta ordenando cerrar las pocas tiendas que empezaban a abrirse en la calle del comercio, hoy es feriado nacional, gritaba, orden superior, les tiré un clavel desde el balcón y pregunté qué pasaba que había tantos soldados y tanto ruido de armas por todas partes y el oficial atrapó el clavel en el aire y me contestó que fíjate niña que nosotros tampoco sabemos, debe ser que resucitó el muerto, dijo, muerto de risa, pues nadie se atrevía a pensar que hubiera ocurrido una cosa de tanto estruendo, sino al contrario, pensábamos que después de muchos años de negligencia él había vuelto a coger las riendas de su autoridad y estaba más vivo que nunca arrastrando otra vez sus grandes patas de monarca ilusorio en la casa del poder cuyos globos de luz habían vuelto a encenderse, pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas donde el ciego sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con botas de militares y recitaba los versos del feliz caballero que llegaba de lejos vencedor de la muerte, los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las vacas que se trepaban a comerse las guinaldas de balsaminas del quiosco de la música por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer, se quedaron a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de camelias silvestres y los micos colgados de las liras de los escombros del Teatro Nacional, entraban muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de los zaguanes del barrio de los virreyes y sumergían los hocicos abrasados en el estanque del patio interior sin que nadie se atreviera a molestarlas porque conocíamos la marca congénita del hierro presidencial que las hembras llevaban en las ancas y los machos en el cuello, eran intocables, los propios soldados les cedían el paso en los vericuetos de la calle del comercio que había perdido su fragor antiguo de zoco infernal, sólo quedaba un pudridero de costillares rotos y arboladuras desbaratadas en los charcos de miasmas ardientes donde estuvo el mercado público cuando todavía teníamos el mar y las goletas encallaban entre las mesas de legumbres, quedaban los locales vacíos de los que fueron en sus tiempos de gloria los bazares de los hindúes, pues los hindúes se habían ido, ni las gracias dieron mi general, y él gritó qué carajo, aturdido por sus últimos berrinches seniles, que se larguen a limpiar mierda de ingleses, gritó, se fueron todos, surgieron en su lugar los vendedores callejeros de amuletos de indios y antídotos de culebras, los frenéticos ventorrillos de discos con camas de alquiler en la trastienda que los soldados desbarataron a culatazos mientras los hierros de la catedral anunciaban el duelo, todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido hasta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rumor reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él, qué sería de nuestras vidas después de él, no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz a los doce años como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tardes de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad, nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos, la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes, todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo, temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún otro hombre en toda mi vida de exilio, me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con una ternura de hombre que nunca volví a encontrar, me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por el borde de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor, no volvió a necesitar los caramelos del embajador Baldrich para que yo me metiera por las claraboyas del establo a vivir las horas felices de mi pubertad con aquel hombre de corazón sano y triste que me esperaba sentado en el heno con una bolsa de cosas de comer, enjugaba con pan mis primeras salsas de adolescente, me metía las cosas por allá antes de comérselas, me las daba a comer, me metía los cabos de espárragos para comérselos marinados con la salmuera de mis humores íntimos, sabrosa, me decía, sabes a puerto, soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de tus axilas, soñaba, con tu orín tibio, me destazaba de pies a cabeza, me sazonaba con sal de piedra, pimienta picante y hojas de laurel y me dejaba hervir a fuego lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir, me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él, me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor mientras nos quitábamos de encima los hocicos de las vacas que trataban de lamernos, me decía que ni él mismo sabia quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, como hablando solo, flotando en el zumbido continuo de un silencio interior que sólo era posible romper a gritos, nadie era más servicial ni más sabio que él, nadie era más hombre, se había convertido en la única razón de mi vida a los catorce años cuando dos militares del más alto rango aparecieron en casa de mis padres con una maleta atiborrada de doblones de oro puro y me metieron a medianoche en un buque extranjero con toda la familia y con la orden de no regresar al territorio nacional durante años y años hasta que estalló en el mundo la noticia de que él había muerto sin haber sabido que yo me pasé el resto de la vida muriéndome por él, me acostaba con desconocidos de la calle para ver si encontraba uno mejor que él, regresé envejecida y amargada con esta recua de hijos que había parido de padres diferentes con la ilusión de que eran suyos, y en cambio él la había olvidado al segundo día en que no la vio entrar por la claraboya de los establos de ordeño, la sustituía por una distinta todas las tardes porque ya para entonces no distinguía muy bien quién era quién en el tropel de colegialas de uniformes iguales que le sacaban la lengua y le gritaban viejo guanábano cuando trataba de cautivarlas con los caramelos del embajador Rumpelmayer, las llamaba sin discriminar, sin preguntarse nunca si la de hoy había sido la misma de ayer, las recibía a todas por igual, pensaba en todas como si fueran una sola mientras escuchaba medio dormido en la hamaca las razones siempre iguales del embajador Streimberg que le había regalado una trompeta acústica igual a la del perro de la voz del amo con un dispositivo eléctrico de amplificación para que él pudiera oír una vez más la pretensión insistente de llevarse nuestras aguas territoriales a buena cuenta de los servicios de la deuda externa y él repetía lo mismo de siempre que ni de vainas mi querido Stevenson, todo menos el mar, desconectaba el audífono eléctrico para no seguir oyendo aquel vozarrón de criatura metálica que parecía voltear el disco para explicarle otra vez lo que tanto me habían explicado mis propios expertos sin recovecos de diccionario que estamos en los puros cueros mi general, habíamos agotado nuestros últimos recursos, desangrados por la necesidad secular de aceptar empréstitos para pagar los servicios de la deuda externa desde las guerras de independencia y luego otros empréstitos para pagar los intereses de los servicios atrasados, siempre a cambio de algo mi general, primero el monopolio de la quina y el tabaco para los ingleses, después el monopolio del caucho y el cacao para los holandeses, después la concesión del ferrocarril de los páramos y la navegación fluvial para los alemanes, y todo para los gringos por los acuerdos secretos que él no conoció sino después del derrumbamiento de estrépito y la muerte pública de José Ignacio Sáenz de la Barra a quien Dios tenga cocinándose a fuego vivo en las pailas de sus profundos infiernos, no nos quedaba nada, general, pero él había oído decir lo mismo a todos sus ministros de hacienda desde los tiempos difíciles en que declaró la moratoria de los compromisos contraidos con los banqueros de Hamburgo, la escuadra alemana había bloqueado el puerto, un acorazado inglés disparó un cañonazo de advertencia que abrió un boquete en la torre de la catedral, pero él gritó que me cago en el rey de Londres, primero muertos que vendidos, gritó, muera el Kaiser, salvado en el instante final por los buenos oficios de su cómplice de dominó el embajador Charles W. Traxler cuyo gobierno se constituyó en garante de los compromisos europeos a cambio de un derecho de explotación vitalicia de nuestro subsuelo, y desde entonces estamos como estamos debiendo hasta los calzoncillos que llevamos puestos mi general, pero él acompañaba hasta las escaleras al eterno embajador de las cinco y lo despedía con una palmadita en el hombro, ni de vainas mi querido Baxter, primero muerto que sin mar, agobiado por la desolación de aquella casa de cementerio donde se podía caminar sin tropiezos como si fuera por debajo del agua desde los tiempos malvados de aquel José Ignacio Sáenz de la Barra de mi error que había cortado todas las cabezas del género humano menos las que debía cortar de los autores del atentado de Leticia Nazareno y el niño, los pájaros se resistían a cantar en las jaulas por muchas gotas de cantorina que él les echara en el pico, las niñas de la escuela contigua no habían vuelto a cantar la canción del recreo de la pajarita pinta paradita en el verde limón, la vida se le iba en la espera impaciente de las horas de estar contigo en los establos, mi niña, con tus teticas de corozo y tu cosita de almeja, comía solo bajo el cobertizo de trinitarias, flotaba en la reverberación del calor de las dos picoteando el sueño de la siesta para no perder el hilo de la película de la televisión en que todo ocurría por orden suya al revés de la vida, pues el benemérito que todo lo sabía no supo nunca que desde los tiempos de José Ignacio Sáenz de la Barra le habíamos instalado primero un transmisor individual para las novelas habladas de la radiola y después un circuito cerrado de televisión para que sólo él viera las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían sino los villanos, prevalecía el amor contra la muerte, la vida era un soplo, lo hacíamos feliz con el engaño como lo fue tantas tardes de su vejez con las niñas de uniforme que lo habrían complacido hasta la muerte si él no hubiera tenido la mala fortuna de preguntarle a una de ellas qué te enseñan en la escuela y yo le contesté la verdad que no me enseñan nada señor, yo lo que soy es puta del puerto, y él se lo hizo repetir por si no había entendido bien lo que leyó en mis labios y yo le repetí con todas las letras que no soy estudiante señor, soy puta del puerto, los servicios de sanidad la habían bañado con creolina y estropajo, le dijeron que se pusiera este uniforme de marinero y estas medias de niña bien y que pasara por esta calle todas las tardes a las cinco, no sólo yo sino todas las putas de mi edad reclutadas y bañadas por la policía sanitaria, todas con el mismo uniforme y los mismos zapatos de hombre y estas trenzas de crines de caballo que fíjese usted que se quita y se pone con un prendedor de peineta, nos dijeron que no se asusten que es un pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar sino que les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha, en fin, todo lo que usted me hace cuando vengo, que nosotras no teníamos sino que cerrar los ojos de gusto y decir mi amor mi amor que es lo que a usted le gusta, eso nos dijeron y hasta nos hicieron ensayar y repetir todo desde el principio antes de pagarnos, pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la consiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo por los cuatro tísicos pesos que nos quedan después de descontarnos el impuesto de sanidad y la comisión del sargento, qué carajo, no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba, dijo, envuelta en el áurea lúgubre del anciano insondable que escuchó la revelación sin pestañear pensando madre mía Bendición Alvarado por qué me mandas este castigo, pero no hizo un gesto que denunciara su desolación sino que se empeñó en toda clase de averiguaciones sigilosas hasta descubrir que en efecto el colegio de niñas contiguo a la casa civil lo habían clausurado desde hace muchos años mi general, el propio ministro de educación había provisto los fondos de acuerdo con el arzobispo primado y la asociación de padres de familia para construir el nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de grandes ínfulas quedaron a salvo de las asechanzas del seductor crepuscular cuyo cuerpo de sábalo varado bocarriba en la mesa de banquetes empezaba a perfilarse contra las malvas lívidas del horizonte de cráteres de luna de nuestra primera aurora sin él, estaba al abrigo de todo entre los agapantos nevados, libre por fin de su poder absoluto al cabo de tantos años de cautiverio recíproco que resultaba imposible distinguir quién era víctima de quién en aquel cementerio de presidentes vivos que habían pintado de blanco de tumba por dentro y por fuera sin consultarlo conmigo sino que le ordenaban sin reconocerlo que no pase aquí señor que nos ensucia la cal, y él no pasaba, quédese en el piso de arriba señor que le puede caer un andamio encima, y él se quedaba, aturdido por el estrépito de los carpinteros y la rabia de los albañiles que le gritaban que se aparte de aquí viejo pendejo que se va a cagar en la mezcla, y él se apartaba, más obediente que un soldado en los duros meses de una restauración inconsulta que abrió ventanas nuevas a los vientos del mar, más solo que nunca bajo la vigilancia feroz de una escolta cuya misión no parecía ser la de protegerlo sino de vigilarlo, se comían la mitad de su comida para impedir que lo envenenaran, le cambiaban los escondites de la miel de abejas, le calzaban la espuela de oro como a los gallos de pelea para que no le campaneara al caminar, qué carajo, toda una sarta de astucias de vaqueros que habrían hecho morir de risa a mi compadre Saturno Santos, vivía a merced de once atarvanes de saco y corbata que se pasaban el día haciendo maromas japonesas, movían un aparato de focos verdes y colorados que se encienden y se apagan cuando alguien tiene un arma en un círculo de cincuenta metros, y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles iguales que cambiaban de lugar adelantándose unos a otros en el camino de modo que ni yo mismo sé en cuál es el que voy, qué carajo, un gasto inútil de pólvora en gallinazos porque él había apartado los visillos para ver las calles al cabo de tantos años de encierro y vio que nadie se inmutaba con el paso sigiloso de las limusinas fúnebres de la caravana presidencial, vio los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que se alzaban más altos que las torres de la catedral y habían tapado los promontorios de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, vio una patrulla de soldados que borraban un letrero reciente escrito a brocha gorda en un muro y preguntó qué decía y le contestaron que gloria eterna al artífice de la patria nueva aunque él sabía que era mentira, por supuesto, si no no lo estuvieran borrando, qué carajo, vio una avenida de cocoteros tan ancha como seis con camellones de macizos de flores hasta el mar donde estuvieron los barrizales, vio un suburbio de quintas repetidas con pórticos romanos y hoteles con jardines amazónicos donde estuvo el muladar del mercado público, vio los automóviles atortugados en las serpentinas de laberintos de las autopistas urbanas, vio la muchedumbre embrutecida por la canícula del mediodía en la acera del sol mientras en la acera opuesta no había nadie más que los recaudadores sin oficio del impuesto al derecho de caminar por la sombra, pero nadie se estremeció aquella vez con el presagio del poder oculto en el féretro refrigerado de la limusina presidencial, nadie reconoció los ojos de desencanto, los labios ansiosos, la mano desvalida que iba diciendo adioses sin destino a través de la gritería de los pregones de periódicos y amuletos, los carritos de helados, los lábaros de la lotería de tres cifras, el fragor cotidiano del mundo de la calle ajeno a la tragedia intima del militar solitario que suspiraba de nostalgia pensando madre mía Bendición Alvarado qué fue de mi ciudad, dónde está el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corbinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones, dónde están los hindúes que se cagaban en la puerta de sus tenderetes, dónde están sus esposas lívidas que enternecían a la muerte con canciones de lástima, dónde está la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, dónde están las cantinas de los mercenarios, sus arroyos de orín fermentado, el aire cotidiano de los pelícanos a la vuelta de la esquina, y de pronto, ay, el puerto, dónde está si aquí estaba, qué fue de las goletas de los contrabandistas, la chatarra de desembarco de los infantes, mi olor a mierda, madre, qué pasaba en el mundo que nadie conocía la mano fugitiva de amante en el olvido que iba dejando un reguero de adioses inútiles desde la ventanilla de cristales virados de un tren inaugural que atravesó silbando los sembrados de hierbas de olor de los que fueron antes los pantanos de estridentes pájaros de malaria de los arrozales, pasó espantando muchedumbres de vacas marcadas con el hierro presidencial a través de llanuras inverosímiles de pastos azules, y en el interior capitonado de terciopelo eclesiástico del vagón de responsos de mi destino irrevocable él iba preguntándose dónde estaba mi viejo trencito de cuatro patas, carajo, mis ramazones de anacondas y balsaminas venenosas, mi alboroto de micos, mis aves del paraíso, la patria entera con su dragón, madre, dónde están si aquí estaban las estaciones de indias taciturnas con sombreros ingleses que vendían animales de almíbar por las ventanas, vendían papas nevadas, madre, vendían gallinas sancochadas en manteca amarilla bajo los arcos de letreros de flores de gloria eterna al benemérito que nadie sabe dónde está, pero siempre que él protestaba que aquella vida de prófugo era peor que estar muerto le contestaban que no mi general, era la paz dentro del orden, le decían, y él terminaba por aceptar, de acuerdo, una vez más deslumbrado por la fascinación personal de José Ignacio Sáenz de la Barra de mi desmadre a quien tantas veces había degradado y escupido en la rabia de los insomnios pero volvía a sucumbir ante sus encantos no bien entraba en la oficina con la luz del sol cabestreando ese perro con mirada de gente humana que no abandona ni siquiera para orinar y además tiene nombre de gente, Lord Kóchel, y otra vez aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo sublevaba contra sí mismo, no se preocupe Nacho, admitía, cumpla con su deber, de modo que José Ignacio Sáenz de la Barra volvía una vez más con sus poderes intactos a la fábrica de suplicios que había instalado a menos de quinientos metros de la casa presidencial en el inocente edificio de mampostería colonial donde había estado el manicomio de los holandeses, una casa tan grande como la suya, mi general, escondida en un bosque de almendros y rodeada por un prado de violetas silvestres, cuya primera planta estaba destinada a los servicios de identificación y registro del estado civil y en el resto estaban instaladas las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras que podía concebir la imaginación, tanto que él no había querido conocerlas sino que le advirtió a Sáenz de la Barra que usted siga cumpliendo con su deber como mejor convenga a los intereses de la patria con la única condición de que yo no sé nada ni he visto nada ni he estado nunca en ese lugar, y Sáenz de la Barra empeñó su palabra de honor para servir a usted, general, y había cumplido, igual que cumplió su orden de no volver a martirizar a los niños menores de cinco años con polos eléctricos en los testículos para forzar la confesión de sus padres porque él temía que aquella infamia pudiera repetirle los insomnios de tantas noches iguales de los tiempos de la lotería, aunque le era imposible olvidarse de ese taller de horror a tan escasa distancia de su dormitorio porque en las noches de lunas quietas lo despertaban las músicas de trenes fugitivos de las albas de truenos de Bruckner que hacían estragos de diluvios y dejaban una desolación de piltrafas de túnicas de novias muertas en las ramazones de los almendros de la antigua mansión de lunáticos holandeses para que no se oyeran desde la calle los alaridos de pavor y dolor de los moribundos, y todo eso sin cobrar un céntimo mi general, pues José Ignacio Sáenz de la Barra disponía de su sueldo para comprar las ropas de príncipe, las camisas de seda natural con el monograma en el pecho, los zapatos de cabritilla, las cajas de gardenias para la solapa, las lociones de Francia con los blasones de la familia impresos en la etiqueta original, pero no tenía mujer conocida ni se dice que sea marica ni tiene un solo amigo ni una casa propia para vivir, nada mi general, una vida de santo, esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo pero nunca de noche ni nunca más de tres horas cada vez, sin guardia en la puerta, sin un arma a su alcance, bajo la protección anhelante de Lord Kóchel que no cabía dentro del pellejo por la ansiedad que le causaba el no comer sino lo único que dicen que come, es decir, las tripas calientes de los decapitados, haciendo ese ruido de borboriteo de marmita para despertarlo apenas su mirada de persona humana sentía a través de las paredes que alguien se acercaba a la oficina, quien quiera que sea, mi general, ese hombre no se confia ni del espejo, tomaba sus decisiones sin consultarlas con nadie después de escuchar los informes de sus agentes, nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo, que en eso se gastaba la plata, mi general, pues no era cierto que los torturadores tuvieran sueldo de ministros como decían, al contrario, se ofrecían gratis para demostrar que eran capaces de descuartizar a su madre y echarles los pedazos a los puercos sin que se les notara en la voz, en lugar de cartas de recomendación y certificados de buena conducta ofrecían testimonios de antecedentes atroces para que les dieran el empleo a las órdenes de los torturadores franceses que son racionalistas mi general, y por consiguiente son metódicos en la crueldad y refractarios a la compasión, eran ellos quienes hacían posible el progreso dentro del orden, eran ellos quienes se anticipaban a las conspiraciones mucho antes de que empezaran a incubar en el pensamiento, los clientes distraídos que tomaban el fresco bajo los abanicos de aspas de las heladerías, los que leían el periódico en las fondas de los chinos, los que se dormían en los cines, los que cedían el puesto a las señoras encinta en los autobuses, los que habían aprendido a ser electricistas y plomeros después de haber pasado media vida de atracadores nocturnos y bandoleros de veredas, los novios casuales de las sirvientas, las putas de los trasatlánticos y los bares internacionales, los promotores de excursiones turísticas a los paraísos del Caribe en las agencias de viajes de Miami, el secretario privado del ministro de asuntos exteriores de Bélgica, la cuidanta vitalicia del corredor tenebroso del cuarto piso del Hotel Internacional de Moscú, y tantos otros que nadie sabe hasta en el último rincón de la tierra, pero usted puede dormir tranquilo mi general pues los buenos patriotas de la patria dicen que usted no sabe nada, que todo esto sucede sin su consentimiento, que si mi general lo supiera habría mandado a Sáenz de la Barra a empujar margaritas en el cementerio de renegados de la fortaleza del puerto, que cada vez que se enteraban de un nuevo acto de barbarie suspiraban para adentro si el general lo supiera, si pudiéramos hacérselo saber, si hubiera una manera de verlo, y él le ordenó a quien se lo había contado que no olvidara nunca que de verdad yo no sé nada, ni he visto nada, ni he hablado de estas cosas con nadie, y así recobraba el sosiego, pero seguían llegando tantos talegos de cabezas cortadas que no le parecía concebible que José Ignacio Sáenz de la Barra se embarrara de sangre hasta la tonsura sin ningún beneficio porque la gente es pendeja pero no tanto, ni le parecía razonable que pasaron años enteros sin que los comandantes de las tres armas protestaran por su condición subalterna, ni pedían aumento de sueldo, nada, de modo que él había echado sondas por separado para tratar de establecer las causas de la conformidad militar, quería averiguar por qué no trataban de rebelarse, por qué aceptaban la potestad de un civil, y les había preguntado a los más codiciosos si no pensaban que ya era tiempo de cortarle la cresta al advenedizo sanguinario que estaba salpicando los méritos de las fuerzas armadas, pero le habían contestado que por supuesto que no mi general, no es para tanto, y desde entonces ya no sé quién es quién, ni quién está con quién ni contra quién en este armatoste del progreso dentro del orden que empieza a olerme a mortecina encerrada como aquella que ni quiero acordarme de aquellos pobres niños de la lotería, pero José Ignacio Sáenz de la Barra le aplacaba los ímpetus con su dulce dominio de domador de perros cimarrones, duerma tranquilo general, le decía, el mundo es suyo, le hacia creer que todo era tan simple y tan claro que lo volvía a dejar en las tinieblas de aquella casa de nadie que recorría de un extremo al otro preguntándose a grandes voces quién carajo soy yo que me siento como si me hubieran volteado al revés la luz de los espejos, dónde carajo estoy que van a ser las once de la mañana y no hay una gallina ni por casualidad en este desierto, acuérdense cómo era antes, clamaba, acuérdense del despelote de los leprosos y los paralíticos que se peleaban la comida con los perros, acuérdense de aquel resbaladero de mierda de animales en las escaleras y aquel despiporre de patriotas que no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que me ponga la mano aquí a ver si se me aquietan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia, y yo les daba lo que me pedían y les compraba todo lo que me vendieran no porque fuera débil de corazón según decía su madre Bendición Alvarado sino porque se necesitaba tener un hígado de hierro para mezquinarle un favor a quien le cantaba sus méritos, y en cambio ahora no había nadie que le pidiera nada, nadie que le dijera al menos buenos días mi general, cómo pasó la noche, no tenía siquiera el consuelo de aquellas explosiones nocturnas que lo despertaban con una granizada de vidrio de ventanas y desnivelaban los quicios y sembraban el pánico en la tropa pero le servían por lo menos para sentir que estaba vivo y no en este silencio que me zumba dentro de la cabeza y me despierta con su estrépito, ya no soy más que un monicongo pintado en la pared de esta casa de espantos donde le era imposible impartir una orden que no estuviera cumplida desde antes, encontraba satisfechos sus deseos más íntimos en el periódico oficial que seguía leyendo en la hamaca a la hora dé la siesta desde la primera página hasta la última inclusive los anuncios de propaganda, no había un impulso de su aliento ni un designio de su voluntad que no apareciera impreso en letras grandes con la fotografía del puente que él no mandó a construir por olvido, la fundación de la escuela para enseñar a barrer, la vaca de leche y el árbol de pan con un retrato suyo de otras cintas inaugurales de los tiempos de gloria, y sin embargo no encontraba el sosiego, arrastraba sus grandes patas de elefante senil buscando algo que no se le había perdido en su casa de soledad, encontraba que alguien antes que él había tapado las jaulas con trapos de luto, alguien había contemplado el mar desde las ventanas y había contado las vacas antes que él, todo estaba completo y en orden, regresaba al dormitorio con el candil cuando reconoció su propia voz ampliada en el retén de la guardia presidencial y se asomó por la ventana entreabierta y vio un grupo de oficiales adormilados en el cuarto lleno de humo frente al resplandor triste de la pantalla de televisión, y en la pantalla estaba él, más delgado y tenso, pero era yo, madre, sentado en la oficina donde había de morir con el escudo de la patria en el fondo y los tres pares de espejuelos de oro en la mesa, y estaba diciendo de memoria un análisis de las cuentas de la nación con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir, carajo, era una visión más inquietante que la de su propio cuerpo muerto entre las flores porque ahora estaba viéndose vivo y oyéndose hablar con su propia voz, yo mismo, madre, yo que nunca había podido soportar la vergüenza de asomarse a un balcón ni había logrado vencer el pudor de hablar en público, y ahí estaba, tan verídico y mortal que permaneció perplejo en la ventana pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible este misterio, pero José Ignacio Sáenz de la Barra se mantuvo impasible ante una de las pocas explosiones de cólera que él se permitió en los años sin cuento de su régimen, no es para tanto general, le dijo con su énfasis más dulce, tuvimos que acudir a este recurso ¡licito para preservar del naufragio a la nave del progreso dentro del orden, fue una inspiración divina, general, gracias a ella habíamos logrado conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso que el último miércoles de cada mes rendía un informe sedante de su gestión de gobierno a través de la radio y la televisión del estado, yo asumo la responsabilidad, general, yo puse aquí este florero con seis micrófonos en forma de girasoles que registraban su pensamiento de viva voz, era yo quien hacía las preguntas que él contestaba en la audiencia de los viernes sin sospechar que sus respuestas inocentes eran los fragmentos del discurso mensual dirigido a la nación, pues nunca había utilizado una imagen que no fuera suya ni una palabra que él no hubiera dicho como usted mismo podrá comprobarlo con estos discos que Sáenz de la Barra le puso sobre el escritorio junto con estas películas y esta carta de mi puño y letra que firmo en presencia suya general para que usted disponga de mi suerte como a bien tenga, y él lo miró desconcertado porque de pronto cayó en la cuenta de que Sáenz de la Barra estaba por primera vez sin el perro, inerme, pálido, y entonces suspiró, está bien, Nacho, cumpla con su deber, dijo, con un aire de infinita fatiga, echado hacia atrás en la poltrona de resortes y la mirada fija en los ojos delatores de los retratos de los próceres, más viejo que nunca, más lúgubre y triste, pero con la misma expresión de designios imprevisibles que Sáenz de la Barra había de reconocer dos semanas más tarde cuando volvió a entrar en la oficina sin audiencia previa casi arrastrando el perro por la trailla y con la novedad urgente de una insurrección armada que sólo una intervención suya podía impedir, general, y él descubrió por fin la grieta imperceptible que había estado buscando durante tantos años en el muro de obsidiana de la fascinación, madre mía Bendición Alvarado de mi desquite, se dijo, este pobre cabrón se está cagando de miedo, pero no hizo un solo gesto que permitiera vislumbrar sus intenciones sino que envolvió a Sáenz de la Barra en un aura maternal, no se preocupe Nacho, suspiró, nos queda mucho tiempo para pensar sin que nadie nos estorbe dónde carajo estaba la verdad en aquel tremedal de verdades contradictorias que parecían menos ciertas que si fueran mentira, mientras Sáenz de la Barra comprobaba en el reloj de leontina que iban a ser las siete de la noche, general, los comandantes de las tres armas estaban terminando de comer en sus casas respectivas, con la mujer y los niños, para que ni siquiera ellos pudieran sospechar sus propósitos, saldrán vestidos de civil sin escolta por la puerta del servicio donde los espera un automóvil público solicitado por teléfono para burlar la vigilancia de nuestros hombres, no verán ninguno, por supuesto, aunque ahí están, general, son los choferes, pero él dijo ajá, sonrió, no se preocupe tanto, Nacho, explíqueme más bien cómo hemos vivido hasta ahora con el pellejo puesto si según sus cuentas de cabezas cortadas hemos tenido más enemigos que soldados, pero Sáenz de la Barra estaba sostenido apenas por el latido minúsculo de su reloj de leontina, faltaban menos de tres horas, general, el comandante de las fuerzas de tierra se dirigía en aquel momento hacia el cuartel del Conde, el comandante de las fuerzas navales hacia la fortaleza del puerto, el comandante de las fuerzas del aire hacia la base de San Jerónimo, todavía era posible arrestarlos porque una camioneta de la seguridad del estado cargada de legumbres los perseguía a corta distancia, pero él no se inmutaba, sentía que la ansiedad creciente de Sáenz de la Barra lo liberaba del castigo de una servidumbre que había sido más implacable que su apetito de poder, esté tranquilo, Nacho, decía, explíqueme más bien por qué no ha comprado una mansión tan grande como un buque de vapor, por qué trabaja como un mulo si no le importa la plata, por qué vive como un recluta si a las mujeres más estrechas se les aflojan las costuras por meterse en su dormitorio, usted parece más cura que los curas, Nacho, pero Sáenz de la Barra se sofocaba empapado por un sudor de hielo que no lograba disimular con su dignidad incólume en el horno crematorio de la oficina, eran las once, ya es demasiado tarde, dijo, una señal en clave empezaba a circular a esa hora por los alambres del telégrafo hacia las distintas guarniciones del país, los comandantes rebeldes se estaban colgando las condecoraciones en el uniforme de parada para el retrato oficial de la nueva junta de gobierno mientras sus ayudantes transmitían las últimas órdenes de una guerra sin enemigos cuyas únicas batallas se reducían a controlar las centrales de comunicación y los servicios públicos, pero él ni siquiera parpadeó ante el palpito anhelante de Lord Kóchel que se había incorporado con un hilo de baba que parecía una lágrima interminable, no se asuste, Nacho, explíqueme más bien por qué le tiene tanto miedo a la muerte, y José Ignacio Sáenz de la Barra se quitó de un tirón el cuello de celuloide desacartonado por el sudor y su rostro de barítono se quedó sin alma, es natural, replicó, el miedo a la muerte es el rescoldo de la felicidad, por eso usted no lo siente, general, y se puso de pie contando por puro hábito las campanas de la catedral, son las doce, dijo, ya no le queda nadie en el mundo, general, yo era el último, pero él no se movió en la poltrona mientras no percibió el trueno subterráneo de los tanques de guerra en la Plaza de Armas, y entonces sonrió, no se equivoque, Nacho, todavía me queda el pueblo, dijo, el pobre pueblo de siempre que antes del amanecer se echó a la calle instigado por el anciano imprevisto que a través de la radio y la televisión del estado se dirigió a todos los patriotas de la patria sin discriminaciones de ninguna índole y con la más viva emoción histórica para anunciar que los comandantes de las tres armas inspirados por los ideales inmutables del régimen, bajo mi dirección personal e interpretando como siempre la voluntad del pueblo soberano habían puesto término en esta medianoche gloriosa al aparato de terror de un civil sanguinario que había sido castigado por la justicia ciega de las muchedumbres, pues ahí estaba José Ignacio Sáenz de la Barra, macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general cuando nos ordenó bloquear las calles de las embajadas para impedirle e! derecho de asilo, el pueblo lo había cazado a piedras, mi general, pero antes tuvimos que acribillar al perro carnicero que se sorbió la tripamenta de cuatro civiles y nos dejó siete soldados mal heridos cuando el pueblo había asaltado sus oficinas de vivir y tiraron por las ventanas más de doscientos chalecos de brocado todavía con la etiqueta de fábrica, tiraron como tres mil pares de botines italianos sin estrenar, tres mil mi general, que en eso se gastaba la plata del gobierno, y no sé cuántas cajas de gardenias de solapa y todos los discos de Bruckner con sus respectivas partituras de dirección anotadas de su puño y letra, y además sacaron a los presos de los sótanos y les metieron fuego a las cámaras de tortura del antiguo manicomio de los holandeses a los gritos de viva el general, viva el macho que por fin se dio cuenta de la verdad, pues todos dicen que usted no sabia nada mi general, que lo tenían en el limbo abusando de su buen corazón, y todavía a esta hora andaban cazando como ratas a los torturadores de la seguridad del estado que dejamos sin protección de tropa de acuerdo con sus órdenes para que la gente se aliviara de tantas rabias atrasadas y tanto terror, y él aprobó, de acuerdo, conmovido por las campanas de júbilo y las músicas de libertad y las voces de gratitud de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de Dios guarde al magnífico que nos redimió de las tinieblas del terror, y en aquella réplica efímera de los tiempos de gloria él hizo reunir en el patio a los oficiales de escuela que habían ayudado a quitarse sus propias cadenas de galeote del poder y señalándonos con el dedo según los impulsos de su inspiración completó con nosotros el último mando supremo de su régimen decrépito en reemplazo de los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño que fueron capturados en ropas de dormir cuando trataban de encontrar asilo en las embajadas, pero él apenas si los reconoció, había olvidado los nombres, buscó en el corazón la carga de odio que había tratado de mantener viva hasta la muerte y sólo encontró las cenizas de un orgullo herido que ya no valía la pena entretener, que se larguen, ordenó, los metieron en el primer barco que zarpó para donde nadie volviera a acordarse de ellos, pobres cabrones, presidió el primer consejo del nuevo gobierno con la impresión nítida de que aquellos ejemplares selectos de una generación nueva de un siglo nuevo eran otra vez los ministros civiles de siempre de levitas polvorientas y entrañas débiles, sólo que éstos estaban más ávidos de honores que de poder, más asustadizos y serviles y más inútiles que todos los anteriores ante una deuda externa más costosa que cuanto se pudiera vender en su desguarnecido reino de pesadumbre, pues no había nada que hacer mi general, el último tren de los páramos se había desbarrancado por precipicios de orquídeas, los leopardos dormían en poltronas de terciopelo, las carcachas de los buques de rueda estaban varados en los pantanos de los arrozales, las noticias podridas en los sacos del correo, las parejas de manatíes engañadas con la ilusión de engendrar sirenas entre los lirios tenebrosos de los espejos de luna del camarote presidencial, y sólo él lo ignoraba, por supuesto, había creído en el progreso dentro del orden porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general, una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer, con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar, con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta, hasta que yo mismo pude comprobar con estos mis ojos incrédulos que detrás de los edificios de vidrios solares de los ministerios continuaban intactas las barracas de colores de los negros en las colinas del puerto, habían construido las avenidas de palmeras hasta el mar para que yo no viera que detrás de las quintas romanas de pórticos iguales continuaban los barrios miserables devastados por uno de nuestros tantos huracanes, habían sembrado hierbas de olor a ambos lados de la vía para que él viera desde el vagón presidencial que el mundo parecía magnificado por las aguas venales de pintar oropéndolas de su madre de mis entrañas Bendición Alvarado, y no lo engañaban para complacerlo como lo hizo en los últimos tiempos de sus tiempos de gloria el general Rodrigo de Aguilar, ni para evitarle contrariedades inútiles como lo hacía Leticia Nazareno más por compasión que por amor, sino para mantenerlo cautivo de su propio poder en el marasmo senil de la hamaca bajo la ceiba del patio donde al final de sus años no había de ser verdad ni siquiera el coro de escuela de la pajarita pinta paradita en el verde limón, qué vaina, y sin embargo no lo afectó la burla sino que trataba de reconciliarse con la realidad mediante la recuperación por decreto del monopolio de la quina y otras pócimas esenciales para la felicidad del estado, pero la realidad lo volvió a sorprender con la advertencia de que el mundo cambiaba y la vida seguía aún a espaldas de su poder, pues ya no hay quina, general, ya no hay cacao, no hay añil, general, no había nada, salvo su fortuna personal que era incontable y estéril y estaba amenazada por la ociosidad, y sin embargo no se alteró con tan infaustas nuevas sino que mandó un recado de desafío al viejo embajador Roxbury por si acaso encontraban alguna fórmula de alivio en la mesa de dominó, pero el embajador le contestó con su propio estilo que ni de vainas excelencia, este país no vale un rábano, a excepción del mar, por supuesto, que era diáfano y suculento y habría bastado con meterle candela por debajo para cocinar en su propio cráter la gran sopa de mariscos del universo, así que piénselo, excelencia, se lo aceptamos a buena cuenta de los servicios de esa deuda atrasada que no han de redimir ni cien generaciones de próceres tan diligentes como su excelencia, pero él ni siquiera lo tomó en serio esa primera vez, lo acompañó hasta las escaleras pensando madre mía Bendición Alvarado mira qué gringos tan bárbaros, cómo es posible que sólo piensen en el mar para comérselo, lo despidió con la palmadita habitual en el hombro y volvió a quedar solo consigo mismo tantaleando en las franjas de nieblas ilusorias de los páramos del poder, pues las muchedumbres habían abandonado la Plaza de Armas, se llevaron las pancartas de repetición y se guardaron las consignas de alquiler para otras fiestas iguales del futuro tan pronto como se les acabó el estímulo de las cosas de comer y beber que la tropa repartía en las pausas de las ovaciones, habían vuelto a dejar los salones desiertos y tristes a pesar de su orden de no cerrar los portones a ninguna hora para que entre quien quiera, como antes, cuando ésta no era una casa de difuntos sino un palacio de vecindad, y sin embargo los únicos que se quedaron fueron los leprosos, mi general, y los ciegos y los paralíticos que habían permanecido años y años frente a la casa como los viera Demetrio Aldous dorándose al sol en las puertas de Jerusalén, destruidos e invencibles, seguros de que más temprano que tarde volverían a entrar para recibir de sus manos la sal de la salud porque él había de sobrevivir a todos los embates de la adversidad y a las pasiones más inclementes y a los peores asechos del olvido, pues era eterno, y así fue, él los volvió a encontrar de regreso del ordeño hirviendo las latas de sobras de cocina en los fogones de ladrillo improvisados en el patio, los vio tendidos con los brazos en cruz en las esteras maceradas por el sudor de las úlceras a la sombra fragante de los rosales, les hizo construir una hornilla común, les compraba esteras nuevas y les mandó a edificar un cobertizo de palmas en el fondo del patio para que no tuvieran que guarecerse dentro de la casa, pero no pasaban cuatro días sin que encontrará una pareja de leprosos durmiendo en las alfombras árabes de la sala de fiestas o encontraba un ciego perdido en las oficinas o un paralítico fracturado en las escaleras, hacía cerrar las puertas para que no dejaran un rastro de llagas vivas en las paredes ni apestaran el aire de la casa con el tufo del ácido fénico con que los fumigaban los servicios de sanidad, aunque no bien los quitaban de un lado que aparecían por el otro, tenaces, indestructibles, aferrados a su vieja esperanza feroz cuando ya nadie esperaba nada de aquel anciano inválido que escondía recuerdos escritos en las grietas de las paredes y se orientaba con tanteos de sonámbulo a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de la memoria, pasaba horas insomnes en la hamaca preguntándose cómo carajo me voy a escabullir del nuevo embajador Fischer que me había propuesto denunciar la existencia de un flagelo de fiebre amarilla para justificar un desembarco de infantes de marina de acuerdo con el tratado de asistencia recíproca por tantos años cuantos fueran necesarios para infundir un aliento nuevo a la patria moribunda, y él replicó de inmediato que ni de vainas, fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial ante una grave amenaza de sublevación civil, había declarado el estado de peste por decreto, se plantó la bandera amarilla en el asta del faro, se cerró el puerto, se suprimieron los domingos, se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío, de modo que las tropas con brazales sanitarios ejecutaban en público a las gentes de la más diversa condición, señalaban con un círculo rojo en la puerta de las casas sospechosas de inconformidad con el régimen, marcaban con un hierro de vaca en la frente a los infractores simples, a los marimachos y a los floripondios mientras una misión sanitaria solicitada de urgencia a su gobierno por el embajador Mitchell se ocupaba de preservar del contagio a los habitantes de la casa presidencial, recogían del suelo la caca de los sietemesinos para analizarla con vidrios de aumento, echaban píldoras desinfectantes en las tinajas, les daban de comer gusarapos a los animales de sus laboratorios de ciencias, y él les decía muerto de risa a través del intérprete que no sean tan pendejos, místeres, aquí no hay más peste que ustedes, pero ellos insistían que sí, que tenían órdenes superiores de que hubiera, prepararon una miel de virtud preventiva, espesa y verde, con la cual barnizaban de cuerpo entero a los visitantes sin distinción de credenciales desde los más ordinarios hasta los más ilustres, los obligaban a mantener la distancia en las audiencias, ellos de pie en el umbral y él sentado en el fondo donde lo alcanzara la voz pero no el aliento, parlamentando a gritos con desnudos de alcurnia que accionaban con una mano, excelencia, y con la otra se tapaban la escuálida paloma pintorreteada, y todo aquello para preservar del contagio a quien había concebido en el enervamiento de la vigilia hasta los pormenores más banales de la falsa calamidad, que había inventado infundios telúricos y difundido pronósticos de apocalipsis de acuerdo con su criterio de que la gente tendrá más miedo cuanto menos entienda, y que apenas si parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil, de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio el aire tónito en las banderas amarillas, vio las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo, vio los gallinazos ahítos en los balcones, y vio los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos en los barrizales, amontonados en el sol de las terrazas, tendidos en las legumbres del mercado, muertos de carne y hueso mi general, quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos tirados como perros muertos en los cajones de la basura, y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste, pero no se inmutó, no cedió a ninguna súplica hasta que no volvió a sentirse dueño absoluto de todo su poder, y sólo cuando no parecía haber recurso humano ni divino capaz de poner término a la mortandad vimos aparecer en las calles una carroza sin insignias en la que nadie percibió a primera vista el soplo helado de la majestad del poder, pero en el interior de terciopelo fúnebre vimos los ojos letales, los labios trémulos, el guante nupcial que iba echando puñados de sal en los portales, vimos el tren pintado con los colores de la bandera trepándose con las uñas a través de las gardenias y los leopardos despavoridos hasta las cornisas de niebla de las provincias más escarpadas, vimos los ojos turbios a través de los visillos del vagón solitario, el semblante afligido, la mano de doncella desairada que iba dejando un reguero de sal por los páramos lúgubres de su niñez, vimos el buque de vapor con rueda de madera y rollos de mazurcas de pianolas quiméricas que navegaba tropezando por entre los escollos y los bancos de arena y los escombros de las catástrofes causadas en la selva por los paseos primaverales del dragón, vimos los ojos de atardecer en la ventana del camarote presidencial, vimos los labios pálidos, la mano sin origen que arrojaba puñados de sal en las aldeas entorpecidas de calor, y quienes comían de aquella sal y lamían el suelo donde había estado recuperaban la salud al instante y quedaban inmunizados por largo tiempo contra los malos presagios y las ventoleras de la ilusión, así que él no había de sorprenderse en las postrimerías de su otoño cuando le propusieron un nuevo régimen de desembarco sustentado en el mismo infundio de una epidemia política de fiebre amarilla sino que se enfrentó a las razones de los ministros estériles que clamaban que vuelvan los infantes, general, que vuelvan con sus máquinas de fumigar pestíferos a cambio de lo que ellos quieran, que vuelvan con sus hospitales blancos, sus prados azules, los surtidores de aguas giratorias que completan los años bisiestos con siglos de buena salud, pero él golpeó la mesa y decidió que no, bajo su responsabilidad suprema, hasta que el rudo embajador Mac Queen le replicó que ya no estamos en condiciones de discutir, excelencia, el régimen no estaba sostenido por la esperanza ni por el conformismo, ni siquiera por el terror, sino por la pura inercia de una desilusión antigua e irreparable, salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final, o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes, a pesar de que él había apelado a los registros más audaces de su astucia milenaria tratando de promover una convulsión nacional de protesta contra el despojo, pero nadie hizo caso mi general, no quisieron salir a la calle ni por la razón ni por la fuerza porque pensábamos que era una nueva maniobra suya como tantas otras para saciar hasta más allá de todo limite su pasión irreprimible de perdurar, pensábamos que con tal de que pase algo aunque se lleven el mar, qué carajo, aunque se lleven la patria entera con su dragón, pensábamos, insensibles a las artes de seducción de los militares que aparecían en nuestras casas disfrazados de civil y nos suplicaban en nombre de la patria que nos echáramos a la calle gritando que se fueran los gringos para impedir la consumación del despojo, nos incitaban al saqueo y al incendio de las tiendas y las quintas de los extranjeros, nos ofrecieron plata viva para que saliéramos a protestar bajo la protección de la tropa solidaria con el pueblo frente a la agresión, pero nadie salió mi general porque nadie olvidaba que otra vez nos habían dicho lo mismo bajo palabra de militar y sin embargo los masacraron a tiros con el pretexto de que había provocadores infiltrados que abrieron fuego contra la tropa, así que esta vez no contamos ni con el pueblo mi general y tuve que cargar solo con el peso de este castigo, tuve que firmar solo pensando madre mía Bendición Alvarado nadie sabe mejor que tú que vale más quedarse sin el mar que permitir un desembarco de infantes, acuérdate que eran ellos quienes pensaban las órdenes que me hacían firmar, ellos volvían maricas a los artistas, ellos trajeron la Biblia y la sífilis, le hacían creer a la gente que la vida era fácil, madre, que todo se consigue con plata, que los negros son contagiosos, trataron de convencer a nuestros soldados de que la patria es un negocio y que el sentido del honor era una vaina inventada por el gobierno para que las tropas pelearan gratis, y fue por evitar la repetición de tantos males que les concedí el derecho de disfrutar de nuestros mares territoriales en la forma en que lo consideren conveniente a los intereses de la humanidad y la paz entre los pueblos, en el entendimiento de que dicha cesión comprendía no sólo las aguas físicas visibles desde la ventana de su dormitorio hasta el horizonte sino todo cuanto se entiende por mar en el sentido más amplio, o sea la fauna y la flora propias de dichas aguas, su régimen de vientos, la veleidad de sus milibares, todo, pero nunca me pude imaginar que eran capaces de hacer lo que hicieron de llevarse con gigantescas dragas de succión las esclusas numeradas de mi viejo mar de ajedrez en cuyo cráter desgarrado vimos aparecer los lamparazos instantáneos de los restos sumergidos de la muy antigua ciudad de Santa María del Darién arrasada por la marabunta, vimos la nao capitana del almirante mayor de la mar océana tal como yo la había visto desde mi ventana, madre, estaba idéntica, atrapada por un matorral de percebes que las muelas de las dragas arrancaron de raíz antes de que él tuviera tiempo de ordenar un homenaje digno del tamaño histórico de aquel naufragio, se llevaron todo cuanto había sido la razón de mis guerras y el motivo de su poder y sólo dejaron la llanura desierta de áspero polvo lunar que él veía al pasar por las ventanas con el corazón oprimido clamando madre mía Bendición Alvarado ilumíname con tus luces más sabias, pues en aquellas noches de postrimerías lo despertaba el espanto de que los muertos de la patria se incorporaban en sus tumbas para pedirle cuentas del mar, sentía los arañazos en los muros, sentía las voces insepultas, el horror de las miradas póstumas que acechaban por las cerraduras el rastro de sus grandes patas de saurio moribundo en el pantano humeante de las últimas ciénagas de salvación de la casa en tinieblas, caminaba sin tregua en el crucero de los alisios tardíos y los mistrales falsos de la máquina de vientos que le había regalado el embajador Eberhart para que se notara menos el mal negocio del mar, veía en la cúspide de los arrecifes la lumbre solitaria de la casa de reposo de los dictadores asilados que duermen como bueyes sentados mientras yo padezco, malparidos, se acordaba de los ronquidos de adiós de su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, su buen dormir de pajarera en el cuarto alumbrado por la vigilia del orégano, quién fuera ella, suspiraba, madre feliz dormida que nunca se dejó asustar por la peste, ni se dejó intimidar por el amor ni se dejó acoquinar por la muerte, y en cambio él estaba tan aturdido que hasta las ráfagas del faro sin mar que intermitían en las ventanas le parecieron sucias de los muertos, huyó despavorido de la fantástica luciérnaga sideral que fumigaba en su órbita de pesadilla giratoria los efluvios temibles del polvo luminoso del tuétano de los muertos, que lo apaguen, gritó, lo apagaron, mandó a calafatear la casa por dentro y por fuera para que no pasaran por los resquicios de puertas y ventanas ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la muerte, se quedó en las tinieblas, tamaleando, respirando a duras penas en el calor sin aire, sintiéndose pasar por espejos oscuros, caminando de miedo, hasta que oyó un tropel de pezuñas en el cráter del mar y era la luna que se alzaba con sus nieves decrépitas, pavorosa, que la quiten, gritó, que apaguen las estrellas, carajo, orden de Dios, pero nadie acudió a sus gritos, nadie lo oyó, salvo los paralíticos que despertaron asustados en las antiguas oficinas, los ciegos en las escaleras, los leprosos perlados del sereno que se alzaron a su paso en los rastrojos de las primeras rosas para implorar de sus manos la sal de la salud, y entonces fue cuando sucedió, incrédulos del mundo entero, idólatras de mierda, sucedió que él nos tocó la cabeza al pasar, uno por uno, nos tocó a cada uno en el sitio de nuestros defectos con una mano lisa y sabia que era la mano de la verdad, y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla de reclutas en contra del criterio unánime del consejo de gobierno que había insistido que no mi general, que era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros, de modo que sólo quedó la guardia de reclutas para una casa extinguida donde las vacas andaban sin ley desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, se habían comido las praderas de flores de los gobelinos mi general, se habían comido los archivos, pero él no oía, había visto subir la primera vaca una tarde de octubre en que era imposible permanecer a la intemperie por las furias del aguacero, había tratado de espantarla con las manos, vaca, vaca, recordando de pronto que vaca se escribe con ve de vaca, la había visto otra vez comiéndose las pantallas de las lámparas en un época de la vida en que empezaba a comprender que no valía la pena moverse hasta las escaleras para espantar una vaca, había encontrado dos en la sala de fiestas exasperadas por las gallinas que se subían a picotearles las garrapatas del lomo, así que en las noches recientes en que veíamos luces que parecían de navegación y oíamos desastres de pezuñas de animal grande detrás de las paredes fortificadas era porque él andaba con el candil de mar disputándose con las vacas un sitio donde dormir mientras afuera continuaba su vida pública sin él, veíamos a diario en los periódicos del régimen las fotografías de ficción de las audiencias civiles y mili