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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha. Tú la llevas en el lado derecho, lo que me parece una incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños. Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.

—Es que es zurdo —contestó inmediatamente otro, que debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.

—Tira las piedras con la mano izquierda —observó un tercero.

En este momento pasó una piedra junto a los niños, rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.

—¡Hala, Smurov! —gritaron todos—. ¡A él!

El zurdo no necesitó más para replicar al agresor debidamente. Su piedra fue a dar en el suelo, lejos del objetivo. El adversario respondió con un guijarro que alcanzó a Aliocha en un hombro. A pesar de que el chiquillo estaba a treinta pasos de distancia, se veía que llevaba llenos de piedras los bolsillos de su gabán.

—Le ha tirado a usted porque usted es un Karamazov —dijeron los del grupo echándose a reír—. ¡Todos a la vez! ¡Fuego!

Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también los bolsillos llenos de piedras.

—¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó Aliocha—. ¡Seis contra uno! Lo vais a matar.

Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado del río. Tres o cuatro suspendieron el combate momentáneamente.

—¡Es él quien ha empezado! —gritó agriamente el chico que llevaba una blusa roja—. Hace un rato, cuando estábamos en clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor. Hay que darle una paliza.

—¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?

—Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro —gritó uno de los niños—. Ahora le está mirando a usted para tirarle una piedra. ¡Hala! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!

El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de San Miguel. Uno del grupo gritó:

—¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a correr!

—Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo sería poco.

—¿Es un soplón?

Los chicos cambiaron miradas burlonas.

—Si va usted por la calle de San Miguel —continuó el mismo muchacho—, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le espera.

—Sí, le está mirando —dijeron los demás.

—Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje de preguntárselo.

Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó mirándolos y los niños lo miraron a él.

—No vaya; le hará algo malo —dijo noblemente Smurov.

—Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo, pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le odiáis tanto.

—¡Entérese, entérese! —gritaron los niños entre risas.

Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la cuesta bordeando la empalizada, en dirección al detestado colegial.

—¡Cuidado! —le gritó uno de los del grupo—. ¡Mire que no le teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!

El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil, endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos, oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho, sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en hablar.

—¡Yo solo contra seis! —exclamó con ojos centelleantes—. ¡Les zumbaré a todos!

—Has recibido una pedrada que debe de haberte hecho daño —dijo Aliocha.

—También yo le he acertado a Smurov en la cabeza —replicó el chiquillo.

—Me han dicho que tú me conoces y que la pedrada que me has dado la has dirigido adrede contra mí.

El niño le miraba con expresión huraña.

—Yo no te conozco —siguió diciendo Aliocha—. ¿Me conoces tú acaso?

—¡Déjame en paz! —exclamó de pronto el niño, con voz áspera y mirada hostil.

Pero no se movía del sitio. Parecía esperar algo.

—Bien. Ya me voy —dijo Aliocha—. Pero conste que no te conozco y que no te quiero molestar, aunque me sería fácil, porque tus compañeros me han explicado cómo lo podría hacer.

—¡Vete al diablo con tus sotanas! —gritó el niño, siguiendo a Aliocha con su mirada provocativa y llena de odio.

Acto seguido se puso a la defensiva, creyendo que el novicio se iba a arrojar sobre él. Pero Aliocha se volvió, lo miró y siguió su camino. Aún no había dado tres pasos cuando recibió en la espalda la piedra más grande que el niño había encontrado en el bolsillo de su gabán.

—Conque por la espalda, ¿eh? Ya veo que es verdad lo que me han dicho: que atacas a traición.

Aliocha, que se había vuelto hacia el niño, vio que éste le arrojaba una piedra apuntándole a la cara. Hizo un rápido movimiento para eludir el disparo y la piedra le dio en el codo.

—¿No te da vergüenza? —gritó—. ¿Qué te he hecho yo?

El rapaz esperaba, silencioso y con gesto agresivo, seguro de que esta vez Aliocha iba a contestarle. Pero viendo que su víctima no se movía, se enfureció y se lanzó sobre él. Antes de que Aliocha pudiera hacer el menor movimiento, la fierecilla se había apoderado de su mano izquierda y le había clavado los dientes en un dedo. Aliocha profirió un grito de dolor y trató de retirar la mano. El chiquillo le soltó al fin y volvió al sitio donde antes estaba. El mordisco, próximo a la uña, era profundo. Brotaba la sangre. Aliocha sacó su pañuelo y se envolvió fuertemente la mano herida.

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