Ada o el ardor
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Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.
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Ada elaboró un plan que no era ni sencillo ni juicioso, y que, por añadidura, salió mal. Quizás ella lo quisiera así. (Suprime eso, Van, suprímelo, por favor). La idea consistía en que Van se burlase de Lucette mimándola en presencia de Ada a la vez que besaba a ésta, y que besase y acariciase a la pequeña mientras Ada estaba en el bosque (en «herborizaciones botánicas»). Aquella estrategia presentaba, según Ada, una doble ventaja: apaciguaba los celos de la niña y podía servir de coartada en caso de que Lucette fuese testigo de retozos más equívocos.
Los tres se besaron y se acariciaron tan frecuentemente y con tanta convicción que, una tarde que jugaban en el diván negro que tantas cosas había soportado ya, Ada y Van no pudieron contener por más tiempo su ardor amoroso. Con el absurdo pretexto de jugar al escondite encerraron a Lucette en una alacena donde se alineaban los volúmenes encuadernados de Las aguas de Kalugay El sol de Kaluga, e hicieron el amor con frenesí, mientras Lucette gritaba, aporreaba y daba puntapiés a la puerta... hasta que acabó por caerse la llave y el ojo de la cerradura se encendió con un irritado color verde.
No obstante, lo que más costaba soportar a Ada no eran los accesos de mal humor de Lucette, sino los aires de languidez y de éxtasis que mostraban sus facciones cuando se abrazaba estrechamente a Van ayudándose con los brazos, con las rodillas y con la cola prensil, como si su primo se hubiese convertido en un tronco de árbol, aunque ambulante. Abrazo al que Ada sólo podía poner fin a fuerza de cachetes o de azotes.
—Tengo que reconocer —decía Ada, sentada junto a Van en una barca roja que les llevaba a flor de agua hacia un islote de Ladore oculto por una cortina de sauces—, tengo que reconocer, con vergüenza y con pena, que mi plan ha fracasado. Creo que la cría es una pequeña depravada. Creo que está criminalmente enamorada de ti. Creo que voy a decirle que eres su hermano uterino, y que flirtear con un hermano uterino es algo ilegal y absolutamente abominable. Las palabras feas, las palabras tenebrosas, le dan miedo, lo sé. También a mí me daban miedo cuando tenía cuatro años. Pero hay que tener en cuenta que Lucette es una niña algo obtusa, y hay que protegerla de quimeras y de pesadillas. Si no quiere entrar en razón, siempre me quedará el recurso de decirle a Marina que nos molesta en nuestros estudios y nuestras meditaciones. ¿O acaso a ti no te molesta? ¿Tal vez incluso te excita? Confiésalo, ¿te excita?
—Este verano es mucho más triste que el anterior —dijo suavemente Van.
XXXV
Hénos ahora en un islote plantado de sauces y rodeado por el brazo más tranquilo del azul Ladore. A un lado se extienden praderas inundadas, al otro puede verse, en la lejanía, la torre del Castillo de Bryant, románticamente sombría, en su colina de encinas.
Es en aquel retiro oval donde Van somete a la nueva Ada a un estudio comparativo. El cotejo era fácil porque la niña que tan detalladamente había conocido cuatro años antes permanecía luminosamente presente en la pantalla de su memoria, sobre el mismo telón de fondo de azul tornasolado.
La extensión de la frente parecía haber disminuido, y no sólo como un efecto del crecimiento, sino porque se peinaba de otra manera, con un remolino delantero muy efectista. La blancura de la piel, ahora limpia de toda imperfección, había adquirido un singular tono mate. Alguna arruga superficial parecía sugerir que había fruncido demasiado el ceño, aquellos últimos años, pobre Ada.
Las cejas eran regias, más espesas que nunca.
Los ojos... Van volvía a encontrar los pliegues voluptuosos de los párpados, las pestañas que parecían incrustaciones de azabache, la posición hindo-hipnótica del iris, situado muy alto. Los párpados no eran más capaces que antes de permanecer bien abiertos durante el más breve abrazo. Pero la expresión de aquellos ojos —cuando comía una manzana, o examinaba algún hallazgo, o simplemente escuchaba a un animal o a una persona— se había transformado; parecía como si hubiesen ido acumulándose sucesivas capas de tristeza y taciturnidad que velaban a medias las pupilas mientras que, en sus órbitas adorablemente alargadas, los globos de esmalte se desplazaban con una movilidad más inquieta: Mademoiselle Hipno-Kuch, «cuyas miradas no se posan nunca en usted, y, sin embargo, le taladran».
La nariz no había adquirido el grosor de línea hiberniana que poseía ahora la de Van, pero su arista se había acusado singularmente, y su extremo, arremangado con más audacia, presentaba un ligero surco vertical que Van no recordaba haber visto antaño en la muchachita de doce años.
Si la luz era intensa podía verse entre la nariz y la boca la sombra discreta de una pelusa negra y sedosa (semejante a la que tapizaba su antebrazo), pero Ada anunció que estaba condenada a desaparecer en la primera «sesión estética» de la temporada de otoño. Un levísimo toque de lápiz de labios daba a éstos el aire de hosquedad de una máscara; en contraste, se dejaba sentir con tanta más fuerza el choque de la belleza viva cuando, alegre o golosa, mostraba el brillo húmedo de sus anchos dientes y los rojos tesoros de su lengua y su paladar.
El cuello había sido, y seguía siendo, el trozo más delicado de su persona, sobre todo cuando el cabello le caía libremente sobre los hombros y, en los intervalos de sus ondas negras y lustrosas, aparecía la piel blanca, tibia, adorable. Furúnculos y mosquitos habían dejado de martirizarla, pero Van le descubrió, justo por debajo del talle, la pálida cicatriz de un arañazo como de tres centímetros de largo, que corría paralelo a la columna vertebral, causado el anterior mes de agosto por un alfiler de sombrero dssprendido... o más bien por alguna ramita espinosa oculta en el césped hospitalario.
(Van, no tienes piedad.)
En el secreto islote (prohibido a las parejas domingueras: era propiedad de los Veen, y un cartel anunciaba plácidamente que «los intrusos se exponían a ser abatidos por los cazadores de Ardis Hall», texto del tío Dan), la vegetación consistía en tres sauces llorones, una hilera de alisos, hierbas de todas clases, espadañas, juncos aromáticos y algunas orquídeas con el pétalo superior color violeta, ante las cuales Ada lanzaba enternecidas quejas como lo hacía ante los perritos o los gatitos.
Bajo el dosel de los alisos neurasténicos Van proseguía su examen...
Los hombros eran de una gracia intolerable: yo nunca permitiría a mi mujer que se exhibiese descotada con unos hombros como aquéllos... Pero, ¿cómo podía Ada ser mi mujer? En la versión inglesa del cuento más bien cómico de Monparnasse, Rennie dice a Nellie: «La infame sombra de nuestra antinatural relación nos seguirá hasta las hondas profundidades del Infierno que nuestro Padre que está en el cielo nos muestra con su soberbio dígito». Por alguna misteriosa razón, las peores traducciones no son del chino, sino simplemente del francés.
El pezón, ahora rojo y atrevido, estaba rodeado de finos pelos negros, que también desaparecerían pronto, decía Ada, porque resultaban unschicklich. Van se preguntó de dónde habría sacado aquella horrible palabra. Los pechos estaban bien formados, redondos y pálidos, pero Van casi añoraba las tiernas turgencias de otros tiempos, con sus botones mates e informes.
