Ada o el ardor
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Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.
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Cuando regresó, Ada no estaba ya en el tocador. Volvió a encontrarla en una terraza, donde pelaba una manzana para Lucette. El buen pianista le llevaba siempre una manzana, a veces una pera incomible o un par de ciruelitas. En cualquier caso, aquella manzana era su último regalo.
—Mademoiselle te reclama —dijo Van, dirigiéndose a Lucette.
—Bueno, que espere —dijo Ada, prosiguiendo en calma la confección de su «peladura ideal», una espiral roja y amarilla que Lucette contemplaba fascinada, de acuerdo con el rito.
—Tengo trabajo —anunció bruscamente Van—. ¡Y no sabéis lo que me abruma! Me encontraréis en la biblioteca.
—Okey —respondió Lucette con voz límpida, sin volverse. Y emitió un grito de placer cuando tomó posesión de la guirnalda ya acabada.
Van pasó media hora buscando un libro que no había colocado en su sitio. Cuando lo descubrió se dio cuenta de que había terminado sus anotaciones y de que ya no lo necesitaba. Se quedó un momento tumbado en el diván, con lo cual sólo consiguió hacer más apremiante la obsesión amorosa. En consecuencia, decidió volver al piso superior utilizando la escalera de caracol. Al subirla, se representó —con un sentimiento desgarrador y como una imagen hechicera y fantástica perdida para siempre —a Ada subiendo con paso rápido, con la vela en la mano, la noche de la Granja Incendiada —noche inscrita en su memoria en ma yusculas imborrables—, y él detrás, con su llama bailando sobre las pantorrillas y los muslos de ella, sobre sus hombros inquietos y su cabellera flotante, y las sombras de ambos, que les perseguían en enormes ondas negras y geométricas sobre la pared amarilla, durante su subida en espiral. Encontró la puerta del segundo piso cerrada por fuera y tuvo que volver a bajar a la biblioteca (con sus recuerdos ya bloqueados por una exasperación vulgar) para subir por la escalera grande.
Cuando se dirigía hacia el brillante sol de la puerta del balcón oyó a Ada que explicaba algo a Lucette. Era algo divertido, relacionado con... no lo sé, y no puedo inventarlo. Ada tenía un modo rápido de acabar una frase antes de que la acometiese la hilaridad; pero a veces, como pasó entonces, un estallido breve e imprevisto cortaba sus palabras. Entonces se las arreglaba para atraparlas y para acabar su frase, con una precipitación aún mayor, atando corto su alegría. Y su última palabra era seguida por la triple carambola de una risa gutural sonora, erótica y más bien blanda.
—Y ahora, corazón —añadió, colocando sendos besos en los hoyuelos de Lucette—, hazme un favor. Baja a decirle a esa maldita Belle que ya es hora de que tomes tu leche y tus galletas. Jivo(¡rápido!). Mientras tanto, Van y yo vamos a retirarnos al cuarto de baño, o a donde dispongamos de un buen espejo, y le cortaré el pelo. Le hace muchísima taita. ¿Verdad, Van? ¡Ah, ya sé a dónde iremos! Corre, corre, Lucette.
XXXIV
Los retozos bajo el sauce llorón resultaron un error. En cuanto escapaba a la vigilancia de su esquizofrénica institutriz, cuando no le leían, o la paseaban, o la metían en la cama, Lucette se convertía en una plaga. A la caída de la noche, y siempre que Marina no se encontrase en los alrededores —ocupada, por ejemplo, en beber con sus invitados bajo los globos dorados de las nuevas lámparas del jardín, que lucían de trecho en trecho entre el verde bruscamente revelado y mezclaban el olor del petróleo con los aromas de heliotropo y jazmín—, los dos amantes podían deslizarse entre las tinieblas más profundas y permanecer solos hasta la hora en que la nocturna—fina brisa de medianoche— venía a remover el follaje, troussant la raimée, como decía Sore, el oscilante guarda nocturno. Una noche, Sore, armado de su linterna esmeralda, cayó sobre ellos. Y en varias ocasiones vieron deslizarse a una Blanche fantasmagórica, con una risa ligera, que iba a emparejarse, en algún escondrijo más humilde, con la vieja y robusta luciérnaga convenientemente sobornada. Pero esperar durante todo el día una noche favorable era más de lo que podían soportar nuestros impacientes amantes. La mayor parte de las veces estaban ya agotados antes de la cena, lo mismo que en el pasado. No obstante, se hubiera dicho que detrás de cada biombo, detrás de cada espejo, se escondía una Lucette al acecho.
Probaron en el granero, pero observaron, justo a tiempo, una rendija del suelo, a través de la cual se distinguía un rincón del cuarto de la plancha, y a French, la segunda doncella, que iba y venía en corsé y enaguas. Miraron a su alrededor sin poder comprender cómo habían sido alguna vez capaces de hacer tan tiernamente el amor entre cajas erizadas de clavos y de astillas, o deslizarse por la trampilla del tejado, que cualquier diablillo verde de piel cobriza podía observar a placer desde una horcadura del olmo gigante.
Todavía les quedaba la galería de armas, con su rincón oriental abuhardillado. Pero por entonces, este rincón estaba infestado de chinches, apestaba a cerveza rancia y tenía tanta mugre y tanta grasa que a nadie se le ocurriría desnudarse allí ni utilizar el pequeño diván. Todo lo que Van pudo contemplar allí de su nueva Ada fueron los muslos y las caderas marfileñas. Y la mismísima primera vez que hizo presa en ellas Ada le ordenó, cuando él estaba en lo mejor de su goce, que mirase sobré su hombro y por encima del alféizar de la ventana donde ella aferraba las manos todavía con las pulsaciones decrecientes del propio orgasmo: por un sendero del bosquecillo se acercaba Lucette, saltando a la comba.
Aquellas intrusiones se repitieron dos o tres veces. Lucette se aproximaba cada vez más, ya fuese cogiendo una seta que fingía comerse cruda, ya fuese poniéndose-a gatas para cazar un saltamontes o imitando los ademanes de cualquier persecución indiferente y juguetona. Avanzaba hasta el centro del herboso terreno de juego que se extendía ante el pabellón prohibido, y luego, con un aire de soñadora inocencia, ponía en movimiento el asiento de un antiguo columpio que colgaba de la rama más alta y más larga de Baldy, viejo roble privado de parte de sus hojas, pero aún vigoroso (y que figuraba —¿te acuerdas, Van?— en una litografía centenaria de Ardis, obra de Peter de Rast, como un joven coloso que protegía a cuatro vacas y a un vaquerillo cuyos harapos dejaban ver su hombro desnudo). Cuando nuestros amantes (te gusta el posesivo de autor, ¿verdad, Van?) daban otro vistazo hacia el exterior, Lucette estaba meciendo al triste dachsund, o elevaba los ojos hacia un imaginario picamaderos, o se instalaba calmosamente, con varias y graciosas contorsiones, en el asiento del columpio y se columpiaba suavemente, precavidamente, como si nunca lo hubiera hecho antes, mientras el tonto de Dack ladraba ante la puerta atrancada del pabellón. Iba aumentando el alcance de su balanceo con tal circunspección que Ada y su jinete, en la disculpable ceguera del placer creciente, no sorprendían nunca el instante en que el rostro redondo y rosado, con todas las pecas encendidas, aparecía ante la ventana y dos ojos verdes se clavaban sobre el asombroso tándem.
La sombra Lucette les seguía, pues, desde el césped a los graneros, desde el pabellón de la entrada hasta las cuadras, desde un cuarto de duchas construido poco después de la piscina hasta el antiguo cuarto de baño del primer piso. Lucette, como un Lucifer de resorte, salía de una caja de sorpresas, emergía de un baúl cualquiera y exigía que la llevasen a pasear, que jugasen con ella a arre, caballito»... Y Van y Ada intercambiaban miradas sombrías.
