En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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—Yo no vivía entonces, — decía Agniya sacudiendo sus estrechos hombros. En cambio vivo ahora, y veo lo que ocurre durante mi propia vida.

—¡Pero tú debes conocer tu historia! ¡La ignorancia no es una excusa! ¿Nunca se te ocurrió pensar cómo se manejó la Iglesia para sobrevivir 250 años del yugo tártaro?

—Eso podría significar que la fe se hacía más honda, aventuró ella, ¿O era la ortodoxia espiritualmente más fuerte que el Islam?, — preguntó sin afirmarlo.

—¡Eres una fantasiosa! ¿Nuestro país fue siempre cristiano en su alma? ¿Piensas realmente que durante los mil años de existencia de la Iglesia, el pueblo de verdad perdonó a sus opresores? ¿O que ellos aman a aquellos que nos odiaban? Nuestra iglesia duró porque después de la invasión Metropolitana, Cirilo, antes que ningún otro ruso, vino y se inclinó ante el Khan y le pidió protección para el clero. ¡Fue con la espada tártara que el clero ruso protegió sus tierras, sus siervos, y sus servicios religiosos! Y de hecho, el Metropolitano Cirilo estaba en lo cierto, era un político realista. Esto era justamente lo que tenía que hacer. Esta es la única manera de vencer.

Cuando Agniya era presionada, no discutía. Miró a su novio con nuevo asombro.

—Así fue como todos aquellos hermosos templos con sus espléndidas ubicaciones fueron construidas, — gritó Yakonov. — Y los cismáticos fueron quemados vivos. Y los miembros de las sectas que disentían, torturados hasta morir. ¡Así que tú has encontrado quien tenga piedad, de la iglesia perseguida!.

Se sentó junto a ella sobre la tibia piedra del parapeto calentada por el sol.

—De todos modos eres injusta con los bolcheviques. No te has tomado el trabajo de leer sus libros más importantes. Ellos tienen gran respeto por la cultura del mundo. Consideran que nadie debe tener poder arbitrario sobre otra persona, creen en el reino de la razón. ¡La cosa más importante es que ellos están por la igualdad! ¡Imagínala: universal, completa, absoluta igualdad! Nadie tendrá privilegios que otros no tengan, nadie ventajas en rentas o en estatus. ¿Puede una sociedad ser mejor que ésta? ¿Es que esto no vale realmente todos los sacrificios?

Aparte de lo deseable que fuese esta sociedad, el nivel social de Antón hacía esencial para él unirse a ello tan pronto y tan efectivamente como fuese posible, mientras no fuese demasiado tarde.

—Y estas afectaciones van solamente a bloquear tu camino hacia el instituto de cualquier modo. ¿De qué te servirán tus protestas? ¿Qué puedes hacer acerca de esto?

—¿Qué ha hecho siempre una mujer? Ella enroscó sus hermosas trenzas —lucía trenzas en un tiempo en que nadie las llevaba, cuando todas usaban el cabello corto. Las llevaba solamente porque era lo contrario aunque no le hubieran sentado. Una le cayó sobre la espalda, la otra sobre el pecho.

—Una mujer no puede hacer otras cosas que cuidar al hombre para que él realice grandes cosas. Aun una mujer como Natacha Rostov. Por esto no la puedo soportar.

—¿Por qué? — preguntó sorprendido Yakonov,

—¡Por qué no le permitió a Pierre unirse a los decembristas! — Y su voz se quebró de nuevo.

—Bueno, ella estaba hecha para dar tales sorpresas.

El diáfano chal amarillo se deslizó de sus hombros y quedó colgado de sus brazos como un par de finas alas doradas.

Con sus dos manos Yakonov la tomó por los codos como si temiera rompérselos.

—¿Y tú lo hubieras dejado ir?

—Sí, — dijo sencillamente Agniya.

Él mismo no podía pensar en ninguna gran hazaña para la cual necesitara el permiso de Agniya. Su vida era muy activa, su trabajo interesante y él los impulsaba cada vez más arriba.

Delante de ellos pasaban los marineros que salían retrasados de las embarcaciones. Se persignaron en la puerta abierta de la iglesia. Entraron en el atrio. Los hombres se despojaron de sus capas. Parecía que hubieran muchos menos hombres que mujeres, y nadie joven.

—¿No tienes miedo de que te vean cerca de una iglesia? — preguntó Agniya sin intención, pero resultando intencionada al mismo tiempo.

Aquellos eran años en que ser visto cerca de una iglesia por algunos camaradas podía resultar peligroso. Yakonov encontró que era ponerse muy en evidencia.

—Ten cuidado, Agniya, — le dijo cautelosamente comenzando a irritarse. Debe reconocerse lo que es nuevo a tiempo antes de que sea demasiado tarde, pues cualquiera que falle al hacerlo quedará infaliblemente atrás. Eres atraída por la iglesia porque esto da aliento a tu indiferencia por la vida. Una vez por todas, debes despertar y obligarte a interesarte en algo, aunque no sea sino por el proceso de la vida misma.

Agniya levantó la cabeza, y su mano luciendo el anillo de oro de Yakonov cayó apenas. Su cuerpo infantil pareció huesudo y terriblemente delgado.

—Sí, sí, — dijo con un hilo de voz—. Admito que a veces es muy duro para mí vivir. No lo deseo. El mundo no necesita de gente como yo.

Él mismo se sentía roto por dentro. ¡Ella hacía todo lo posible para matar su atracción por él! El coraje de Antón para llevar adelante su compromiso y casarse con Agniya se debilitaba.

Ella lo miró con una mirada de curiosidad, sin sonreír.

—Con todo es fea, — pensó Antón.

—Fama y éxito te aguardan con toda seguridad y prosperidad final, — le dijo tristemente—, pero ¿serás feliz Antón?Ten cuidado. La gente que se interesa en el procesopierde... pierde... ¿Pero, qué puedo decirte? Sus dedos marcaban su esfuerzo por hallar las palabras y el tormento de su búsqueda se ponía de manifiesto en lo penoso de su imperceptible sonrisa. — Allí las campanas terminaron de sonar, y no volverán; allí estaba toda la música. ¿No lo comprendes?

Lo convenció de que entrara. Bajo los arcos macizos de una galería cuyas pequeñas ventanas se alzaban al estilo de la antigua Rusia, la iglesia rumoreaba. Un arco bajo abierto sobre la galería conducía a la nave, a través de las estrechas ventanas de la cúpula, el sol poniente llenaba la iglesia de luz, haciendo brillar el dorado de los iconos y de la imagen de mosaicos del Señor de los anfitriones.

Habían pocos fieles. Agniya puso la delgada vela en el candelabro de bronce y, apenas persignándose, quedó austeramente de pie, con las manos juntas sobre el pecho casi sin persignarse, mirando fijamente a lo lejos, en la entrada. La baja luz del atardecer y el brillo naranja de los candelabros devolvían vida y calidez a sus mejillas. Eran dos días antes del nacimiento de la Madre de Dios, y una larga letanía se cantó en alabanza de ella. La letanía era infinitamente elocuente, los atributos y elogios de la virgen María corrían como un torrente, y por primera vez Yakonov comprendió el éxtasis poético de la plegaria. Ninguna pedante iglesia desalmada había escrito aquellas letanías, sino algún gran poeta desconocido, algún prisionero en un monasterio, conmovido, no por la lujuria de un cuerpo de mujer, sino por un arrebato más alto del que ella puede arrancar de nosotros.

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