En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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No se necesita mucha inteligencia para buscar pulgas ajenas...¡ahora se sabe por qué están acá!

He aquí por qué Stalin los había reunido, tan acertadamente a todos, de manera de ser más malévolo cuando de noche tomaba sus decisiones.

La invisible orquesta interior con la que marchaba le siguió marcando el paso; se apagó.

Sus piernas comenzaron a dolerle; le pareció como si fuese a perder el uso de ellas. De la cintura para abajo, había comenzado a no sentirlas a veces.

El dueño de la mitad del mundo, vestido con uniforme de generalísimo, corría despacio sus dedos a lo largo de los estantes, pasando revista a sus enemigos. Al volverse del último, vio el teléfono sobre su escritorio.

Algo se le había ido escapando de la memoria toda la noche como el rastro de la cola de una serpiente.

Había querido preguntar a Abakumov algo. ¿Había sido arrestado Gomulka? ¡Lo tenía por fin! Restregándose las botas, hizo su camino hasta el escritorio, tomó la pluma, y escribió en su calendario: "Teléfono Secreto".

Ellos le habían dicho qué habían reunido la mejor gente, que tenían todo el equipo necesario, que cada uno estaba entusiasmado, ¿por qué no terminaban entonces? Abakumov, el descarado, había estado sentado allí, durante una larga hora, el muy perro, sin decir una palabra acerca de ello. Así es como eran todos, en todas las organizaciones —cada uno trataba de engañar al Líder—. ¿Cómo podía uno fiarse en ellos? ¿Cómo no trabajar de noche?

Se quedó inmóvil y se sentó, no en su sillón sino en una silla pequeña cerca del escritorio.

El lado izquierdo de su cabeza parecía estar endurecido en la sien y golpear en aquella dirección. Su cadena de pensamientos se desintegraba. Con mirada turbia recorrió toda la habitación, viendo apenas las paredes.

Sintiéndose viejo como un perro. Un viejo sin amigos, un viejo sin amor, un viejo sin fe. Un viejo sin deseo.

No necesitaba ya ni siquiera a su querida hija; a ella le estaba permitido verlo solamente los días de fiesta.

Aquella sensación de memoria huidiza, de cabeza ida, de la soledad avanzando como parálisis, lo llenó de impotente terror.

La muerte casi había hecho su nido en él y él se rehusaba a creerlo.

LA FOSA ATRAE

Cuando el coronel ingeniero Yakonov abandonó al ministro por la puerta de entrada sobre la calle Dzherzhinsky, que rodea la proa de mármol negro del edificio entre las columnas de Kurkasovsky, no reconoció su propio "Pobeda" estacionado allí y casi abrió y se introdujo en otro.

La neblina se había mantenido muy densa toda la noche. La nieve que comenzaba a caer temprano en la mañana se había derretido y en ese momento, cesó: Justo ahora, antes de amanecer, la neblina se arrastraba por el suelo, y el agua del deshielo estaba apenas cubierta por una frágil capa de escarcha. Se estaba poniendo muy frío.

Aunque eran casi las cinco de la tarde, el cielo estaba completamente oscuro.

Un estudiante universitario de primer año, (que había estado parado conversando con una muchacha durante toda la noche en la puerta de entrada), miró con envidia a Yakonov al verlo entrar en el coche. El estudiante suspiró, pensando cuánto tiempo tendría que esperar para tener uno él. No solamente no había llevado nunca a su chica a pasear en auto, sino que la única vez que había sido trasportado a cualquier parte se había tratado de la parte trasera de un camión que iba para la cosecha a una granja colectiva.

Pero él no conocía al hombre a quien envidiaba.

El chófer de Yakonov le preguntó: ¿A casa?

Yakonov tomó su reloj de bolsillo en la palma de la mano, sin entender la hora.

—¿A casa?, — preguntó el chófer.

Yakonov lo contempló con una mirada salvaje.

—¿Qué?... ¡No!...

—¿A Mavrino? — preguntó el conductor, sorprendido. Aunque había estado esperando cubierto con un grueso saco de lana, estaba temblando y deseaba irse a dormir.

—No, — contestó el coronel ingeniero, colocando su mano sobre el corazón.

El conductor se dio vuelta y miró el rostro de su amo a la débil luz de un farol de la calle que entraba por la ventanilla empañada. No era el mismo hombre. Los labios de Yakonov —siempre tan fuerte y altivamente apretados— temblaban sin que lo pudiera evitar.

Inexplicablemente seguía con el reloj en la palma de la mano.

Aunque el conductor había estado aguardando desde medianoche, y se sentía enojado con el coronel, lanzando maldiciones entre las solapas de su sacó mientras recordaba todas las malas acciones de Yakonov durante los dos años trascurridos, arrancó al azar sin preguntar nada más. Despacio su rabia lo fue abandonando.

Era tan tarde como para ser temprano en la mañana. De cuando en cuando encontraban un automóvil solitario en las calles desiertas de la capital. No había policía, ni ladrones, ni a quienes robar. Pronto saldrían los troleybuses.

El conductor seguía echando ojeadas al coronel; debía decidir adonde ir, después de todo. Conducía hacia la puerta de Myasnitsky a lo largo de Sretensky y del boulevard Rozhrestvensky, en la esquina de Trubny, dobló por Neglinnaya. Pero no podía seguir dando vueltas así toda la mañana.

Yakonov miraba hacia adelante, completamente distraído, con los ojos fijos, sin ver.

Vivía en Bolshaya Serpukhovka. El conductor, calculando que la vista de los alrededores le sugeriría al coronel que se dirigía a su casa, decidió atravesar el río hacia Zamoskvarechye.

Bajó por Okhotny Ryad, dio vuelta en Manege, y volvió a través del yarmo, de la vacía Plaza Roja.

Las almenas de las paredes del Kremlin y las copas de los abetos junto a él, estaban manchadas con hielo. El asfalto estaba gris y resbaladizo. La niebla parecía querer desaparecer debajo de las ruedas.

Estaban casi a 200 metros de la pared, de las almenas, de los centinelas detrás de las cuales —como podían imaginarse— el Mayor Hombre sobre la tierra estaba terminando su solitaria noche. Pero ellos pasaron sin siquiera pensar en él.

Mientras dejaban atrás la Catedral de San Basilio y daban vuelta por el muelle del río Moscú, el conductor disminuyendo la marcha preguntó: —¿Quiere usted ir a su casa, camarada coronel?

Allí era precisamente adonde debería ir. Probablemente las noches que le quedaban por pasar en su casa eran menos que los dedos de sus manos. Pero lo mismo que un perro sale a morir solo, Yakonov debía irse a cualquier parte menos a su casa, con su familia.

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