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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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—¡Oh, oh!... ¡Dejadme! ¡En nombre de Cristo, dejadme! gimió el herido. Pero sin hacerle caso lo habían colocado en la camilla.

Nikolái Rostov se volvió como buscando algo y miró a lo lejos, a las aguas del Danubio, al cielo y al sol. ¡Qué hermoso era el cielo tan azul, tan sereno, tan profundo! ¡Qué brillante y majestuoso el sol en el ocaso! ¡Y qué tersa y cristalina brillaba el agua en el lejano Danubio! Más bellas aún eran las montañas azulencas, tras el río, el monasterio y los misteriosos desfiladeros, los bosques de pinos envueltos en niebla hasta la copa... Todo era allí paz y felicidad... “Nada desearía, nada desearía si estuviese allí —pensó Rostov—. Dentro de mí y en ese sol hay tanta felicidad y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo, incertidumbre, prisas... De nuevo gritan algo, otra vez se vuelven todos corriendo... y yo corro como ellos y ella... la muerte está cerca, me rodea... Un instante más y ya no veré este sol, esas aguas, esos desfiladeros...”

En aquel momento el sol empezó a esconderse tras las nubes, aparecieron delante de él otras camillas. Y el miedo a la muerte y a las camillas y el amor al sol y a la vida, todo se confundió en una sola y turbadora impresión de inquietud.

“Oh, Dios mío, Señor, Aquel que está en ese cielo, sálvame, perdóname y protégeme”, murmuró Rostov.

Los húsares corrieron hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y tranquilas; las camillas desaparecieron de su vista.

—¿Qué tal, hermano? ¿Has olido la pólvora?— le gritó Denísov muy cerca de él.

“Todo ha concluido y yo soy un cobarde; sí, soy un cobarde”, pensó Rostov. Y suspirando profundamente recibió de las manos de su asistente el caballo y montó.

—¿Qué era eso? ¿Metralla?— preguntó a Denísov.

—¡De la buena!— gritó Denísov. —¡Se ha trabajado bien! Y eso que el asunto no era agradable. El ataque en campo abierto es una gran cosa: descarga el sable cuanto quieras; pero aquí, ¡diablos!, disparan sobre ti como en el tiro al blanco.

Y Denísov se alejó hacia el grupo que formaban el coronel, Nesvitski, Zherkov y el oficial de escolta.

“Parece que nadie se dio cuenta...”, pensó Rostov.

Y así era, nadie se había dado cuenta, porque todos conocían lo que experimentaba un cadete bisoño cuando entraba en luego por primera vez.

—Habrá un buen parte— comentó Zherkov; —pudiera ser que me ganara un ascenso.

—Informe al príncipeque fui yo quien quemar puente— dijo el coronel en tono solemne y festivo.

—¿Y si pregunta por las bajas?

—¡Poca cosa!— replicó con voz de bajo el coronel; —dos heridos y uno muerto en el acto— añadió con visible alegría, sin poder reprimir una sonrisa feliz al pronunciar la hermosa frase en el acto.

IX

Perseguido por un ejército francés de cien mil hombres al mando de Bonaparte, moviéndose en un país hostil, falto de confianza en sus aliados tanto como de provisiones, constreñido a obrar fuera de todo lo previsto para la guerra, el ejército de treinta mil rusos, mandado por Kutúzov, retrocedía rápidamente por las márgenes del Danubio, deteniéndose cuando lo alcanzaba el enemigo y defendiéndose con combates de retaguardia sólo lo necesario para evitar la pérdida del bagaje. Se habían producido encuentros en Lambach, Amstetten y Mölk; y a pesar del valor y la firmeza demostrados por los rusos y reconocidos hasta por el enemigo, el resultado se traducía en una retirada cada vez más rápida. Las tropas austríacas que habían escapado a la capitulación de Ulm y se unieran a Kutúzov en Braunau se habían separado del ejército ruso, y Kutúzov disponía tan sólo de sus propias fuerzas, débiles y exhaustas. Era imposible pensar en la defensa de Viena. En vez de una guerra ofensiva, concebida según las leyes de la nueva ciencia —la estrategia— y cuyo plan había sido presentado a Kutúzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austríaco, el único objetivo, ya casi inasequible, que ahora se le ofrecía a Kutúzov consistía en no perder su ejército, como Mack en Ulm, y reunirse con las tropas que venían de Rusia.

El 28 de octubre Kutúzov pasaba con su ejército a la margen izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, separado de las principales fuerzas francesas por el ancho río. El día 30 atacó y deshizo la división de Morder que estaba en la misma orilla. En esa acción se capturaron los primeros trofeos: banderas, cañones y dos generales enemigos. Por vez primera, tras dos semanas de retirada, el ejército ruso se detenía en un lugar y no sólo conservaba el campo de batalla sino que expulsaba de él a los franceses. Aunque las tropas estuvieran mal pertrechadas, quebrantadas y reducidas a un tercio por los rezagados, heridos, enfermos y muertos; aun cuando los enfermos y heridos hubiesen sido abandonados en la otra orilla del Danubio, con una carta de Kutúzov en la que el jefe ruso apelaba a los sentimientos humanitarios del enemigo, y por más que los grandes hospitales y las casas de Krems, transformadas en lazaretos, no pudiesen acoger a tantos heridos y enfermos, a pesar de todo ello la parada en Krems y la victoria sobre Mortier tuvieron la virtud de levantar notablemente la moral de las tropas. Por todo el ejército y aun en el Cuartel General corrían rumores tan alegres como infundados sobre la supuesta llegada de nuevos refuerzos rusos, sobre una victoria de los austríacos, con la consiguiente retirada de un asustado Bonaparte.

Durante el combate el príncipe Andréi estuvo junto al general austríaco Schmidt, muerto en la acción. El caballo del príncipe había sido herido y una bala le arañó el brazo. Por especial merced del general en jefe, fue encargado de llevar la noticia de la victoria a la Corte austríaca, que ya no se hallaba en Viena, amenazada por los franceses, sino en Brünn. El príncipe Andréi había llegado la noche del combate, emocionado, pero no cansado (pues a pesar de su aparente delicada constitución resistía la fatiga física mucho mejor que los más fuertes), con el parte de Dojtúrov para Kutúzov, que se encontraba en Krems, y aquella misma noche se lo envió como correo extraordinario a Brünn. Semejante misión, además de las condecoraciones, suponía un gran paso para el ascenso.

La noche era oscura y estrellada. El camino parecía una cinta negra en medio de la nieve caída el día anterior a la batalla. El príncipe Andréi, montado en un coche de postas, pensaba en el combate, en la impresión que produciría la noticia de la victoria, recordaba la despedida del general en jefe y de sus compañeros. Experimentaba los sentimientos del hombre que después de una prolongada espera llega a alcanzar por fin la tan anhelada felicidad. Y apenas cerraba los ojos, volvían a tronar en sus oídos las descargas de la fusilería y de los cañones, confundidas con el chirrido de las ruedas y los gritos de victoria. O bien se imaginaba a los rusos en plena huida y a sí mismo en trance de muerte. Pero no tardaba en despertar sintiéndose dichoso, como si de nuevo se diera cuenta de que las cosas no fueron así, que, por el contrario, eran los franceses los que habían huido. Repasaba otra vez los detalles de la victoria, su sereno valor durante el combate; y, tranquilizado, volvía a dormirse...

A la noche oscura y estrellada sucedió una mañana clara y alegre; la nieve se fundía al calor del sol; los caballos galopaban veloces y a derecha e izquierda seguían pasando nuevos bosques, aldeas y campos.

En una de las estaciones alcanzó a un convoy de heridos rusos. El oficial ruso que lo dirigía, echado sobre el primer carro, gritaba e injuriaba del modo más grosero a un soldado. Cada una de las grandes carretas alemanas, que traqueteaban por el camino pedregoso, llevaba, al menos, seis heridos, pálidos, sucios y mal vendados. Algunos hablaban (se oían conversaciones en ruso), otros comían pan; los más graves miraban en silencio, con atención paciente y enfermiza, el correo que pasaba al galope junto a ellos.

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