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La verdadera vida de Sebastian Knight

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La verdadera vida de Sebastian Knight
Название: La verdadera vida de Sebastian Knight
Дата добавления: 15 январь 2020
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La verdadera vida de Sebastian Knight - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

“La verdadera vida de Sebastian Knight” comienza como el intento de escribir una biograf?a acerca del personaje del t?tulo por parte de su hermanastro, V. Este Sebastian se nos revela como un escritor de ?xito, autor de varias novelas complejas y extra?as, que fallece debido a una enfermedad card?aca a los 36 a?os. Tras su muerte, el narrador decide recopilar datos acerca de ?l para ilustrar el libro que le dedicar? (y que llevar? por t?tulo “La verdadera vida de Sebastian Knight”), ya que perdieron contacto cuando Sebastian march? a Londres. A trav?s de antiguos amigos y viejas amantes, V. ir? formando la imagen de ese hermanastro escritor: extra?o, oscuro, complejo, atormentado por su b?squeda insaciable de la imagen perfecta. Al igual que Nabokov, Sebastian cambia el ruso por el ingl?s y ese cambio es doloroso: le cuesta escribir Caleidoscopio, su primera novela, cuya redacci?n se convierte en un tour de force emocional (y casi f?sico). Ayudado por Claire, la mujer que le entregar? —casi literalmente— su vida, ese primer libro representa el primer paso en pos de una expresi?n ideal, liberada de lugares comunes, de palabras comunes, que alcance a describir lo m?s profundo de una existencia.

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—Quizá sea ella —exclamé.

Una mujer bajó del automóvil en un charco.

—Sí, es ella —dijo Madame Lecerf—. Quédese usted donde está.

Bajó corriendo el sendero y cuando estuvo junto a la recién llegada, la besó y la guió a la izquierda, donde ambas desaparecieron tras unas matas. Las espié un momento después, cuando, fuera ya del jardín, subieron los escalones y desaparecieron en la casa. Nada distinguí de Helene von Graun, salvo el abrigo de piel abierto y el pañuelo de vivos colores.

Encontré un banco de piedra y me senté. Estaba excitado y bastante satisfecho de mí mismo por haber capturado por fin a mi presa. Había un bastón sobre el banco y con él hurgué la rica tierra marrón. ¡Había triunfado! Aquella misma noche, después de hablar con ella, volvería a París y... Un pensamiento distinto del resto, fluctuante e insensato, se insinuó en el fárrago de mi mente... ¿Tendría que marcharme aquella noche? ¿Cómo era aquella frase en el mediocre relato de Maupassant: «He olvidado un libro»? Yo también estaba olvidando el mío.

—Conque está usted aquí —dijo la voz de Madame Lecerf—. Pensé que quizá se habría marchado.

—¿Todo anda bien?

—Lejos de eso —respondió tranquilamente —. No sé qué le habrá escrito usted, pero Helene creyó que se trata de un negocio sobre una película que está procurando arreglar... Dice que le ha tendido una trampa. Ahora haga usted lo que le digo. No hable con ella hoy ni mañana ni pasado mañana. Pero quédese aquí y muéstrese amable con ella. Después, tal vez pueda hablarle. ¿Me ha entendido?

—Es usted muy buena... Todo este trabajo que se toma...

Se sentó junto a mí, y como el banco era muy pequeño y yo..., bueno, no soy endeble, nuestros hombros se rozaron. Me humedecí los labios con la lengua y tracé líneas en el suelo con el bastón.

—¿Qué trata de dibujar? —preguntó aclarándose la garganta. —Las ondas de mi pensamiento —respondí burlonamente. —Una vez besé a un hombre porque sabía escribir su nombre al revés.

El bastón se me cayó de las manos. Miré a Madame Lecerf. Miré su suave frente blanca, los oscuros párpados violetas —que había bajado, equivocando quizá el sentido de mi mirada—, el minúsculo lunar en la pálida mejilla, las delicadas aletas de la nariz, el dibujo de su labio superior, mientras inclinaba la oscura cabeza, la blancura opaca de la garganta, las uñas pintadas de rojo de sus finos dedos. Levantó la cara y sus ojos, con las pupilas extrañamente aterciopeladas y situadas un poco más alto de lo habitual, miraron mis labios. Me levanté.

—¿Qué pasa? —dijo—. ¿En qué piensa usted?

Sacudí la cabeza. Pero ella tenía razón. Estaba pensando en algo, ahora, en algo que debía resolver inmediatamente...

—¿Cómo, quiere usted que regresemos? —preguntó mientras avanzábamos por el sendero.

Asentí.

—Pero ella no bajará todavía. ¿Por qué frunce usted el ceño?

Creo que me detuve, la miré nuevamente, esta vez deteniéndome en su esbelta figura envuelta en el ajustado vestido color canela.

Seguí caminando, sin dejar de reflexionar, y el sendero manchado de sol parecía mirarme con hostilidad.

— Vous n ' ê tes gu è re amiable-dijo Madame Lecerf.

Había una mesa y varias sillas en la terraza. El silencioso caballero rubio que había visto durante el almuerzo estaba sentado allí, examinando el mecanismo de su reloj. Cuando me senté le rocé torpemente el codo y él dejó caer una ruedecilla.

— Boga radi-dijo (no tiene importancia) cuando le pedí disculpas.

(Oh, conque era ruso. Bueno, eso podía serme útil.)

La dama nos dio la espalda canturreando ligeramente, golpeando el pie contra las lajas de piedra. Fue entonces cuando me volví hacia mi silencioso compatriota, que seguía escudriñando su reloj descompuesto.

— Ah-oo-neigh na-sheiky pah-ook-dije quedamente.

La mano de la dama subió hasta la nuca y ella giró sobre sus talones.

— Shto?(¿Qué?) —preguntó mi lento compatriota, mirándome.

Después miró a la dama, gruñó incómodamente y se irguió hurgando en su reloj.

— J'at quelque chose dans le cou...,lo noto —dijo Madame Lecerf.

—En verdad —dije—, acabo de decirle a este caballero ruso que creía ver una araña en su cuello. Pero me equivoqué. Era un efecto de luz.

—¿Ponemos el gramófono? —preguntó ella alegremente.

—Lo siento muchísimo —dije—, pero creo que debo regresar. ¿Me perdona usted?

— Mais vous êtes fou-exclamó—. ¿No quiere ver a mi amiga?

—Otro día, quizá —dije suavemente—, otro día...

—Dígame —dijo, siguiéndome por el jardín—. ¿Qué es lo que pasa?

—Fue muy hábil por su parte —dije, en nuestra generosa lengua rusa— hacerme creer que hablaba de su amiga cuando no hacía sino hablar de usted misma. La burla pudo seguir mucho tiempo si el destino no le hubiera movido el codo: ahora se ha derramado la leche. Porque resulta que he conocido al primo de su primer marido, el único que podía escribir su nombre al revés. De modo que hice una pequeña prueba. Y cuando inconscientemente escuchó las palabras en ruso que murmuré para mí mismo...

No, no dije una sola palabra de eso. Me limité a inclinarme, llegado al portal. Le mandaré un ejemplar de este libro, y entenderá.

18

La pregunta que hubiera querido hacer a Nina quedó sin formular. Hubiera querido preguntarle si nunca había advertido que el hombre de cara exangüe, cuya presencia encontraba tan tediosa, era uno de los escritores más notables de su época. Pero ¿habría valido la pena? Los libros no significan nada para una mujer de su clase: su propia vida le parece contener los estremecimientos de cien novelas. Si la hubieran condenado a permanecer todo un día encerrada en una biblioteca la habrían encontrado muerta por la noche. Estoy seguro de que Sebastian nunca le hablaba de su trabajo: habría sido como hablar de meridianos con un murciélago. Dejemos, pues, que el murciélago vuele y ruede en la creciente oscuridad, con la mímica astuta de una golondrina.

En los últimos y tristes días de su vida Sebastian escribió El extraño asfódelo,sin duda su obra maestra. ¿Dónde y cómo lo escribió? En la sala de lectura del British Museum (lejos de la mirada vigilante de Goodman). En la humilde mesa de un bistroparisiense (no de la clase preferida por su amante). En una silla plegable, bajo una sombrilla anaranjada, en Cannes o Juan, cuando ella y su pandilla lo abandonaban para retozar en otra parte. En la sala de espera de una estación anónima, entre dos ataques al corazón. En un hotel, entre el ruido de los platos que lavaban en un patio. En muchos otros lugares que sólo puedo conjeturar vagamente. El tema del libro es simple: un hombre se muere. Lo sentimos hundirse a lo largo de la obra. Sus pensamientos y sus recuerdos lo invaden todo con más o menos claridad (como las aspiraciones y espiraciones de un jadeo irregular), ya precisando esta imagen, ya aquélla, dejándola galopar al viento o arrojándola sobre la playa, donde parece mecerse y vivir un instante por sí sola, hasta que la arrebata el mar gris, donde se hunde o se transfigura extrañamente. Un hombre se muere, y él es el héroe del relato: pero mientras las vidas de otras personas en el libro parecen perfectamente reales (o al menos reales en un sentido knightiano), el lector ignora quién es el hombre moribundo, si su lecho de muerte está fijo o fluctúa, si es de veras un lecho. El hombre es el libro; el libro mismo está muñéndose como un fantasma. Una imagen-pensamiento, después otra, rompe en la playa de la conciencia y seguimos el ser o la cosa que son evocados: restos dispersos de una vida destrozada, inertes fantasmas que sacuden y despliegan alas con ojos. Esas vidas no son sino comentarios sobre el mismo tema. Seguimos al viejo y dulce Schwarz, jugador de ajedrez, que se sienta en una silla en una habitación en una casa para enseñar a un niño huérfano a mover el caballo; nos encontramos a la gorda gitana con esa franja gris en el pelo que traiciona su tinte barato; escuchamos a la pálida desdichada que denuncia ruidosamente el sistema de opresión a un hombre atento, bien vestido, en una casa pública de pésima fama. La alta y encantadora prima donna pone el pie en un charco y sus zapatos plateados se estropean. Un anciano solloza, consolado por una afectuosa muchacha de luto. El profesor Nussbaum, un estudioso suizo, mata a su amante y se suicida en una habitación de hotel a las tres y media de la mañana. Pasan y pasan, esas y otras personas, abriendo y cerrando puertas, viviendo mientras está iluminado el camino que siguen, tragadas sucesivamente por las oleadas del tema dominante: un hombre agoniza. El hombre parece mover un brazo o girar la cabeza sobre lo que puede ser una almohada, y mientras se mueve, tal o cual vida que acabamos de vislumbrar se desvanece o cambia. A veces su personalidad adquiere conciencia de sí, y entonces sentimos que atravesamos la arteria principal del libro. «Ahora, cuando era demasiado tarde y las tiendas de la Vida estaban cerradas, lamentaba no haber adquirido cierto libro que siempre había deseado, no haber presenciado ningún terremoto, ningún incendio, ningún accidente de tren, no haber visto Tatsienlu en el Tibet, no haber oído las urracas azules discurriendo en los sauces chinos, no haber hablado a aquella escolar errabunda, de ojos desvergonzados, que encontró un día en un páramo, no haberse reído del mal chiste de una mujer tímida y horrible, cuando nadie había reído en la habitación, haber perdido trenes, alusiones y oportunidades, no haber tendido la moneda que llevaba en el bolsillo a aquel viejo violinista que tocaba para sí, trémulo, en cierto triste día, en una ciudad olvidada.»

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