Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El sable silbaba sobre la piedra de afilar. Y de pronto Petia oyó un coro armonioso que ejecutaba un himno desconocido, apacible y solemne. Petia tenía un sentido musical parecido al de Natasha y superior al de Nikolái; pero nunca había estudiado música ni se había interesado por ella. Y, por ello, la melodía que había acudido inesperadamente a su mente y sonaba cada vez con mayor fuerza era para él nueva y atrayente. El tema rítmico crecía, pasaba de un instrumento a otro. Era lo que se llama una fuga, aunque Petia no tenía ni la más remota idea de lo que era. Cada instrumento, ya fuera parecido a un violín o a las trompetas, pero mucho más perfecto y puro que éstos, tocaba su parte y antes de terminarla se fundía la melodía con el siguiente instrumento que la iniciaba, y con el tercero, el cuarto, y todos acababan uniéndose en un himno bien solemne y místico, bien claramente triunfal y victorioso.
“¡Ah, pero si estoy soñando! —se dijo Petia inclinándose hacia delante—. Suena en mis oídos... Tal vez sea mi música. Otra vez, suena, sigue, música mía, sigue...”
Cerró los ojos. Desde diversas partes, como viniendo de lejos, comenzaron a surgir sonidos temblorosos; se perdían, se fundían y de nuevo formaban todos un solo himno apacible y solemne. “¡Ah, qué bello es esto! Oigo cuanto quiero y como quiero”, se dijo Petia. Y trató de dirigir todo aquel inmenso coro instrumental.
“Ahora, suave, más suave, casi en sordina.” Y los sonidos lo obedecían. “Ahora fuerte, alegre, todavía más alegre, más brío.” Y desde una profundidad desconocida se elevaban in crescendosonidos solemnes. “Ahora que se unan las voces”, ordenó Petia. Y las voces se oyeron, primero de hombres y luego de mujeres. Parecían venir de lejos y fueron creciendo y creciendo en solemne y pausado esfuerzo. Petia se sentía feliz y asustado ante aquella belleza sobrenatural.
Con la marcha triunfal y solemne se fundía la canción y las gotas seguían cayendo, el sable silbaba en la piedra... los caballos se peleaban y relinchaban de nuevo, pero sin interrumpir la música y sumándose a ella.
Petia no sabía cuánto tiempo duraba aquello. Sentía un gran placer, lo asombraba sentirlo y únicamente lamentaba no tener a nadie a quien hacer partícipe de sus sentimientos.
Lo despertó la voz cariñosa de Lijachov:
—Ya está, Excelencia. Con él puede cortar en dos a un francés.
Petia abrió los ojos.
—Ya amanece, ¡de veras que amanece!— exclamó.
Los caballos, antes invisibles, se dibujaban ahora hasta la cola, y a través de las ramas desnudas llegaba una luz blanquecina. Petia bajó del carro de un salto, sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Lijachov, blandió su sable para probarlo y lo deslizó en la vaina.
Los cosacos desataban los caballos y les apretaban las cinchas.
—Ahí está el jefe— dijo Lijachov.
Denísov salía de la casa. Llamó a Petia y le ordenó que se preparase.
XI
Cada cual se hizo cargo rápidamente de su caballo, le apretó la cincha y ocupó su puesto. Denísov permanecía junto a la garita, dando las últimas órdenes. La infantería pasó delante, chapoteando en el barro, y desapareció rápida entre los árboles, aprovechando la niebla matinal. El capitán de cosacos dio órdenes a los suyos. Petia, impaciente por ponerse en marcha, sujetaba por las riendas a su caballo. Se había lavado con agua fría y su rostro ardía, especialmente los ojos; un escalofrío le recorría la espalda. Todo su cuerpo se estremecía con un temblor rápido y regular.
—¿Está todo listo?— preguntó Denísov. —Vengan los caballos.
Cuando los trajeron, Denísov se enfadó con el cosaco porque la cincha del suyo estaba floja. Después montó. Cuando Petia puso el pie en el estribo, su caballo intentó morderle la pierna, como hacía siempre, pero él montó ágilmente, sin sentir el peso de su cuerpo, miró a los húsares que detrás de él ya se habían puesto en marcha y se acercó a Denísov.
—Vasili Dmítrievich... Le ruego por Dios... que me confíe un mando— dijo.
Denísov parecía haberse olvidado de Petia. Lo miró.
—Lo único que te pido— dijo con severidad —es que me obedezcas en todo y no te metas donde no debas.
Después, en todo el camino, Denísov se mantuvo en silencio sin dirigirle la palabra. Clareaba en el campo cuando llegaron al lindero del bosque. Denísov cambió algunas palabras en voz baja con el capitán y los cosacos desfilaron delante de él y de Petia. Cuando pasaron todos, Denísov espoleó al caballo y fue cuesta abajo. Entre resbalones, apoyándose en las patas traseras, las bestias con sus jinetes descendieron hacia la vaguada. Petia marchaba junto a Denísov. El temblor de su cuerpo iba en aumento. La luz era más intensa y sólo la niebla ocultaba los objetos lejanos. Cuando llegaron abajo Denísov se volvió e hizo un gesto con la cabeza al cosaco que estaba junto a él:
—¡La señal!— dijo.
El cosaco levantó el brazo y sonó un disparo. Inmediatamente se oyó el galopar de los caballos que iban delante, gritos por todas partes y nuevos disparos.
En el instante mismo de comenzar el galope de los caballos y los primeros gritos, Petia sacudió un fustazo al suyo y a rienda suelta, sin hacer caso de Denísov que le gritaba procurando detenerlo, se lanzó hacia delante. Le parecía que en el instante de dar la señal se había hecho pleno día. Corrió hacia el puente detrás de los cosacos. Al llegar, tropezó con un rezagado y siguió adelante. Algunos hombres —evidentemente franceses— cruzaron el camino de derecha a izquierda. Uno de ellos cayó en el fango, a los pies del caballo de Petia.
Cerca de una isba se agrupaban varios cosacos haciendo algo. En medio del grupo se oyó un terrible grito. Cuando llegó allí, lo primero que vio Petia fue el rostro de un francés, pálido y temblando su mandíbula interior, que sujetaba el asta de una pica apuntada a su pecho.
—¡Hurra!... ¡Muchachos!... ¡Ya son nuestros!...— gritó Petia mientras su caballo galopaba a rienda suelta a lo largo de la calle.
Delante se oían disparos. Los cosacos, los húsares y los andrajosos prisioneros rusos, que acudían corriendo de ambos lados del camino, gritaban de manera incoherente. Un francés joven de rostro enrojecido y colérico, con capote azul y la cabeza descubierta, se defendía de los húsares con la bayoneta. Cuando llegó Petia el francés ya había caído. “Vuelvo a llegar tarde”, cruzó por su mente; y corrió al lugar donde más nutrido era el tiroteo. Los disparos partían del patio de la casa señorial donde estuvo por la noche con Dólojov. Los franceses se defendían detrás de la valla del jardín y, apostados entre los numerosos y espesos arbustos, disparaban contra los cosacos que se habían reunido cerca del portalón. Al acercarse Petia vio entre el humo de la pólvora a Dólojov, quien, con rostro pálido de tinte verdoso, gritaba:
—¡Dad la vuelta! ¡Esperad a la infantería!
—¿Esperar?... ¡Hurra!— gritó Petia.
Y sin aguardar un instante se lanzó al galope hacia el sitio de donde venían los disparos y donde el humo de la pólvora era más intenso.
Sonó una descarga. Silbaron unas balas vacías en el aire y otras acertaron en el blanco. Los cosacos y Dólojov irrumpieron en el patio detrás de Petia. En medio de la humareda algunos franceses arrojaban sus armas y otros salían de entre los arbustos hacia los cosacos o bien huían cuesta abajo en dirección al estanque. Petia seguía galopando por el patio de la casa, y en vez de sujetar las bridas movía extrañamente los brazos y se ladeaba cada vez más. El animal se detuvo de golpe al tropezar con una hoguera casi apagada y Petia cayó pesadamente sobre la tierra húmeda. Los cosacos vieron cómo se estremecían sus brazos y piernas, aunque la cabeza permanecía inmóvil. Una bala la había atravesado.
Después de haber parlamentado con un oficial superior francés, que había salido de la casa con un pañuelo atado a la espada manifestando que se rendían, Dólojov bajó del caballo y se acercó a Petia, que permanecía inmóvil con los brazos extendidos.