Los usurpadores
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El tema central, en palabras del pr?logo, demuestra que el `poder ejercido por el hombre sobre su pr?jimo es siempre una usurpaci?n`. Mediante una amplia gama de tonalidades que va desde lo expositivo y narrativo hasta lo l?rico, desde un tono grave de sobriedad hasta el de la m?s desenfrenada pasi?n, Francisco Ayala nos ofrece aqu? unos cuadros o «ejemplos», inspirados en el pasado espa?ol que sirven de espejo para cualquier ?poca y lugar.
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Al oír estas noticias relatadas con monótona quejumbre don Pedro se había inflamado de furor; y derribó el tablero, mientras el tesorero y el ayo, consternados, se consultaban con la vista. ¿A dónde iría a parar aquella cólera? Los arranques del rey eran incalculables y sobrepujaban a cualquier previsión. Tan pronto se encogía de hombros, desentendido, como hacía ejecutar castigos que dejaban espantado al mundo. Con hielo en las venas recordaba don Juan Alfonso el escarmiento del arcediano a quien mandara enterrar vivo junto al cadáver del pobre zapatero que la codicia clerical tenía insepulto. ¿Ante qué respeto se hubiera detenido aquel insensato? ¿No llegó una vez, incluso, a levantar la mano a su propia madre para defender contra ella el nombre de su amante doña María de Padilla?… Mucho tiempo había pasado; habíase desvanecido el objeto de muchos afanes en que se consumió la vida, y las querellas de antaño estaban resueltas y decididas sin recurso; pero el recuerdo de esa vergonzosa disputa palatina durante la cual don Pedro amenazara a la reina trajo consigo en un momento el cortejo todo de su asco, indignación, desaliento e inquietud: el viejo ayo volvió a sentir otra vez el terror que entonces lo había paralizado, cuando -ante la osadía loca del joven- comprendió una vez más que aquello sólo podía tener un final malo. Malo para todos; malo, ¡ay!, antes que nada, para él mismo, para el desvelado y fiel Juan Alfonso que, sin ningún apoyo firme, sin fuerza propia en qué fundar su posición, se empeñaba en infundir prudencia a la conducta de tan soberbio pupilo. Pues hasta don Samuel Leví era más poderoso que él: tenía el oro; ésa era su fuerza. Pero él no contaba sino sobre la benevolencia del rey, y la única brida al capricho de su mudanza era el amor de don Pedro hacia doña María de Padilla, aquella su sobrina carnal, para quien él, Juan Alfonso, había hecho en su orfandad veces de padre. Sólo de esta dama pendía su privanza con el rey. ¡Cómo no había de temblar cuando advirtió que el bárbaro la jugaba así, desenfrenado, contra la vieja reina, que era tanto como oponerla a toda la Corte! Pues, ¿no bastaba acaso la hostilidad de sus hermanos, los poderosos bastardos dueños de media Castilla? ¿Había que concitar todavía discordias dentro de la casa?
No, su discreto seso, el tino y moderación que ponía en sus dictámenes, nada podían en verdad contra el concurso de tanta y tanta insensatez. Pues, si de una parte -de la parte del rey- había sido desaforada e imprudente la manera con que siempre sostuvo contra todos a su María de Padilla, no fue menos descabellado por parte de la reina y sus parientes el remedio de las bodas con la princesa de Francia que pretendieron aplicarle al supuesto mal. El, don Juan Alfonso, había querido oponerse con todas las energías de su alma y con recursos de todas clases, incluso -¿por qué no?- los de la intriga, al desdichado proyecto. "¡Interés turbio!", le gritaron enseguida. ¡Cuántas calumnias no habían derramado entonces sobre su cabeza! Interés turbio, ¿por qué? Una alianza política -y no otra cosa era a la postre aquel casamiento- ¿qué hubiera podido perjudicar a los amores, ya antiguos y asentados, del rey con su amiga?; y, en último término, a él ¿qué le importaba eso? Por ser sobrina suya la concubina de don Pedro, la gente le hacía a él fácil la vida. ¡Sí, facilidades nos diera Dios!… Sólo que él conocía bien al potro indómito. Y, por conocerlo bien, había tratado, aunque en vano, de contrariar esas bodas. Que tenía razón, el tiempo no tardó mucho en demostrarlo. Llegó de Francia doña Blanca: mirada altiva, labios apretados…, ¡una criatura! Lástima tuvo de ella al verla, Dios lo sabe. Y ¡qué temple, a sus años; qué no decir ni una palabra, ni una sola, jamás! ¡Señor, cómo sostiene el orgullo en la desgracia! El resultado fue que la vieja reina, después de tanto haberlo injuriado por estorbar las bodas (sí, la gran arpía era quien más había hincado las garras en su reputación, quien fulminó contra él las más soeces injurias), después de esto, tuvo que apresurarse en busca de paliativos al daño que él había querido evitar, con los cuales enmendase las consecuencias del proceder rudísimo de su hijo. Y como ella, todos los que antes se habían afanado tanto para urdir el casamiento, corrían ahora, desalados, a prevenir el que amenazaba ser, como lo fue, único fruto de aquellas bodas: un monstruo de nuevas discordias. Ante todo, quisieron forzar la conducta de don Pedro uniendo a las súplicas la coacción para que corrigiera sus yerros…
Olvidando por un instante la circunstancia precaria en que se encontraba -fugitivo hacia el destierro y con peligro de su vida-, el anciano don Juan Alfonso tuvo una tentación de risa al recordar el cúmulo de prevenciones de aquella célebre conjuración palatina, y cómo el brío natural de don Pedro, esa vez revestido de astucia, desbarató de un golpe todo su calculado aparato, y burló el oficioso desvelo de sus parientes, empeñados en traerlo a razón. Ahí sí que la tozuda inquina de la reina madre había acertado el pronóstico: "Todo será inútil -había asegurado a su azafata mientras ésta la vestía para acudir al consejo de familia convocado en la ciudad de Toro-: ¡Inútil, Juana! Vengo a esta reunión, no porque confíe en sus resultados, sino porque, siendo quien soy, no podría faltar a ella. Pero sé bien cuán inútil es. Piensan mis parientes que el mal puede remediarse; mucho sería que se aliviara-, yo no lo espero. ¡Si conoceré yo las raíces de ese mal! Raíces muy amargas. Consigan que él vuelva a su mujer, enciérrenlo con ella en su cámara si quieren, átenlo a los pies de la cama: su magín estará junto a la otra, y la cara se le sonreirá como a un bobo, mientras tú te sientes morir una y mil veces a su lado… No…, no" Y meneaba la cabeza.
– ¿No será, mi señora, que le hayan dado algún bebedizo? -aventuró, por decir algo, la azafata que, arrodillada a su lado, le prendía alfileres al justillo.
– ¿Un bebedizo? Sí, pudiera ser: toda maldad es posible. Aunque siendo tan mozo mi don Pedro, ¿qué más bebedizo que las mañas de una mujer artera?
– Cierto, señora; y puesto que ella es tan hermosa…
– ¿Qué estás diciendo, necia? ¡Es tan falsa su belleza como su alma! ¿Lo ves, Juana? ¡También tú caes en el engaño de la fama esa! Hermosa, dicen; y, sin embargo, "¿dónde está su hermosura?”, me pregunto yo. La hubieras conocido de niña, como yo la conocí, corriendo por los jardines del Alcázar mientras que su tío Juan Alfonso, ya desde entonces tan previsor, despachaba dentro los negocios, y no te harías lenguas ahora de belleza tan fementida: era, te aseguro, el visaje de un diablillo. Y ¿qué es lo que ha ocurrido en ella de entonces acá? ¿Se le ha blanqueado la tez? ¿Se han hecho grandes y claros, por ventura, aquellos ojuelos chispeantes? Aquella enorme boca, llena siempre de risa, ¿se ha hecho quizá pequeña y compuesta? Ciego será quien no vea de dónde viene esa pretendida hermosura; hipócrita, quien la celebre. Pues lo que celebran ahí bajo nombre de hermosura tiene otro más propio.
– Muy verdad es, señora, que las facciones de doña María están lejos de ser perfectas, y por supuesto que no pueden haberse mudado en otras. Pero quien no la ha conocido niña, sino sólo después del cambio a mujer, reconoce en el conjunto un algo que disimula…
– ¡Eso; tú lo has dicho: que disimula! Es el demonio disimulado, oculto bajo ricas telas murcianas. Mas, ¿cómo puede llamarse belleza a la estampa de la lascivia, por mucho que una falsa compostura la disfrace? Es algo que yo jamás podré entender. ¡Ay, que esas perras todas son iguales! ¿Qué tienen? ¿Qué dan a los hombres? Un bebedizo, sí. ¡Un bebedizo!
La reina quedó en silencio. Por quebrarlo, observó, compungida, la azafata:
– Pero, señora, ¡es tan joven aún el rey!…
– ¡Calla, mujer; cállate, Dios me valga! -saltó ella con vehemencia al oír esto-. ¿No conoceré yo cómo es esa afición del demonio? Me sé de memoria la cantilena: "¡Es tan joven! Con los años tendrá enmienda"… Que se engañen quienes ignoran de dónde le viene al rey esa condición: yo no me engaño; yo no me puedo engañar… Y ya lo ves: creyeron que todo se arreglaría trayéndole a esa princesa de Francia, y ha sido para más encenagarlo. No contaban con su natural repugnancia a cuanto sea noble y digno.
¡Pobre princesa, pobre criatura inocente, pobre doña Blanca! Ahí lo tienes: huye de su cámara la noche misma de las bodas y, loco de celo, atropellando todas las conveniencias, acude a la alcoba de la concubina. ¿Qué podría ofrecerle a él, estragado por el lujo morisco, las perlas, los perfumes orientales que a manos llenas regala para su propio placer?… Arreglarse todo, sí; pensarán que el mal tiene remedio… En fin, hija: yo he de asistir a este acto, porque así me lo han pedido sin que pudiera excusarme; pero no pienso tomar parte alguna, ni despegar los labios. ¡Amén a todo! Ya verán qué poco puede en este asunto el concurso de buenas voluntades…
Fiel a su dicho, la reina madre había guardado silencio, en efecto, durante toda la reunión. Cuando, atraído a ella con engaño, compareció don Pedro en el salón del castillo de Toro ante sus grandes parientes, fue su tía, la anciana reina de Aragón, responsable por la iniciativa de este irregular consejo de familia, quien hubo de echar también sobre sí la grave tarea de amonestarlo. Reprochóle su preferencia por el trato con gente ruin; le representó los riesgos y daños de su desvío para con los poderosos, y recalcó por último, con frase que la historia recogería: "Más conviene a vuestra dignidad estar acompañado, como ahora lo estáis, de todos los grandes y buenos de vuestros reinos"… Luego, suavizando la severidad de su tono, prosiguió:
– Cierto es que un buen rey debe amparar a todos los hombres; pero, señor sobrino, sabed que vuestra inclinación hacia la gente común ofende a quienes somos vuestros iguales. ¿En quién ponéis amistad, confianza? Avergüenza el decirlo: en judíos, en mercaderes, en conversos. ¿A quién dais los cargos de vuestra real casa? A gente que ayer todavía no era nadie, y ostenta hoy soberbia increíble; a gente cuya sola presencia enoja, ¡qué no, su engreimiento! Y ¿con quién comunicáis todas vuestras intenciones? ¿Con quién aconsejáis todos vuestros pasos? Por Dios, sobrino, que eso se hace harto duro de sufrir. Ni siquiera para concurrir a este nuestro requerimiento habéis podido prescindir de vuestro don Leví, que se enriquece de lo que os da y está gobernando con sus arcas el reino.