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Mashenka

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Mashenka
Название: Mashenka
Автор: Nabokov Vladimir
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 309
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Mashenka читать книгу онлайн

Mashenka - читать бесплатно онлайн , автор Nabokov Vladimir

`…Mashenka fue mi primera novela. Comenc? a trabajar en ella en Berl?n, poco despu?s de haber contra?do matrimonio, en la primavera de 1925. La termin? a principios del a?o siguiente, y fue publicada por una editorial regida por emigrados rusos (Slovo, Berl?n, 1926). Dos a?os despu?s, aparec?a una versi?n alemana que no he le?do (Ullstein, Berl?n, 1928). Con esta sola excepci?n, la novela no ha sido traducida a lo largo del impresionante per?odo de cuarenta y cinco a?os.`

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Dejó el sombrero y el abrigo sobre las dos maletas y entró silenciosamente en el dormitorio de Podtyagin.

Los bailarines dormían en el diván, el uno apoyado en el otro. Klara y Lydia Nikolaevna estaban inclinadas sobre el viejo poeta, que tenía los ojos cerrados, en tanto que su rostro, del color de la arcilla seca, se estremecía de vez en cuando, en un espasmo de dolor.

Ahora era casi de día. Los trenes cruzaban dormidos la casa.

Mientras Ganin se acercaba a la cabecera de la cama, Podtyagin abrió los ojos. En aquel abismo en que iba precipitándose, su corazón encontró por un instante un débil agarradero. Podtyagin hubiera querido decir muchas cosas. Hubiera querido decir que ya nunca vería París, y menos aún su patria, que toda su vida había sido estúpida y estéril, y que ignoraba para qué había vivido y por qué moría. Volvió la cabeza a un lado, miró perplejo a Ganin y musitó:

– ¿Ve usted? Sin pasaporte.

Algo parecido a una sonrisa pasó por sus labios. Movió los ojos, y una vez más el abismo le atrajo hacia sus profundidades, una punzada le atravesó el corazón… Y respirar le parecía una inalcanzable delicia.

Con mano fuerte y blanca, Ganin agarró el borde del embozo, fijó la vista en el rostro del viejo poeta, y, en aquel mismo instante, recordó los vacilantes y fantasmales doppelgängers, los extras de cine rusos, que se habían vendido por diez marcos cada uno, y que, sabía Dios dónde, aún cruzaban el blanco resplandor de las pantallas cinematográficas. Pensó que, a pesar de todo, Podtyagin había dado algo, aunque este algo sólo fuera un par de pálidos versos que le habían dado calor y eterna vida, a él, a Ganin, de la misma manera que un perfume barato o los anuncios en una calle conocida llegan a sernos queridos. Durante un instante, Ganin vio la vida en toda la conmovedora belleza de su desesperanza y su dicha, y todo adquirió exaltada altura y profundo misterio, todo, su pasado, la cara de Podtyagin bañada por la pálida luz, el débil reflejo de la ventana en la azulada pared, y las dos mujeres con oscuros vestidos, inmóviles a su lado.

Con pasmo, Klara advirtió que Ganin sonreía, y no alcanzó a comprenderlo.

Sin dejar de sonreír, Ganin tocó la mano de Podtyagin, que se estremeció muy levemente, allí, sobre la sábana. Volvió la cabeza hacia Klara y Frau Dorn, y dijo:

– Me voy ahora. No creo que volvamos a vernos. Despídanme de los bailarines.

Klara, también en voz baja, dijo:

– Le acompañaré a la puerta… Los bailarines duermen.

Y Ganin salió del dormitorio. En el vestíbulo, cogió las maletas y se echó el impermeable sobre un hombro. Klara le abrió la puerta. Al salir al descansillo, Ganin dijo:

– Muchas gracias, y buena suerte.

Se detuvo un instante. Ya el día anterior había pensado que no estaría mal explicar a Klara que él jamás había tenido la menor intención de robar dinero, sino que había estado contemplando viejas fotografías. Sin embargo, ahora no pudo hallar utilidad alguna a esta explicación, por lo que inclinó la cabeza y comenzó a bajar con calma la escalera. Klara, con la mano en el manubrio de la puerta, se quedó mirando como Ganin bajaba. Llevaba las maletas como si de un par de cubos se tratara, y sus pesados pasos producían en los peldaños un sonido parecido al de un lento latir. Mucho después de que Ganin hubiera desaparecido en una curva de la escalera, Klara estaba aún en el descansillo, escuchando aquellos firmes pasos que se iban alejando. Por fin, cerró la puerta y se quedó unos instantes en el vestíbulo. En voz alta repitió:

– Los bailarines duermen.

Y bruscamente comenzó a sollozar sin producir ruido, pero con gran intensidad, mientras movía la punta del dedo índice, arriba y abajo, sobre la pared.

17

Las gruesas y pesadas manecillas en el gran rostro blanco del reloj que sobresalía perpendicularmente del rótulo de la tienda de relojería, señalaban las seis y treinta y seis minutos. En el débil azul del cielo que aún no se había calentado después de la frialdad nocturna, sólo una nubécula se había tornado de color rosáceo, y la alargada y delgada forma de esta nubecilla tenía una gracia inefable. Los pasos de los desgraciados que a esta hora estaban despiertos y circulando sonaban con especial claridad en el aire desierto, y, a lo lejos, una luz con colorido de carne destellaba en los raíles de los tranvías. Una carretilla, cargada con enormes montones de violetas, medio cubiertos con un burdo paño a rayas, avanzaba lentamente junto a la acera, y la florista ayudaba al corpulento perro de pelo rojo a arrastrar el vehículo. Con la lengua fuera, el perro avanzaba trabajosamente, poniendo a contribución todos y cada uno de sus nervudos músculos entregados al servicio del hombre.

De las negras ramas de algunos árboles, en las que comenzaban a brotar los botones verdes, surgió una bandada de gorriones que voló produciendo un sonido de múltiples aleteos y se posó en lo alto de un delgado muro de ladrillos.

Las tiendas todavía dormían tras sus rejas, y las casas solamente estaban iluminadas en su parte alta, pese a lo cual era imposible imaginar que anochecía, en vez de amanecer. Las sombras se proyectaban en direcciones contrarias a las usuales, formando combinaciones anormales para la vista de los que conocen las sombras nocturnas, pero no están acostumbrados a las de la aurora.

Todo parecía torcido, atenuado y metamorfoseado, como si estuviera reflejado en un espejo. Y cuando el sol ganó altura, y las sombras se dispersaron, colocándose en sus habituales lugares, la serena luz del mundo de los recuerdos, en que Ganin había vivido, devino lo que en realidad era, es decir, el pasado.

Miró alrededor, y al término de la calle vio, iluminada por el sol, la esquina de la casa en la que había revivido su pasado, al que jamás volvería. Había algo bellamente misterioso en aquel alejamiento de su vida en una casa.

A medida que el sol fue ascendiendo y la ciudad fue iluminándose, la calle fue despertando y perdió su fantasmal encanto. Ganin avanzaba por la parte media de la acera, balanceando sus maletas repletas, y se preguntaba cuánto tiempo hacía desde que se sintió en tan excelente forma como hoy, tan fuerte y tan dispuesto a enfrentarse con cualquier cosa. El hecho de que lo viera todo con visión nueva y amorosa -los carros que se dirigían al mercado, las delgadas hojas a medio crecer y los coloridos carteles que un hombre con delantal pegaba en las paredes de un quiosco-, este hecho significaba para él una secreta encrucijada, un despertar.

Se detuvo en el jardincillo público cercano a la estación, y se sentó en el mismo banco en el que, muy poco tiempo atrás, había recordado su tifus, la casa de campo y su presentimiento de Mashenka. Dentro de una hora, Mashenka llegaría, su marido seguiría sumido en un sueño mortal, y él, Ganin, la recibiría.

Sin saber exactamente la razón, recordó el modo en que se había despedido de Liudmila, y en que había abandonado el dormitorio de ésta.

Detrás del jardincillo público estaban construyendo una casa. Ganin distinguía el amarillo maderamen de las vigas, y el esqueleto de la techumbre, en parte dotada ya de tejas.

Pese a lo temprano de la hora, ya se trabajaba. Las figuras de los obreros en el andamiaje destacaban en azul contra el cielo matutino. Uno de ellos caminaba por la cornisa, ligero y libre, hasta el punto que parecía pudiera echar a volar. El andamiaje brillaba como oro al sol, y dos obreros pasaban tejas a un tercero, en lo alto. Estaban tumbados de espaldas, uno a nivel superior al otro, como si yacieran en los peldaños de una escalera. El hombre situado más cerca del suelo pasaba las rojas tejas, como si de grandes libros se tratara, por encima de su cabeza; él hombre a nivel intermedio cogía la teja, y en una continuidad de movimiento, echándose hacia atrás y elevando los brazos, la pasaba al obrero en lo alto. Este perezoso y regular proceso producía en Ganin un curioso efecto calmante. El amarillo andamiaje de madera estaba mucho más vivo que el más vivo de los sueños centrados en el pasado. Mientras Ganin contemplaba el esqueleto de tejado en el etéreo cielo, comprendió con implacable claridad que sus relaciones con Mashenka habían terminado para siempre. Habían durado cuatro días, cuatro días que quizás habían sido los más felices de su vida. Pero ahora que sus recuerdos se habían acabado, se sentía saciado de ellos, y la imagen de Mashenka, juntamente con la del poeta agonizante, quedaba ya encerrada en aquella morada de fantasmas que, ahora, también se había convertido en recuerdo.

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