Mashenka
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`…Mashenka fue mi primera novela. Comenc? a trabajar en ella en Berl?n, poco despu?s de haber contra?do matrimonio, en la primavera de 1925. La termin? a principios del a?o siguiente, y fue publicada por una editorial regida por emigrados rusos (Slovo, Berl?n, 1926). Dos a?os despu?s, aparec?a una versi?n alemana que no he le?do (Ullstein, Berl?n, 1928). Con esta sola excepci?n, la novela no ha sido traducida a lo largo del impresionante per?odo de cuarenta y cinco a?os.`
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– ¿Cómo es eso? ¿No bebe?
– Sí, claro, cómo no… -contestó Ganin, sentándose en el alféizar de la ventana, y cogiendo el frío vaso que le ofrecía el bailarín. Se echó la bebida al coleto, y miró a los que se sentaban alrededor de la mesa.
Todos guardaban silencio, incluso Alfyorov, a quien la emoción de pensar que dentro de ocho o nueve horas llegaría su esposa había dejado sin habla.
Gornotsvetov ajustó una clavija y pulsó una cuerda:
– Ya está afinada.
Tocó un acorde, y mató el sonido con la palma de la mano.
– ¿Por qué no cantan, caballeros? Canten en honor de Klara. Vamos, cantemos: Cual fragante flor…
Alfyorov sonrió a Klara, se inclinó hacia atrás, por lo que poco faltó para que cayera, ya que estaba sentado en un taburete sin respaldo, levantó el vaso en ademán de galantería fingidamente cómica, e hizo un esfuerzo para cantar en falsa y afectada voz de tenorino, pero nadie le secundó.
Gornotsvetov tocó unas notas más, y dejó la guitarra. Todos se sentían inhibidos.
– ¡Menudo coro! -se quejó Podtyagin, y sacudió la cabeza, apoyada en la palma de la mano.
Se encontraba mal. El recuerdo de la pérdida de su pasaporte se combinaba con una clara dificultad en respirar. Lúgubremente, añadió:
– No debiera beber. Esta es la razón de todo.
– Ya se lo he dicho -murmuró Klara-. Pero es usted como un niño, Antón Sergeyevich.
Kolin revoloteó alrededor de la mesa, meneando las caderas:
– ¿Cómo es que no están todos comiendo y bebiendo?
Comenzó a llenar vasos. Nadie dijo nada. No cabía la menor duda de que la fiesta era un fracaso.
Ganin, que hasta aquel momento había estado sentado en el alféizar de la ventana, contemplando con una débil sonrisa de ironía el malva esplendor de la mesa y los rostros extrañamente iluminados, saltó bruscamente al suelo y soltó una carcajada de límpido sonido. Mientras se dirigía hacia la mesa, dijo:
– Llene todos los vasos, Kolin. Más vino para Alfyorov. Mañana la vida cambiará. Mañana ya no estaré aquí. Vamos, vamos, a divertirse todos. Klara, deje ya de mirarme como una corza herida. Kolin, dé más licor de naranja o de lo que sea a Klara. Y usted, Antón Sergeyevich, anímese, hombre. De nada le servirá llorar por su pasaporte. Le darán otro pasaporte que será todavía mejor que el anterior. Vamos, recítenos alguna poesía. A propósito…
– ¿Puedo quedarme con esta botella vacía? -dijo de repente Alfyorov, y en sus ojos excitados apareció un destello de lascivia.
Ganin se acercó a Podtyagin, y puso la mano sobre su hombro carnoso.
– A propósito, recuerdo algunos versos suyos, Antón Sergeyevich: "Luna llena… bosque y río…" ¿Son así, verdad?
Podtyagin volvió la cabeza y le miró. Luego, en su rostro se dibujó una lenta sonrisa:
– ¿En qué calendario los ha encontrado? Les gustaba mucho imprimir mis versos en las hojas de los calendarios. En el reverso, antes de la receta culinaria.
– ¡Señores, señores! ¿Qué va a hacer este hombre? -gritó Kolin, indicando a Alfyorov, quien, después de abrir la ventana, había levantado la mano en que sostenía la botella y se disponía a lanzarla a la noche azul.
– Dejen que haga lo que le dé la gana -rio Ganin.
La barbita de Alfyorov brillaba, la nuez del cuello se le había hinchado, y la brisa nocturna agitaba el escaso pelo de sus sienes. Trazó con el brazo un arco, lo bajó, sin soltar la botella, dejándolo caído al costado, y así se quedó unos instantes, hasta que, solemnemente, puso la botella en el suelo.
Los bailarines se echaron a reír.
Alfyorov se sentó al lado de Gornotsvetov, cogió la guitarra de sus manos e intentó tocarla. Alfyorov era un hombre que se emborrachaba muy fácilmente.
Con dificultad en el habla, Podtyagin dijo:
– ¡Qué seria está Klara! Las chicas como ella solían escribirme unas cartas realmente conmovedoras. Pero ahora Klara ni siquiera quiere mirarme.
Pensando que jamás se había sentido tan desgraciada como ahora, Klara dijo:
– No beban más, por favor.
Podtyagin consiguió esbozar una sonrisa, y tiró de la manga de Ganin:
– Aquí tenemos al futuro salvador de Rusia. Vamos, Lyovushka, hable, cuéntenos algo, ¿por qué territorios ha vagado, dónde ha luchado?
Con benévola sonrisa Ganin dijo:
– ¿De veras? ¿Quieren que les cuente algo?
– ¡Naturalmente! Esto me ayudará a superar mi depresión. ¿Cuándo salió de Rusia?
– ¿Cuándo? Kolin, por favor, un poco más de esa bebida tan pegajosa. No, no es para mí, es para Alfyorov. Sí. En su vaso.
15
Lydia Nikolaevna estaba ya en cama. Con cierto nerviosismo había rechazado la invitación de los bailarines, y ahora dormía el ligero sueño de las viejas, por el que cruzaban los sonidos de los trenes, acompañados de las vibraciones de grandes aparadores repletos de temblorosas vajillas. De vez en cuando, su sueño quedaba interrumpido, y entonces oía vagamente los ruidos de la habitación 6. Tuvo un sueño centrado en Ganin, y en este sueño Lydia Nikolaevna ignoraba quién era Ganin y de dónde había venido. En realidad, la personalidad de aquel hombre estaba rodeada de misterio. Y era natural, ya que a nadie había contado su vida, sus vagabundeos y sus aventuras en el curso de los últimos años. Incluso el propio Ganin recordaba como en un sueño su huida de Rusia, un sueño que era como una niebla marina, levemente destellante.
Quizá Mashenka le escribió más cartas, en aquel entonces -principios de 1919-, durante el período en que luchaba en la zona norte de Crimea, pero caso de que así hubiera sido, Ganin no las recibió. La resistencia de Perekop se debilitó, y la plaza cayó. Herido en la cabeza, Ganin fue evacuado a Simferopol. Una semana después, enfermo y desorientado, separado de su unidad, que se había retirado a Feodosia, Ganin fue arrastrado por la enloquecida y horrorosa marea de la evacuación civil. En los campos y laderas de los Altos de Inkerman, donde otrora los uniformes escarlata de los soldados de la reina Victoria habían destacado por entre el humo de los cañones de juguete, la adorable y salvaje primavera de Crimea estaba ya muy avanzada. Algo ondulada, la carretera, blanca como la leche, se perdía en el horizonte, la plegada cubierta del automóvil descapotable temblequeaba, mientras las ruedas saltaban sobre hoyos y jorobas, y la sensación de velocidad, la sensación de primavera, de espacio abierto y del pálido verdor de las colinas se mezcló súbitamente, de modo que le produjo una deliciosa alegría que le hizo olvidar que aquél era el camino que le llevaba fuera de Rusia.
Pletórico todavía de alegría llegó a Sebastopol, y allí dejó la maleta en el Hotel Kist, edificio de piedra blanca, donde reinaba una indescriptible confusión. Borracho de deslumbrante sol y con un sordo dolor en la cabeza, Ganin salió del hotel, pasó junto a las pálidas columnas dóricas del porche, bajó los anchos peldaños de granito, y se dirigió al puerto, donde contempló durante largo rato el azul esplendor del mar, sin que por un instante la idea del exilio turbara sus pensamientos. Luego, volvió a ascender a la plaza, donde se alzaba la estatua del almirante Nakhimov, con larga levita naval y un telescopio, y se adentró por una polvorienta calle blanca, hasta llegar al Cuarto Bastión, y luego visitó el Panorama. Más allá de la balaustrada circular, los viejos cañones, los sacos terreros rasgados de propósito y la arena de circo auténtica formaban el cuadro dulce, del color azul del humo, un tanto sofocante, que rodeaba la plataforma en que se encontraban los curiosos, un cuadro que engañaba a la vista merced a la borrosa calidad de sus límites.
Así quedó grabado en su memoria Sebastopol: antiguo y polvoriento, preso en una ensoñada inquietud muerta.
Por la noche, a bordo del barco, contempló las vacías mangas blancas de los reflectores elevándose hacia el cielo, buscando en él, y descendiendo, en tanto que el agua negra parecía barnizada por la luz de la luna, y más allá, en la neblina nocturna, un crucero extranjero, muy iluminado, permanecía anclado, descansando en los móviles pilares dorados de sus propios reflejos.