Morfina

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Morfina
Название: Morfina
Автор: Bulg?kov Mija?l
Дата добавления: 15 январь 2020
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Morfina - читать бесплатно онлайн , автор Bulg?kov Mija?l

En vida de Mija?l Bulg?kov dif?cilmente alguien se habr?a atrevido a considerarlo un "cl?sico" de la literatura rusa, ya que, despu?s de haber gozado de un brev?simo per?odo de ?xito durante la d?cada de los veinte, Bulg?kov fue v?ctima de constantes calumnias pol?ticas por parte de las autoridades sovi?ticas. Hoy, se encuentra en un nivel parecido al de Turgu?niev, Tolst?i o Ch?jov. Los relatos reunidos en este volumen pertenecen al ciclo "Notas de un m?dico joven". Todos est?n basados en experiencias reales del propio Bulg?kov, que durante a?os ejerci? como m?dico rural en la provincia de Smolensk. En ellos se aprecia la voluntad narrativa de Bulg?kov, que acredita una notoria pero sutil capacidad introspectiva y de distanciamiento respecto a la propia persona, con un toque inevitable de cierta comicidad. Todo ello en medio de un paisaje dominado obsesivamente por la nieve y relatado con agilidad y calidez.Menci?n aparte merece el relato m?s extenso del libro y que le da t?tulo, 'Morfina'. Se trata del diario de un compa?ero del protagonista, el m?dico Poliakov, que deja a su muerte el estremecedor relato de esas p?ginas confesionales, que son la cr?nica de una destrucci?n, referida en t?rminos turbadores. Quien escrib?a al comienzo de su terrible experiencia: "No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad", acaba por confesar "La muerte de sed es una muerte paradis?aca, beatifica en comparaci?n con la sed de morfina".

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En ese momento, y para toda la vida, el soldado que me atormentaba salió de mi cabeza.

¡Ah, el espejo de los recuerdos! Había transcurrido un año. ¡Qué gracioso me resulta ahora recordar ese alvéolo! Yo, a decir verdad, nunca extraeré los dientes como Demián Lukich. ¡Faltaría más! El extrae unos cinco dientes cada día, mientras que yo uno cada dos semanas. Pero, pese a eso, los extraigo como muchos quisieran poder hacerlo. Y ya no rompo los alvéolos, y si lo hiciera, no me asustaría.

Pero ¿qué importancia tienen los dientes? Cuántas cosas no habré visto y hecho en este año inolvidable.

La noche entraba en la habitación. La lámpara estaba ya encendida y yo, flotando en el amargo olor a tabaco, hacía un balance. Mi corazón se llenó de orgullo. Había hecho dos amputaciones desde la cadera (las de dedos ni siquiera las cuento). ¿Y cuántos raspados? Los tengo anotados dieciocho veces. ¿Y la hernia? ¿Y la traqueotomía? Todo lo he hecho, y ha salido bien. ¡Cuántos abscesos gigantescos he abierto! ¿Y los vendajes en las fracturas? Los he hecho de yeso y almidonados. He arreglado dislocaciones. He hecho intubaciones. Y partos. ¡De todo tipo! Es verdad que no haría cesáreas. Siempre se puede enviar a la parturienta a la ciudad. Pero fórceps, virajes, todos los que queráis.

Recuerdo mi último examen estatal de medicina legal. El profesor me dijo:

—Hable de las heridas a quemarropa.

Comencé a hablar con soltura, y hablé durante mucho rato; por mi memoria visual pasaba flotando la página de un grueso libro de texto. Finalmente quedé agotado; el profesor me miró con repugnancia y dijo con voz cascada:

—Nada parecido a lo que usted acaba de decir ocurre en las heridas a quemarropa. ¿Cuántos sobresalientes tiene?

—Quince —contesté.

El profesor puso frente a mi apellido un aprobado y yo salí de allí rodeado de niebla y vergüenza...

Salí y muy pronto me marché a Múrievo, y aquí estoy, solo. El diablo sabrá lo que ocurre en las heridas a quemarropa. Yo sé que cuando aquí había una persona acostada en la mesa de operaciones y una espuma de burbujas —rosada por la sangre— le salía de la boca no perdí el dominio de mí mismo. No, aunque su pecho había sido destrozado a quemarropa con perdigones para lobos, hasta tal punto que se veía un pulmón y la carne del pecho colgaba a pedazos. Y un mes y medio más tarde ese mismo hombre salió vivo de mi hospital. En la universidad nunca tuve el honor de tener entre mis manos unos fórceps, en cambio aquí, aunque temblando, aprendí a utilizarlos en un momento. No oculto que recibí a un bebé extraño: la mitad de su cabeza estaba hinchada, de color azul purpúreo y sin un ojo. Sentí que me helaba. Escuché vagamente las palabras de consuelo de Pelagueia Ivánovna:

—No es nada, doctor, simplemente le ha puesto en el ojo una de las paletas de los fórceps.

Estuve temblando durante dos días, pero dos días más tarde la cabeza recuperó su estado normal.

Y cuántas heridas he cosido. Cuántas pleuritis purulentas he visto, cuántas neumonías, tifus, cánceres, sífilis, hernias (y las he curado), hemorroides, sarcomas...

Inspirado, abrí el libro de registros y estuve contando durante una hora. ¡Y los conté todos! En un año, hasta esa misma noche, había atendido a 15.613 enfermos. Internados había tenido 200 y sólo habían muerto seis.

Cerré el libro y me dispuse a dormir. A mis veinticuatro años, estaba acostado en mi cama en espera de poder conciliar el sueño, y pensaba que mi experiencia era ahora enorme. ¿De qué podía tener miedo? De nada. Había sacado guisantes de los oídos de los niños, había cortado, cortado, cortado... Mi mano era valiente, no temblaba. Había visto toda clase de picardías y aprendido a comprender incomprensibles frases de labios de las campesinas. Me orientaba en ellas como Sherlock Holmes en los documentos misteriosos... El sueño estaba cada vez más cerca...

—Yo... —farfullé, mientras me quedaba dormido—, yo verdaderamente ya no puedo imaginar que me traigan un caso que me ponga en un callejón sin salida..., quizá allá, en la capital, dirán que actúo como un enfermero..., qué importa..., ellos están bien... en las clínicas y universidades..., en los gabinetes de rayos X..., en cambio yo aquí... soy todo... y los campesinos no pueden vivir sin mí... Cómo temblaba cuando llamaban a la puerta, cómo me contraía mentalmente por el miedo... En cambio ahora...

* * *

—¿Cuándo ocurrió esto?

—Hace una semana, padrecito, hace una semana... Lo echó...

Y la campesina comenzó a sollozar.

Era una mañana grisácea del mes de octubre: el primer día de mi segundo año. La noche anterior me había sentido orgulloso y me había jactado de mí mismo mientras lograba conciliar el sueño, y esta mañana estaba de pie, con mi bata, y observaba desorientado...

La mujer sostenía en sus brazos a su hijito de un año como si fuera un tronco; al chiquillo le faltaba el ojo izquierdo. En lugar de un ojo, de su estirado y delgadísimo párpado asomaba un globo de color amarillo, del tamaño de una manzana pequeña. El chiquillo gritaba y pataleaba de dolor, y la campesina sollozaba. Yo no sabía qué hacer. Le examiné desde todos los ángulos. Demián Lukich y la comadrona estaban de pie detrás de mí. Callaban. Nunca habían visto nada semejante.

«¿Qué puede ser esto...? Una herida cerebral... Hmm... pero está vivo... Sarcoma... Hmm... es demasiado blando... Un horrible tumor nunca visto... Pero a partir de dónde... De lo que fuera el ojo... O quizá el ojo nunca haya existido... en todo caso, ahora no está...»

—Pues bien —dije con aire inspirado—, es necesario operar este problema...

E inmediatamente me imaginé cómo haría una incisión en el párpado, cómo lo abriría y...

«¿Y qué...? ¿Qué ocurrirá más adelante? Tal vez eso provenía del cerebro... Diablos... Es bastante suave..., se parece al cerebro...»

—¿Qué? ¿Cortarle? —preguntó la campesina palideciendo—. ¿Cortar en el ojo? No doy mi consentimiento...

Y, horrorizada, se puso a envolver al chiquillo en trapos.

—No tiene ningún ojo —contesté categóricamente—. Observa, no hay lugar para el ojo. Tu niño tiene un extraño tumor...

—Déle unas gotas —dijo la campesina, aterrorizada.

—¿Te estás burlando acaso? ¿Qué tienen que ver las gotas aquí? ¡Ninguna gota le puede ayudar!

—Entonces qué, ¿se va a quedar sin ojo?

—Te estoy diciendo que no tiene ojo...

—¡Pues hace tres días tenía uno! —exclamó con desesperación la mujer.

«¡Diablos...!»

—No lo sé, quizá en realidad lo tenía... Diablos... Pero es que ahora no lo tiene... Y por último, querida, es mejor que lleves a tu niño a la ciudad. Allí le harán inmediatamente una operación... ¿No es verdad, Demián Lukich?

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