Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Pero si no lo hizo más con palabras, la princesa manifestaba su agradecimiento con toda la expresión de su rostro, que resplandecía de gratitud y ternura. No podía creer que no hubiese motivos para estarle agradecida. Al contrario: para ella era indudable que, sin él, habría caído en manos de los campesinos sublevados y de los franceses y que él, para salvarla, se había expuesto a grandes y evidentes peligros; no cabía duda de que era un alma elevada y sensible que había sabido entender su situación y su dolor. Sus ojos nobles y bondadosos, humedecidos por las lágrimas cuando ella se echó a llorar contándole su desventura, no se apartaban de su imaginación.
Cuando se despidió de él y quedó sola, la princesa María notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y entonces, y no por primera vez, se preguntó si lo amaba.
Por el camino hacia Moscú, aunque la situación de la princesa no era para mostrar alegría, Duniasha, que la acompañaba en el coche, notó que varias veces se asomaba a la ventanilla y sonreía alegre y tristemente por algo.
"¿Y qué si yo me hubiera enamorado de él?”, pensaba la princesa María.
Por mucha vergüenza que le costara reconocer que había sido la primera en querer a un hombre que, tal vez, nunca se enamoraría de ella, se consoló pensando que nadie lo sabría jamás y que no sería culpable si, ocultándolo a todos, amara a alguien hasta el fin de su vida por primera y única vez.
Recordaba a veces sus miradas, su interés, sus palabras, y toda esa dicha no le parecía tan imposible. Era entonces cuando Duniasha la veía asomarse sonriente a la ventanilla. “Y pensar que tenía que venir a Boguchárovo en aquel preciso momento, y que su hermana hubiera roto con el príncipe Andréi”, se decía la princesa viendo en todo aquello voluntad de la providencia.
Muy agradable fue la impresión que produjo la princesa María a Rostov. Se sentía alegre al recordarla, y cuando sus compañeros, conocedores de la aventura de Boguchárovo, bromeaban diciendo que había ido en busca de heno y había pescado a una de las herederas más ricas de Rusia, Rostov se enfadaba. Y se enfadaba porque muchas veces le venía a la mente la idea de casarse con la dulce y agradable princesa, dueña de una enorme fortuna, Personalmente, no podía desear una esposa mejor. Su boda colmaría la felicidad de su madre, arreglaría la situación económica de su padre y desde luego —Nikolái lo sentía— haría la felicidad de la misma princesa María.
¿Pero Sonia? ¿Y la palabra que había dado? Por ese motivo se enfadaba Rostov cuando sus compañeros bromeaban acerca de la princesa Bolkónskaia.
XV
Cuando Kutúzov aceptó el mando de los ejércitos se acordó del príncipe Andréi y le ordenó que se presentara en el Cuartel General.
El príncipe Andréi llegó a Tsárevo-Záimishche el mismo día y el mismo momento en que Kutúzov revistaba por primera vez las tropas. Se detuvo en la aldea cerca de la casa del pope, donde se encontraba el carruaje del general en jefe, y se sentó en un banco junto al portalón esperando al Serenísimo, como todos llamaban ahora a Kutúzov. En el campo, al otro lado de la aldea, se oía tan pronto el sonido de la música militar como el rugido de una muchedumbre que gritaba “hurras” al nuevo general en jefe. A diez pasos del príncipe Andréi había dos asistentes, un mayordomo y un correo, que se aprovechaban de la ausencia de su señor y del buen tiempo. Un teniente coronel de húsares, de baja estatura, moreno, de gran bigote y largas patillas, llegó a caballo hasta el portalón y preguntó al príncipe Andréi si el Serenísimo se alojaba allí y si volvería pronto.
El príncipe Andréi contestó que no era del Estado Mayor del Serenísimo y que acababa de llegar. Entonces, el teniente coronel de húsares se dirigió a un asistente engalanado, quien, con ese peculiar desdén con que hablan a los oficiales los asistentes de los generales en jefe, contestó:
—¿Quién? ¿El Serenísimo? Sí, vendrá en seguida seguramente. ¿Qué desea usted?
El teniente coronel sonrió levemente bajo sus bigotes al escuchar aquel tono, echó pie a tierra, dio las riendas del caballo a su ordenanza y se acercó a Bolkonski con un ligero saludo. El príncipe le dejó sitio en el banco y el teniente coronel se sentó a su lado.
—¿También usted espera al general en jefe? Dicen que recibe a todo el mundo. ¡Gracias a Dios! Porque con los salchicheros todo iba de mal en peor. Por algo Ermólov ha pedido que lo promuevan a alemán. Tal vez ahora los rusos podamos hablar también. El demonio sabe lo que hacían. No sabían más que retroceder y retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?— preguntó.
—He tenido ese placer— replicó el príncipe Andréi; —no sólo de tomar parte en la retirada, sino de perder en ella todo cuanto tenía y me era más querido, sin hablar de las fincas y de la casa paterna... He perdido a mi padre, muerto de dolor. Soy de Smolensk.
—¡Ah!... ¿Es usted el príncipe Bolkonski? ¡Encantado de conocerlo! Soy el teniente coronel Denísov, más conocido por el nombre de Vaska.
Y Denísov estrechó la mano de Bolkonski, mientras examinaba su rostro con peculiar cordialidad:
—He oído hablar de la muerte de su padre...
Y tras un leve silencio, prosiguió:
—¡Ésta es una verdadera guerra de escitas! Todo eso está muy bien, pero no para quienes reciben los golpes... Conque usted es el príncipe Andréi Bolkonski— y movió la cabeza. —Me alegra muchísimo conocerlo— añadió y con una sonrisa triste volvió a estrecharle la mano.
El príncipe Andréi conocía a Denísov por lo que Natasha le había contado acerca de su primer pretendiente. Ese recuerdo lo trasladó, de un modo agradable y doloroso a la vez, a las penosas sensaciones olvidadas últimamente, aunque seguían existiendo en el fondo de su corazón. Los últimos días había experimentado tantas y tan dolorosas sensaciones (el abandono de Smolensk, su visita a Lisie-Gori y la reciente noticia de la muerte de su padre) que los antiguos recuerdos, si volvían a él, ya no tenían la fuerza de antaño.
Para Denísov el nombre de Bolkonski evocó el recuerdo de un pasado lejano y poético cuando él, después de la cena y las canciones de Natasha, se había declarado a una chiquilla de quince años, sin saber, a ciencia cierta, lo que hacía. Sonrió rememorando aquellos tiempos y su amor a Natasha, y al momento volvió a lo que ahora lo preocupaba de modo exclusivo y apasionado: un plan de campaña ideado por él mientras servía en los puestos avanzados de la retaguardia. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly y ahora deseaba proponérselo a Kutúzov. Su proyecto se basaba en el hecho de que la línea enemiga se extendía demasiado y que, en vez de atacar de frente, cerrando el paso a los franceses, había que actuar cortando sus comunicaciones.
Empezó a exponer su proyecto al príncipe Andréi.
—Es imposible que defiendan toda esa línea. No pueden hacerlo. Yo respondo de que la romperé si me dan quinientos hombres. Que la rompo es cosa segura. No hay más que un sistema: la guerra de guerrillas.
Denísov se puso en pie y ayudándose de gestos explicó su proyecto a Bolkonski.
Estaba en plena exposición cuando gritos indistintos, incoherentes, más extendidos, mezclándose con la música y las canciones, llegaron hasta ellos desde el lugar de la revista. Toda la aldea se llenó de gritos y el trote de caballos.
—¡Es él en persona!— exclamó un cosaco que hacía la guardia a la entrada de la casa.
Bolkonski y Denísov se acercaron al portalón donde había un pequeño grupo de soldados —la guardia de honor— y vieron a Kutúzov, que sobre un caballo bayo de escasa alzada avanzaba por el camino. Lo acompañaba un nutrido séquito de generales. Barclay iba casi a su lado. Una muchedumbre de oficiales corría detrás y a los lados, gritando “¡hurra!”.
Los ayudantes de campo, adelantándose, entraron al galope en el patio. Kutúzov espoleaba impaciente el caballo, que avanzaba con cierta lentitud bajo su peso, inclinaba sin cesar la cabeza y llevaba continuamente la mano a su gorro blanco de caballero de la Guardia (con ribete encarnado y sin visera). Cuando llegó junto a la guardia de honor, que le presentó armas, compuesta por gallardos granaderos, casi todos condecorados, los miró durante unos instantes en silencio, con atenta mirada, y se volvió hacia el grupo de generales y oficiales que lo rodeaban. De pronto, su rostro adquirió una expresión socarrona y encogió los hombros con gesto de extrañeza.