Desesperacion
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“Desesperaci?n es una impagable joya literaria, una original?sima variaci?n sobre el tema del doble en la que la inveterada astucia narrativa de su autor se combina con su diab?lico sentido del humor. La historia empieza el d?a en que un fabricante de chocolate tropieza con un vagabundo que le parece su sosias. Cuando, m?s adelante, su negocio comience a hundirse, decidir? llevar a cabo un crimen perfecto que le permitir? cobrar su propio seguro de vida y vivir feliz para siempre jam?s. Pero lo que importa no es tanto la historia como, en primer lugar, la voz de quien la cuenta, un narrador tan fatuo e ingenioso, tan brillante y chiflado, tan seductor y espeluznante como el Humbert de Lolita. Y, al lado de este gran hallazgo, la infinidad de juegos, parodias, acertijos, burlas y bufonadas continuas que la apabullante inteligencia de Nabokov va proponi?ndole al lector a medida que progresa el relato. Un relato que le permite, no solamente exponer algunas de sus teor?as literarias, lanzar diversas diatribas contra los cr?ticos mentecatos de toda especie, y burlarse de todo lo divino y todo lo humano con una euforia de la que s?lo es capaz un escritor tan en posesi?n como ?l de unas inmensas facultades”.
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Si el trío sentado junto a la cortina rojo sangre, muy lejos de nosotros, se hubiera dado la vuelta para mirarnos, sus tres callados y morosos integrantes habrían visto: al hermano afortunado con el hermano desafortunado; uno con bigote y el cabello aseado, el otro bien afeitado pero con necesidad de un buen corte de pelo (esa melena fantasmal que le caía a todo lo largo del pescuezo); cara a cara, ambos con la misma cara; los codos de ambos apoyados en la mesa, el puño en el pómulo. Así nos reflejaba el neblinoso y, a juzgar por todas las apariencias, enfermo espejo, embriagadamente torcido, con una vena de locura, un espejo que se habría partido sin duda si hubiese reflejado por casualidad un solo semblante auténticamente humano.
Así, por tanto, seguimos sentados, y así seguí haciendo sonar mi persuasiva y monótona voz: soy un mal orador, y la frase que fui desgranando palabra por palabra no fluyó con la agilidad que tiene sobre el papel. Es más, resulta imposible de hecho transcribir mis incoherencias, todo ese trompicamiento y enrevesamiento de palabras, la tristeza del encadenamiento de sus frases subordinadas que han perdido a las que las regían y han terminado perdiéndose, y todo ese atropellado farfullar que proporciona un sostén, o un espantoso abismo, a las palabras; pero mi mente trabajaba mientras tan velozmente, y perseguía a su presa a un ritmo tan regular, que la impresión que me ha dejado la marcha de mis propias palabras no es en absoluto enrevesada. De todos modos, mi objeto seguía estando lejos de mi alcance. La resistencia de aquel individuo, típica de una persona de inteligencia limitada y humor timorato, tenía que ser quebrada por el procedimiento que fuera. Tan seducido estaba yo por la natural grandeza del tema, que pasé por alto no sólo la posibilidad de que a él le desagradase, sino incluso la de que pudiera asustarle, con tanta naturalidad como había resultado atractiva para mi fantasía.
No quiero decir, con todo lo anterior, que yo haya tenido en mi vida relación alguna con la pantalla o el escenario; de hecho, la única vez que interpreté un papel fue hace un montón de años, en una representación de aficionados (dirigida por mi padre) celebrada en nuestra señorial residencia campestre. No tuve que decir más que unas pocas palabras: «El príncipe me pide que anuncie su inminente llegada. ¡Ah! ¡Ahí viene!», en lugar de lo cual, temblando de placer y emoción dije: «El príncipe no puede venir; se ha cortado la garganta con la navaja»; y, mientras yo decía esto, el caballero que hacía el papel de príncipe se acercaba ya, con una sonrisa deslumbrante en los maravillosamente pintados labios, y hubo un momento de sorpresa general, el mundo entero contuvo el aliento... y hasta hoy mismo recuerdo que aproveché la circunstancia para inspirar profundamente el divino ozono de las tormentas y los grandes desastres. Pero si bien no he sido jamás un actor en el sentido más estricto del término, he, no obstante, llevado siempre conmigo en la vida real un pequeño teatro plegable en el que he aparecido haciendo más de un papel, y en el que mi interpretación ha sido siempre magnífica; y quien piense que mi apuntador se llama Provecho (no digo Cohecho), se equivoca de medio a medio. Las cosas no son tan sencillas, queridos amigos.
En el caso de mi charla con Félix, sin embargo, mi actuación no fue a la postre más que una pérdida de tiempo, pues de repente comprendí que si proseguía aquel monólogo acerca del cinematógrafo Félix se pondría en pie y se largaría, no sin devolverme los diez marcos que le había enviado (no, pensándolo bien, no me los habría devuelto; ¡qué va!). Esa pesada palabra alemana que significa dinero (puesto que en alemán el dinero es oro; en francés, plata; y en ruso, cobre) era pronunciada por él con extraordinaria reverencia que, curiosamente, podía transformarse en brutal codicia. Pero, de todos modos, se habría ido, ¡y dándose aires de ofendido!
A fuer de sincero, no acabo de entender por qué le parecía tan absolutamente atroz todo lo que estuviera relacionado con el teatro o el cinematógrafo; extraño, y hasta extranjero, sí... Pero ¿atroz? Tratemos de explicarlo recordando el plebeyo atraso de los alemanes. El campesino alemán es anticuado y puritano; intenten ustedes, un día cualquiera, atravesar una aldea alemana vestidos solamente con pantalones de baño. Yo lo he intentado, de modo que sé muy bien lo que ocurre; los hombres se quedan paralizados, y las mujeres sueltan risillas disimuladas, escondiendo los labios, como las camareras y doncellas de las antiguas comedias europeas.
Me quedé en silencio. También Félix permaneció en silencio, siguiendo las líneas de la mesa con la yema del dedo. Probablemente había imaginado que yo iba a ofrecerle un empleo de jardinero, o de chófer, y ahora estaba decepcionado y mohíno. Llamé al camarero y pagué. Volvíamos a caminar por la calle. Era una noche clara y negra. Una luminosa y plana luna asomaba de vez en cuando por entre las nubes, pequeñas y ensortijadas como el astracán.
—Escúchame, Félix. Nuestra conversación no ha terminado todavía. No podemos dejarla así. Tengo reservada una habitación de hotel; ven, pasarás la noche conmigo.
Lo aceptó como si se lo debiese. Aun siendo muy torpe, entendía que yo le necesitaba, y que era muy poco prudente por su parte interrumpir nuestras relaciones sin haber llegado a un acuerdo concreto. Volvimos a pasar delante del duplicado del Jinete de Bronce. Ni un alma se cruzó con nosotros en el bulevar. Ni un solitario destello brilló en las casas; de haber visto una ventana iluminada, habría imaginado que alguien se había ahorcado dejando la bombilla encendida... hasta ese punto me habría parecido insólita e injustificada la presencia de una sola luz. Llegamos en silencio al hotel. Un sonámbulo sin cuello postizo nos abrió. Al entrar en el dormitorio tuve una vez más esa sensación de intensa familiaridad; pero otros asuntos ocuparon mi mente.
—Siéntate.
Lo hizo con los puños en las rodillas; entreabiertos los labios. Me quité la chaqueta y, metiendo ambas manos en los bolsillos, y haciendo tintinear las monedas que contenían éstos, comencé a caminar de un lado para otro. Me había puesto, por cierto, una corbata lila moteada de negro, que alzaba el vuelo cada vez que yo giraba sobre mis talones. Durante un rato todo siguió así; silencio, mis pasos, el viento de mis movimientos.
Repentinamente Félix, como si hubiera sido alcanzado por un balazo, dejó caer la cabeza y comenzó a deshacerse los cordones de los zapatos. Eché una ojeada de refilón a su desprotegida nuca y la expresión melancólica de su primera vértebra, y me sentí muy extraño pensando que estaba a punto de dormir con mi doble en una misma habitación, casi bajo una sola manta, pues las camas se encontraban la una al lado de la otra, muy próximas. Luego, además, me sobrevino, con una punzada de dolor, la estremecedora idea de que tal vez la piel de Félix estuviera teñida por las rojas manchas de alguna enfermedad cutánea o algún tosco tatuaje; necesitaba que su cuerpo tuviese aunque sólo fuera un mínimo parecido con el mío; en cuanto a su cara, eso no representaba problema alguno.
—Sí, quítate la ropa —dije, caminando y virando en redondo.
Félix alzó la cabeza, con un zapato vulgar y corriente en la mano.
—Hace mucho tiempo que no duermo en una cama —dijo, sonriendo (no enseñes las encías, necio)—. En una cama de verdad.