Desesperacion
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“Desesperaci?n es una impagable joya literaria, una original?sima variaci?n sobre el tema del doble en la que la inveterada astucia narrativa de su autor se combina con su diab?lico sentido del humor. La historia empieza el d?a en que un fabricante de chocolate tropieza con un vagabundo que le parece su sosias. Cuando, m?s adelante, su negocio comience a hundirse, decidir? llevar a cabo un crimen perfecto que le permitir? cobrar su propio seguro de vida y vivir feliz para siempre jam?s. Pero lo que importa no es tanto la historia como, en primer lugar, la voz de quien la cuenta, un narrador tan fatuo e ingenioso, tan brillante y chiflado, tan seductor y espeluznante como el Humbert de Lolita. Y, al lado de este gran hallazgo, la infinidad de juegos, parodias, acertijos, burlas y bufonadas continuas que la apabullante inteligencia de Nabokov va proponi?ndole al lector a medida que progresa el relato. Un relato que le permite, no solamente exponer algunas de sus teor?as literarias, lanzar diversas diatribas contra los cr?ticos mentecatos de toda especie, y burlarse de todo lo divino y todo lo humano con una euforia de la que s?lo es capaz un escritor tan en posesi?n como ?l de unas inmensas facultades”.
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—¿Sabes conducir? —Esa fue, lo recuerdo bien, la pregunta que le formulé de repente a Félix, cuando el camarero, que no había notado nada especial en nosotros dos, puso una limonada delante de mí y una jarra de cerveza delante de Félix, tras lo cual, y con la mayor vehemencia, mi borroso doble sumergió en la espuma su labio superior.
—¿Cómo? —emitió él, con un gruñido beatífico.
—Te he preguntado si sabes conducir automóviles.
—¡Vaya que sí! Una vez fui amigo de un chófer que trabajaba en un castillo, cerca de mi pueblo. Un día, espléndido día, por cierto, atropellamos a una marrana. ¡Y menudos chillidos pegaba la bestia!
El camarero nos trajo un picadillo empapado en espesa salsa, y en grandes cantidades, con puré de patatas rebañado asimismo en salsa. ¿Dónde diablos había visto yo unos quevedos pinzados sobre la nariz de un camarero? Ah... ahora me viene el recuerdo (¡sólo ahora, cuando lo escribo!)... en un repugnante restaurantillo ruso de Berlín; y aquel otro camarero era muy parecido a éste: el mismo tipo de hombrecillo taciturno de pelo pajizo, aunque de más noble cuna.
—Muy bien, Félix, hemos comido y bebido. Hablemos ahora. Has hecho unas cuantas suposiciones respecto a mí, y han resultado acertadas. Ahora, antes de ir al fondo del asunto que aquí nos ha reunido, quiero esbozar ante ti un cuadro general de mi personalidad y de mi vida; no tardarás en comprender la urgencia de tal paso. Para empezar...
Tomé un sorbo, y proseguí:
—Para empezar, soy hijo de una familia rica. Teníamos una casa con jardín. Ah, Félix, qué jardín... Imagínatelo, no tenía simples rosales sino verdaderas e inmensas rosaledas, con rosas de todas clases, cada una de ellos con su rótulo bien enmarcado. Las rosas, no sé si lo sabes, tienen nombres propios, tan sonoros como los de los caballos de carreras. Además de las rosas, crecían en nuestro jardín gran número de otras flores, y cuando, por la mañana, brillaban en toda su extensión las gotas de rocío, Félix, aquella visión era un sueño. De pequeño me encantaba cuidar nuestro jardín, y conocía bien el oficio: tenía mi pequeña regadora, Félix, y una azadita, y mis padres se sentaban a la sombra de un viejo cerezo plantado por mi abuelo, y desde allí miraban, contemplaban, tiernamente emocionados, al pequeño, siempre ajetreado (¡imagínatelo, imagina la escena!), quitando de los rosales, y despachurrando después, aquellas orugas que parecían ramitas. Teníamos numerosos animalitos de granja, como, por ejemplo, conejos, los más ovalados animales que existen en el mundo, supongo que me entiendes; y coléricos pavos de carbunculares crestas —(hice un gluglú de imitación)— y adorables cabritos y muchos, otros muchos.
»Pero mis padres perdieron toda su fortuna y murieron, y aquel adorable jardín desapareció; y sólo ahora parece haberse cruzado de nuevo en mi camino la felicidad: últimamente he conseguido adquirir un poquito de tierra al borde de un lago, y habrá un nuevo jardín, mejor incluso que el antiguo. Mi jugosa infancia estuvo completamente perfumada por aquellas flores y frutos, mientras que el cercano bosque, enorme y espeso, proyectaba sobre mi alma una sombra de romántica melancolía.
»Siempre estuve solo, Félix, y solitario sigo siendo. Las mujeres... no hace falta que te hable de esos seres tan volubles y lascivos. He viajado mucho; al igual que tú, disfruto errando con una bolsa a la espalda, aunque, desde luego, siempre hubo razones (que condeno plenamente) para que mis vagabundeos fuesen más agradables que los tuyos. Es pasmoso de verdad: ¿no has meditado jamás sobre esta cuestión? Dos hombres, igualmente pobres, viven de forma diferente; el uno, como tú, por ejemplo, lleva una existencia franca y desesperadamente digna de un pordiosero, mientras que el otro, aun siendo igual de pobre, vive de un modo por completo distinto, es un ser despreocupado y bien alimentado al que siempre rodean seres ricos y alegres...
»¿Por qué ocurre así? Porque, Félix, estos dos hombres pertenecen a clases diferentes; y, hablando de clases, imaginémonos a un hombre que viaja en tercera, sin billete, y a otro que viaja en primera clase, también sin billete; X se sienta en un banco duro; Mr. Y dormita en un asiento acolchado; pero ambos llevan el monedero vacío. O, si hemos de ser precisos, Mr. Y tiene monedero, aunque esté vacío, mientras que X ni siquiera posee eso, y lo único que puede mostrar son los agujeros del forro de su bolsillo.
»Hablando de este modo, Félix, pretendo hacerte apreciar la diferencia que media entre nosotros: yo soy un actor, y vivo por lo general del aire, pero siempre tengo elásticas esperanzas acerca de mi futuro; puedo estirarlas, esas esperanzas, indefinidamente, sin temor a que revienten. A ti se te niega incluso eso; y habrías seguido siendo siempre un miserable si no se hubiera producido un milagro; ese milagro es el hecho de que yo te haya encontrado.
»No hay nada, Félix, que no podamos explotar. Es más: no hay nada que no podamos explotar durante mucho tiempo, y con grandes resultados. Tal vez en tu más alocado sueño hayas visto un número de dos cifras, el límite de tus aspiraciones. Ahora, sin embargo, no solamente el sueño se convierte en realidad, sino que inmediatamente tiene ya tres cifras. No te resulta fácil de comprender, sé que no, porque ¿no tuviste la sensación de estar aproximándote a una infinidad casi impensable cuando saltaste más allá del diez? Y ahora estamos doblando la esquina de ese infinito, y te mira deslumbrante la centena, y por encima de su hombro, otra; y quién sabe, Félix, a lo mejor está madurando una cuarta cifra; sí, todo esto hace que te dé vueltas la cabeza, que el corazón te lata con fuerza, que te hormigueen los nervios, pero, a pesar de todo, es cierto. Mira: te has acostumbrado tanto a tu desdichado destino que dudo que entiendas lo que te digo; mis palabras te parecen oscuras, y extrañas; pues bien, más oscuro y extraño te parecerá lo que viene a continuación.
Seguí hablando en ese tono durante largo rato. El me miraba con desconfianza; probablemente, había deducido que le estaba tomando el pelo. Los tipos de su calaña mantienen la actitud amistosa sólo hasta cierto punto. En cuanto comprenden que alguien está a punto de abusar de su amabilidad, toda su afabilidad desaparece, asoma a sus ojos un brillo vidrioso, y en pocos momentos logran mudar el ánimo hasta el mayor apasionamiento.
Le hablé de modo oscuro, pero mi objeto no era enfurecerle. Todo lo contrario, deseaba granjearme su favor; pasmar, pero al mismo tiempo atraer; en una palabra, transmitirle vaga pero convincentemente la imagen de un hombre de su naturaleza e inclinaciones. Mi fantasía, sin embargo, se me desbocó, y lo hizo de modo hasta repugnante, con la pesada charlatanería de una dama anciana pero aún presumida que ha tomado una gota de más.
Tan pronto como noté la impresión que estaba produciendo, me callé un instante, medio temiendo el haberle atemorizado, mas luego, de repente, sentí en toda su dulzura el hecho de ser capaz de provocar en mi oyente tanta inquietud. De manera que sonreí y proseguí de este modo:
—Tendrás que perdonarme, Félix, toda esta verborrea, pero verás, raras veces tengo ocasión de sacar mi alma de paseo. Y no sólo eso sino que, encima, tengo prisa por mostrarme y mostrar todos mis aspectos, pues quiero que tengas una descripción exhaustiva del hombre con el que tendrás que trabajar, especialmente debido a que el trabajo en cuestión está relacionado con nuestro parecido. Dime, ¿sabes qué es un sobresaliente?