Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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La voz le temblaba y sus ojos empezaron de pronto a relampaguear. Cuando se hubo calmado, continuó:
—Bueno, Alexei; verás lo que tengo planeado. Tan pronto como llegue allí con Gruchegnka, los dos nos dedicaremos a trabajar la tierra en algún lugar solitario y lejano, entre animales salvajes. También allí hay rincones perdidos. Dicen que aún quedan pieles rojas. Bien, pues a esta región iremos; viviremos con los últimos mohicanos. Inmediatamente empezaremos a estudiar gramática inglesa, y al cabo de tres años conoceremos el inglés a fondo. Entonces diremos adiós a América y volveremos a Rusia como ciudadanos norteamericanos. No temas, que no vendremos a esta pequeña ciudad; nos ocultaremos en algún lugar del norte o del sur. Yo habré cambiado y ella también. Me compraré una barba postiza antes de salir de América, o me saltaré un ojo, o me dejaré crecer mi propia barba, que será gris, porque los sufrimientos hacen envejecer deprisa. De modo que no será fácil que nadie me reconozca. Y si me reconocen, ¡qué le vamos a hacer! Me deportarán y aceptaré mi destino... También aquí, en Rusia, trabajaremos la tierra en un rincón perdido, y yo me haré pasar por norteamericano. Así podremos morir en nuestra patria. Ésta es mi decisión irrevocable. ¿La apruebas?
—Si —repuso Aliocha, que no quería llevarle la contraria.
Mitia permaneció un instante en silencio. De pronto exclamó:
—¡Buena me la han hecho en la audiencia! Los prejuicios los han cegado.
Aliocha lanzó un suspiro.
—Aunque no hubiera sido así, te habrían condenado.
—Sí, están hartos de mí —se lamentó Mitia—. Que Dios los perdone. Pero esto es muy duro.
Nuevo silencio.
—Aliocha, dime la verdad, por amarga que sea. ¿Vendrá Katia o no vendrá? ¡Habla! ¿Qué te ha dicho?
—Me ha prometido venir, pero no sé si vendrá hoy. Es un paso violento para ella.
Aliocha miraba tímidamente a su hermano.
—Ya lo sé, Aliocha, ya lo sé. Me voy a volver loco. Gruchegnka no cesa de observarme. Advierte mi inquietud. ¡Dios mío, tranquilízame! ¿Acaso sé lo que deseo? Quiero ver a Katia, pero ¿para qué? ¡Es el ímpetu de los Karamazov! No, no puedo soportar el sufrimiento. ¡Soy un miserable!
—¡Ahí viene! —exclamó Aliocha.
Katia apareció en el umbral. Se detuvo un instante y fijó en Mitia una mirada indefinible. Dmitri se levantó inmediatamente. Estaba pálido y en su semblante había una expresión de terror. Pero pronto se dibujó en sus labios una sonrisa tímida y suplicante, y de súbito, con un impulso irresistible, tendió los brazos a Katia. Ella corrió hacia él, le cogió de las manos, lo obligó a volverse a sentar en la cama y se sentó junto a él, sin soltarle las manos y apretándolas convulsivamente. Los dos intentaron varias veces hablar, pero no dijeron nada: se quedaron mirándose en silencio, con una extraña sonrisa. Así pasaron dos minutos.
—¿Me has perdonado? —preguntó al fin Mitia. Y volviéndose hacia Aliocha, le gritó triunfalmente—: ¿Has oído lo que le he preguntado? ¿Has oído?
—Te quiero —dijo Katia— por la generosidad de tu corazón. Ni tú necesitas que yo te perdone, ni yo necesito que me perdones tú. Me perdones o no, nuestro mutuo recuerdo será una llaga en nuestras almas. Así debe ser.
Se detuvo. Le faltaba la respiración. De pronto prosiguió, vehemente y exaltada:
—¿Sabes para qué he venido? Para besarte los pies, para estrujarte las manos hasta hacerte daño. Como en Moscú, ¿te acuerdas? He venido a decirte una vez más que eres mi dios, mi alegría, que te amo locamente...
Dijo esto último en un sollozo. Aplicó ávidamente sus labios a la mano de Mitia y sus lágrimas fluyeron. Aliocha guardó silencio, desconcertado: no esperaba esta escena.
—Nuestro amor se ha desvanecido, Mitia —continuó Katia—; pero amo con dolor nuestro pasado. No olvides esto.
Sonrió extrañamente, miró a Mitia con un fulgor de alegría en los ojos y continuó:
—Imaginémonos por un instante que es verdad lo que, aunque no lo sea, habría podido serlo. Ahora nuestro amor va hacia otros. Sin embargo, te seguiré amando siempre y tú me seguirás amando a mí. ¿Lo sabías? Óyelo bien: ¡quiéreme siempre!
En su voz trémula había un algo de amenaza.
—Sí, Katia —balbució Mitia penosamente, y añadió, deteniéndose después de pronunciar cada palabra—. Te querré siempre... Hace cinco días..., aquella tarde en que caíste desvanecida en la audiencia... y se te llevaron..., te quería... Y así será siempre... Toda la vida te querré.
Así era su diálogo. Cambiaban palabras absurdas, exaltadas, incluso mentían; pero eran sinceros y se creían el uno al otro sin reservas.
—Oye, Katia —exclamó Mitia de pronto—. ¿Crees que soy un asesino? No, ahora no lo crees, lo sé; pero ¿lo creías entonces, cuando lo dijiste ante el tribunal?
—No, nunca lo creí. Entonces te detestaba y conseguí convencerme momentáneamente de que eras culpable. Pero, apenas hube dicho al tribunal mi última palabra, dejé de creer en tu culpa.
Hizo una pausa y, de pronto, dijo en un tono que no tenía la menor semejanza con el acento cariñoso empleado hasta entonces:
—Me olvidaba de que he venido aquí para excusarme dignamente.
—Yo veo lo duro que es esto para ti.
—¡Basta ya! —exclamó Katia—. Volveré. Ahora no puedo más.
Se había puesto en pie. De pronto lanzó un grito y dio un paso atrás. Repentinamente, sin producir el menor ruido, cuando nadie la esperaba, Gruchegnka había entrado en la habitación. Katia corrió hacia la puerta, pero se detuvo ante la recién llegada y, pálida como la cera, musitó:
—¡Perdóneme!
Gruchegnka la miró a los ojos, guardó silencio un instante y exclamó con voz impregnada de amargura y de odio:
—Las dos somos malas. No nos podemos perdonar la una a la otra. Sin embargo, si lo salva, toda la vida oraré por usted.
—¿Cómo puedes negarte a perdonarla? —le reprochó Mitia vivamente.
—Tranquilícese: lo salvaré —dijo Katia. Y se marchó.
—¡Te ha pedido perdón y se lo has negado! —exclamó Mitia amargamente.
Aliocha se apresuró a intervenir.
—No puedes reprocharle nada, Mitia: no tienes ningún derecho.
—Es su orgullo y no su corazón el que habla —dijo Gruchegnka, despechada—. Que lo salve y se lo perdonaré todo.
Calló. Aún no se había repuesto de su sorpresa. Se había presentado casualmente, sin sospechar, ni mucho menos, que pudiera encontrarse con Katia.
—¡Corre tras ella, Aliocha! —dijo Mitia—. Dile lo que te parezca, pero no la dejes marcharse así.