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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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Aliocha encontró a su hermano sentado en la cama, envuelto en una bata y llevando en la cabeza, a modo de turbante, una toalla empapada de agua y vinagre. El enfermo tenía un poco de fiebre. Dirigió a Aliocha una vaga mirada en la que se percibía cierta inquietud.

Desde que lo habían condenado, Mitia estaba casi siempre pensativo. A veces, cuando conversaba con Aliocha, estaba un rato sin decir palabra. Sus meditaciones eran tan dolorosas y profundas, que incluso se olvidaba de su interlocutor. Y cuando salía de su abstracción, su vuelta a la realidad era tan repentina, tan imprevista para él, que empezaba a hablar de cosas que no tenían ninguna relación con el tema del diálogo. A veces miraba a su hermano como si lo compadeciera, y parecía estar menos a sus anchas con él que con Gruchegnka. No se mostraba muy hablador con ella, pero, apenas la vela entrar, su semblante se iluminaba.

Aliocha se sentó a su lado en silencio. Dmitri lo había esperado con impaciencia, pero no se atrevió a preguntarle sobre lo que tanto deseaba saber. Le parecía imposible que Katia hubiera aceptado su petición de que fuera a verle. Sin embargo, estaba seguro de que su dolor sería intolerable si se negaba a visitarlo. Aliocha adivinaba los sentimientos que agitaban el alma de su hermano.

—Trifón Borysitch —dijo febrilmente Mitia— casi ha echado abajo su fonda. Ha levantado todas las tablas del entarimado y ha destruido enteramente la galería, con la esperanza de encontrar el tesoro, esos mil quinientos rublos que el fiscal cree que escondí allí. Apenas regresó a Mokroie empezó a trabajar. No se merece nada mejor ese granuja. Todo esto me lo contó ayer un guardián que vive en Mokroie.

—Oye —dijo Aliocha—, Katia vendrá, pero no sé cuándo. Lo mismo puede venir hoy, que mañana, que dentro de unos días, pero vendrá, estoy seguro.

Mitia se estremeció. Estuvo a punto de contestar, pero se contuvo. La noticia lo había trastornado. Era evidente que, aunque deseaba conocer los detalles de la conversación de su hermano con Katia, no se atrevía a hacer preguntas. En aquel momento, una palabra cruel o desdeñosa de Katia habría sido para él como una puñalada.

—Entre otras cosas, me ha dicho que tranquilizara tu conciencia respecto a la evasión. Si Iván sigue enfermo, ella se encargará de todo.

—Eso ya me lo habías dicho —observó Mitia.

—¿Se lo has contado a Gruchegnka?

—Sí —repuso Dmitri, mirando tímidamente a su hermano—. Gruchegnka no vendrá hasta el atardecer. Cuando le hablé de la ayuda de Katia, estuvo un momento callada, con los labios apretados. Después exclamó: «¡Está bien!» Sin duda comprendió la importancia del asunto. Yo no me atreví a hacerle ninguna pregunta. Creo que está ya convencida de que Katia no me quiere a mí, sino a Iván.

—¿Tú crees?

—Tal vez me equivoque. Pero lo cierto es que Gruchegnka no vendrá esta mañana. Le he hecho un encargo... Oye, Aliocha: Iván es un hombre de inteligencia superior. Merece la vida más que nosotros. Estoy seguro de que se curará.

—Katia no duda tampoco de que Iván sanará. Sin embargo, llora.

—Entonces es que cree que morirá. Su convicción de que se curará es hija de su propio terror.

—Iván es fuerte. Yo también tengo esperanzas —dijo Aliocha.

—Aunque así sea, Katia está convencida de que morirá. Debe de sufrir mucho.

Hubo unos segundos de silencio. Era evidente que alguna grave preocupación atormentaba a Mitia.

—Aliocha —dijo de pronto Dmitri con voz temblorosa e impregnada de lágrimas—, quiero con delirio a Gruchegnka.

—Por eso debes pensar que no le permitirán que te acompañe al presidio.

—Tengo que decirte algo más —continuó Mitia con voz enérgica—. Si me azotan por el camino o en el penal, no lo podré sufrir. Mataré y me fusilarán. Además, estoy condenado a ¡veinte años! Los guardianes de aquí ya me tutean. Toda la noche he estado pensando en esto, y me he dado cuenta de que no lo puedo soportar. Es superior a mis fuerzas. Yo que pretendía cantar un himno, no puedo sufrir que los guardianes me tuteen. Por amor a Gruchegnka habría podido soportarlo todo... menos los azotes...; pero como no le permitirán venir conmigo...

Aliocha tuvo una de sus bondadosas sonrisas.

—Escucha, Mitia. Te voy a dar mi opinión sobre este asunto. Ya sabes que yo no miento nunca. Tú no estás preparado para llevar esa cruz: es demasiado pesada para ti. Además, no hay razón ninguna para que sufras semejante castigo. Si hubieras matado a tu padre, yo sería el primero en lamentar que eludieras la expiación. Pero eres inocente, y la cruz demasiado pesada para un hombre como tú. Querías sufrir para redimirte. Pues bien, ten siempre presente este deseo de regeneración, y eso bastará. El hecho de que hayas eludido la terrible prueba avivará en ti este afán, y este sentimiento contribuirá más a tu regeneración que si fueras a presidio. No, no soportarías los sufrimientos del penal. Protestarías y acabarías por decir a gritos que tienes derecho a ser libre. Tu defensor ha dicho la verdad cuando ha hablado de esto. No todos son capaces de soportar pesadas cargas: algunos sucumben... Querías conocer mi opinión; ya sabes cuál es. Si tu huida hubiera de costar cara a algunos oficiales y soldados del convoy, «no lo permitiría» —Aliocha sonrió de nuevo— que te escaparas. Pero el mismo jefe de la etapa ha dicho que si se hacen bien las cosas no habrá sanciones graves y que todos saldrán bien librados. Cierto que es una falta corromper las conciencias, incluso en un caso como éste, pero me guardaré mucho de juzgarte, pues si Iván y Katia me hubieran confiado un papel en este asunto, no habría vacilado en hacer use de la corrupción: te lo confieso porque quiero decirte toda la verdad. De modo que no soy quién para juzgar tu manera de proceder. Pero quiero que sepas que no te condenaré jamás. Además, ¿cómo puedo ser tu juez en este asunto? En fin, creo que ya he examinado todos los puntos de la cuestión.

—Tú no me condenarás —exclamó Mitia—, pero me condenaré yo mismo. Huiré; esto es cosa decidida. ¿Acaso Mitia Karamazov puede obrar de otro modo? Pero me condenaré y pasaré el resto de mi vida expiando esta falta... Creo que estamos hablando como hablan los jesuitas.

—Exacto —dijo alegremente Aliocha.

—Te quiero porque me dices siempre la verdad sin ocultarme nada —exclamó Mitia, radiante—. Así, pues, he sorprendido a mi hermano Aliocha en flagrante delito de jesuitismo. ¡Me dan ganas de abrazarte! En fin, sigue escuchándome: quiero terminar de explayarme. Te voy a explicar todo lo que tengo planeado. Si consigo huir con dinero y pasaporte a América, me consolará la idea de que no obro para conseguir la felicidad, sino para vivir tal vez peor que en el presidio. Te aseguro, Alexei, que estoy convencido de ello. ¡Odio a esa América del diablo! Cierto que Gruchegnka me acompañará; pero mírala bien y dime si tiene aspecto de americana. Es rusa, rusa hasta la médula de los huesos; sentirá la nostalgia de su país, y yo la veré sufrir continuamente por mi culpa; la veré cargada con una cruz que no merece. Tampoco yo podré soportar a aquella gente, aunque todos valgan más que yo. Detesto a los americanos. Podrán ser grandes técnicos y todo lo que se quiera, pero no son los míos. Quiero a mi patria, Alexei; aunque soy un bribón, quiero al Dios ruso. ¡No podré soportar aquella vida!

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