Morfina

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Morfina
Название: Morfina
Автор: Bulg?kov Mija?l
Дата добавления: 15 январь 2020
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Morfina - читать бесплатно онлайн , автор Bulg?kov Mija?l

En vida de Mija?l Bulg?kov dif?cilmente alguien se habr?a atrevido a considerarlo un "cl?sico" de la literatura rusa, ya que, despu?s de haber gozado de un brev?simo per?odo de ?xito durante la d?cada de los veinte, Bulg?kov fue v?ctima de constantes calumnias pol?ticas por parte de las autoridades sovi?ticas. Hoy, se encuentra en un nivel parecido al de Turgu?niev, Tolst?i o Ch?jov. Los relatos reunidos en este volumen pertenecen al ciclo "Notas de un m?dico joven". Todos est?n basados en experiencias reales del propio Bulg?kov, que durante a?os ejerci? como m?dico rural en la provincia de Smolensk. En ellos se aprecia la voluntad narrativa de Bulg?kov, que acredita una notoria pero sutil capacidad introspectiva y de distanciamiento respecto a la propia persona, con un toque inevitable de cierta comicidad. Todo ello en medio de un paisaje dominado obsesivamente por la nieve y relatado con agilidad y calidez.Menci?n aparte merece el relato m?s extenso del libro y que le da t?tulo, 'Morfina'. Se trata del diario de un compa?ero del protagonista, el m?dico Poliakov, que deja a su muerte el estremecedor relato de esas p?ginas confesionales, que son la cr?nica de una destrucci?n, referida en t?rminos turbadores. Quien escrib?a al comienzo de su terrible experiencia: "No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad", acaba por confesar "La muerte de sed es una muerte paradis?aca, beatifica en comparaci?n con la sed de morfina".

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»"¿Qué ocurre?", le pregunta Liponti.

»Kosói contesta:

»"Pues resulta, Liponti Lipóntievich, que tus emplastos no me han ayudado en nada."

«"¡Mientes!", se indigna Liponti. "¡Los emplastos franceses no pueden no ayudar! Seguramente no te los has puesto.

»"Cómo que no me los he puesto. Todavía los traigo puestos..."

»Y al decir esto se vuelve de espaldas, ¡y tenía el emplasto pegado sobre la pelliza!

Solté una carcajada. Pelagueia Ivánovna reía y golpeaba con saña un tronco con el atizador...

—Usted dirá lo que quiera, pero eso es un chiste —dije—; ¡no puede ser verdad!

—¿¡Un chiste!? ¿¡Un chiste!? —exclamaron las comadronas, a cual más fuerte.

—¡No! —exclamó con enojo el enfermero—. Aquí, sabe usted, la vida toda está hecha de esos chistes... Aquí ocurren cosas como ésa...

—¡Y el azúcar! —exclamó Ana Nikoláievna—. ¡Cuéntenos lo del azúcar, Pelagueia Ivánovna!

Pelagueia Ivánovna cerró la estufa y comenzó a hablar, con la vista baja.

—Voy un día a ese mismo Dúltsevo a ver a una parturienta...

—Ese Dúltsevo es famoso —no pudo contenerse el enfermero, y añadió—: ¡Perdón! ¡Continúe, colega!

—Bien, como es natural, la examino —continuó la colega Pelagueia Ivánovna —, y siento bajo mis dedos algo incomprensible en el canal de parto... Algo que estaba suelto, una especie de trocitos... Era ¡azúcar refinado!

—¡Ese sí es un chiste! —hizo notar solemnemente Demián Lukich.

—Un momento..., no entiendo nada...

—¡La abuela! —replicó Pelagueia Ivánovna—. La curandera se lo había enseñado. Tendrá, le había dicho, un parto difícil. El bebé no quiere salir a este mundo de Dios. En consecuencia, hay que atraerlo. ¡Así que decidieron seducirlo con dulce!

—¡Qué horror! —dije.

—A las parturientas les dan a masticar cabellos —dijo Ana Nikoláievna.

—¡¿Para qué?!

—Quién sabe. Tres veces nos han traído parturientas así. Aquella pobre mujer estaba acostada y no hacía más que escupir. Tenía la boca llena de cerdas. Es por superstición. Creen que así el parto será más sencillo...

Los ojos de las comadronas brillaban por los recuerdos. Estuvimos largo rato sentados junto al fuego, tomando té. Yo escuchaba sus relatos como embrujado. Contaban cómo, cuando era necesario llevar a la parturienta de la aldea al hospital, Pelagueia Ivánovna siempre iba detrás en su trineo por si cambiaban de opinión durante el camino y llevaban de nuevo a la parturienta a las manos de la comadrona de la aldea. Contaban cómo, en cierta ocasión, a una parturienta que tenía al bebé en una posición incorrecta, la colgaron del techo cabeza abajo, para que el niño se diera la vuelta. Contaban que una comadrona de la aldea de Korobovo, que había oído decir que los médicos hacen un corte en la bolsa de aguas, llenó de cortes la cabeza del bebé con un cuchillo de cocina, de tal forma que ni siquiera una persona tan famosa y hábil como Liponti pudo salvarle y menos mal que pudo salvar a la madre. Contaban cómo...

Hacía mucho tiempo que habíamos cerrado la estufa. Mis invitados se marcharon a su casa. Durante un rato vi cómo la ventana de la habitación de Ana Nikoláievna despedía una luz opaca que luego se apagó. Todo desapareció. Con la tormenta se mezcló una espesísima noche de diciembre y una cortina negra me ocultó el cielo y la tierra.

Yo paseaba de un lado a otro de mi gabinete; el suelo crujía bajo mis pasos, hacía calor gracias a la estufa holandesa y se oía roer en algún lugar a un diligente ratón.

«Pero no —pensaba yo—, lucharé contra las tinieblas egipcias durante todo el tiempo que el destino me mantenga en este lugar perdido. Azúcar refinado... ¡Qué os parece...!»

En mis sueños, nacidos a la luz de la lámpara cubierta por una pantalla verde, surgió la enorme ciudad universitaria y en ella una clínica, y en la clínica, una enorme sala, un suelo de azulejos, brillantes grifos, blancas sábanas esterilizadas, un asistente con una barba puntiaguda, muy sabia y canosa...

En momentos así un golpe en la puerta siempre inquieta, asusta. Me estremecí...

—¿Quién está ahí, Axinia? —pregunté, asomándome por la barandilla de la escalera interior (el apartamento del médico era de dos pisos: arriba estaban el gabinete y el dormitorio y abajo, el comedor, otra habitación —de finalidad desconocida— y la cocina, en la cual se alojaban Axinia, la cocinera, y su marido, el inamovible guardián de la clínica).

Resonó la pesada cerradura, la luz de una lámpara penetró y se balanceó en el piso de abajo. Entró una corriente de aire frío. Luego, Axinia me informó:

—Ha llegado un enfermo...

Yo, a decir verdad, me alegré. No tenía sueño y, como consecuencia del ruido del ratón y de los recuerdos, comenzaba a sentirme algo melancólico y solitario. Además un «enfermo» significaba que no era una mujer, es decir que no se trataba de lo peor: un parto.

—¿Puede caminar?

—Sí —contestó bostezando Axinia.

—Entonces que vaya al gabinete.

La escalera crujió durante largo rato. Subía un hombre sólido, de gran peso. Entretanto yo ya me había sentado detrás del escritorio, e intentaba que la vivacidad de mis veinticuatro años no se escapara del caparazón profesional del esculapio. Mi mano derecha sostenía el estetoscopio, como si fuera un revólver.

Una figura vestida con una pelliza de cordero y botas de fieltro entró con dificultad por la puerta. La figura tenía el gorro en las manos.

—¿Por qué viene usted tan tarde? —pregunté con enorme seriedad, para tranquilidad de mi conciencia.

—Perdone usted, ciudadano doctor —respondió la figura, con una voz baja, agradable y suave—, ¡la tormenta es una verdadera desgracia! He llegado tarde, pero qué se puede hacer; ¡discúlpeme, por favor!

«Un hombre educado», pensé con satisfacción. La figura me había gustado mucho e incluso la espesa barba pelirroja me había producido una buena impresión. Por lo visto aquella barba era objeto de un cierto cuidado. Su dueño no sólo la recortaba, sino que además le untaba alguna substancia que cualquier médico que hubiera pasado aunque sólo fuera un corto tiempo en la aldea podría distinguir sin dificultad: aceite vegetal.

—¿De qué se trata? Quítese la pelliza. ¿De dónde es usted?

La pelliza quedó como una montaña sobre la silla.

—La fiebre me tortura —contestó el enfermo, y me miró tristemente.

—¿La fiebre? ¡Aja! ¿Viene usted de Dúltsevo?

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