Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
—Se me ha juntado todo— respondió el conde. —Comprar los trapos y tengo, además, un comprador para la hacienda y la casa. Si me lo permite, aprovecharé un día para ir a Márinskoie y le dejaré aquí a mis niñas.
—¡Muy bien, muy bien! Conmigo estarán tan seguras como en el Consejo de Tutela. Las llevaré donde sea preciso, las regañaré y las mimaré— dijo María Dmítrievna, acariciando las mejillas de su favorita y ahijada, Natasha.
A la mañana siguiente María Dmítrievna llevó a las jóvenes a la Virgen de Iverisk y a Mme Aubert-Chalmet, que tenía tanto miedo a María Dmítrievna que le vendía siempre los vestidos a pérdida, con tal de librarse de ella lo antes posible. María Dmítrievna encargó casi todo el ajuar. De vuelta a casa, echó a todos de la sala, excepto a Natasha, e hizo que su predilecta se sentara a su lado.
—Bueno, ahora hablemos. Te felicito por el novio. ¡Has conquistado a un hombre de valía! Me siento feliz por ti; a él lo conozco desde que era así— y puso la mano a unos setenta centímetros del suelo. Natasha, ruborizada, sonreía feliz. —Lo quiero y quiero a toda su familia. Ahora, escúchame: ya sabes que el viejo príncipe Nikolái no desea que su hijo se case; es un hombre autoritario. Sin duda, el príncipe Andréi ya no es un niño y puede prescindir de su consentimiento. Pero entrar en esa familia contra la voluntad del padre no está bien. Es menester que todo suceda en paz y en amor; Tú eres inteligente y procederás como es debido: con dulzura e inteligencia; así, todo resultará bien.
Natasha guardaba silencio —por timidez, pensaba María Dmítrievna—; en realidad le disgustaba que se entrometieran en su amor al príncipe Andréi, que le parecía algo especial, diferente de las otras cosas humanas, difícil de comprender para los demás. Amaba y conocía al príncipe Andréi. Él también la amaba y uno de aquellos días iba a llegar para casarse con ella. Eso era todo lo que necesitaba y nada más.
—Sabes, lo conozco desde hace tiempo, y quiero a Máshenka, tu futura cuñada. Las cuñadas son liosas, pero ésta no haría daño ni a una mosca. Me ha dicho que te quiere conocer... mañana irás a su casa con tu padre. Sé cariñosa. Eres más joven que la princesa María... Cuando tu prometido llegue, habrás conocido a su hermana y a su padre, y te querrán ya de veras. Estás de acuerdo, ¿verdad? ¿No es eso lo mejor?
—Sí, es lo mejor— respondió Natasha con desgana.
VII
Al día siguiente, de acuerdo con el consejo de María Dmítrievna, el conde Iliá Andréievich y Natasha se dirigieron a la casa del príncipe Nikolái Andréievich. Al conde no le hacía mucha gracia esa visita; en el fondo tenía miedo al príncipe. La última entrevista que había tenido con él durante las levas de soldados, cuando al invitarlo a comer el príncipe le administró una severa reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres, estaba aún viva en su memoria.
En cambio, Natasha, que vestía sus mejores galas, gozaba de excelente humor. "Es imposible que no me quieran —pensaba—; todos me han querido siempre y yo estoy dispuesta a hacer todo cuanto deseen, a quererlos, a él porque es su padre y a ella porque es su hermana, así que no tendrán motivo alguno para no quererme."
Llegaron a la vieja y sombría mansión en Vozendvízhenka y entraron en el vestíbulo.
—¡Que Dios nos bendiga!— dijo el conde, medio en broma y medio en serio.
Pero Natasha notó que su padre se daba prisa en entrar y preguntaba en voz baja y tímidamente si el príncipe y su hija estaban en casa. Cuando se anunció su llegada, entre los criados hubo cierta turbación; el lacayo que se apresuraba a ir para anunciarlos fue detenido por otro en la sala y cambiaron algunas palabras a media voz. Una doncella llegó presurosa a la sala y dijo algo con prisas, nombrando a la princesa; por último apareció un viejo mayordomo, quien, con rostro severo, informó a los Rostov de que el príncipe no podía recibirlos, pero que la princesa les rogaba que pasaran a verla. Mademoiselle Bourienne fue la primera en salir al encuentro de Natasha y su padre. Los saludó con especial cortesía y los acompañó hasta donde estaba la princesa, quien, muy agitada, con el rostro turbado y cubierto de manchas rojas, avanzó pesadamente hacia los recién llegados, tratando en vano de parecer tranquila y cordial. Desde el primer momento Natasha no agradó a la princesa María: le pareció demasiado bien vestida, frívola y vanidosa. No era consciente de que, aun antes de haberla visto, estaba mal dispuesta hacia ella por un sentimiento de envidia involuntaria por su belleza, juventud y felicidad y sentía celos por el amor de su hermano. Además de ese invencible sentimiento de antipatía, en aquel instante la princesa María estaba alterada porque, al saber la llegada de los Rostov, el príncipe había gritado que no quería nada con ellos y que la princesa podía recibirlos, si quería, pero que no entraran en sus habitaciones. La princesa María se decidió a recibirlos, pero a cada momento temía que el príncipe hiciera alguna de las suyas, puesto que la llegada de Natasha y el conde lo había desasosegado grandemente.
—Querida princesa, aquí le traigo a mi cantarina— dijo el conde, saludando y mirando inquieto en derredor; como si temiera la entrada del viejo príncipe. —¡Estoy tan contento de que ya se conozcan...! ¡Es una pena, una verdadera pena que el príncipe esté delicado!
Y tras algunas otras frases sin importancia, se puso en pie de nuevo.
—Si me lo permite, princesa, dejaré aquí a Natasha un cuarto de hora. Voy a dos pasos de aquí, a la plaza Sobáchkaia, a casa de Anna Semiónovna; después pasaré a recogerla.
Iliá Andréievich había ideado aquella astucia diplomática a fin de proporcionar a la futura cuñada de su hija una ocasión para hablar con ella (como explicó después a Natasha) y evitar la ocasión de encontrarse con el príncipe, a quien temía. No dijo eso a su hija, pero Natasha comprendió el temor y la inquietud de su padre y se ruborizó por él, y, más enfadada todavía por haberse ruborizado, fijó una mirada atrevida y provocadora —que parecía decir que ella no tenía miedo a nadie— en la princesa, quien decía al conde que estaba muy contenta y le rogaba que permaneciera durante mucho tiempo con Anna Semiónovna. Iliá Andréievich salió.
Mademoiselle Bourienne no se retiraba a pesar de las inquietas miradas de la princesa María, que deseaba hablar a solas con Natasha y mantenía la conversación sobre los atractivos de Moscú y sus teatros. Natasha estaba ofendida por la confusión producida en el vestíbulo, la inquietud de su padre y el tono forzado de la princesa, que —según ella— parecía concederle una gracia recibiéndola. Por esa causa todo le era desagradable. No le gustó la princesa María: la encontraba muy fea, afectada y seca. De pronto Natasha se encogió moralmente y, sin darse cuenta, adoptó un tono negligente que la alejaba aún más de la princesa María. A los cinco minutos de conversación penosa y forzada se oyeron unos pasos rápidos, amortiguados por las pantuflas. El rostro de la princesa María palideció de miedo, la puerta de la sala se abrió de golpe y apareció el príncipe con el gorro blanco de dormir y el batín.
—¡Ah, señorita!...— dijo. —Señorita... la condesa Rostova si no me engaño... Le pido excusas... perdóneme..., no sabía... Dios es testigo de que ignoraba que nos había honrado con su visita. ¡Entré así vestido para ver a mi hija!... Perdóneme... sabe Dios que lo ignoraba— repetía falsamente, acentuando la palabra Dios y con un tono de voz tan desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natasha.
Natasha, que se había levantado y hacía la reverencia, tampoco sabía qué hacer. Sólo mademoiselle Bourienne sonreía agradablemente.
—Le ruego que me excuse, se lo ruego. Dios es testigo de que no lo sabía— gruñó el viejo, que se retiró después de examinar a Natasha de pies a cabeza.