Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Los condes no volvieron a hablar de ese matrimonio con su hijo; pero al cabo de unos días la condesa llamó a Sonia y, con una crueldad que ninguna de las dos esperaba, reprochó a la sobrina su ingratitud y el haber atraído a su hijo valiéndose de todos los medios. Sonia escuchó con los ojos bajos las crueles palabras de la condesa, sin comprender qué era lo que se exigía de ella. Estaba dispuesta a sacrificarlo todo por sus bienhechores; la idea del sacrificio era su pensamiento favorito, pero en aquel caso concreto no llegaba a comprender por quién y cómo debía sacrificarse. No podía dejar de amar a la condesa y a toda la familia Rostov, pero le era igualmente imposible dejar de amar a Nikolái, sabiendo que la felicidad de él dependía de ese amor. Permanecía silenciosa y triste, sin contestar nada. Nikolái no pudo soportar por más tiempo aquel estado de cosas y fue a hablar con su madre.
Tan pronto le suplicaba que los perdonara a él y a Sonia y que consintiera en su matrimonio como amenazaba con casarse sin esperar más, secretamente, si se perseguía a la muchacha. La condesa, con una frialdad que su hijo no había visto nunca en ella, respondió que ya era mayor de edad, que el príncipe Andréi se casaba sin el consentimiento de su padre y que él podía hacer otro tanto, pero que ella no reconocería a esa intrigantepor hija.
Enfurecido al oír tratar de intrigantea Sonia, Nikolái levantó la voz y dijo a su madre que nunca habría pensado que le forzara a vender su cariño y que, si sucedía así, por última vez decía... Pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra decisiva, que su madre esperaba (a juzgar por su expresión) con verdadero terror y que tal vez habría quedado entre ellos como un cruel recuerdo. No pudo pronunciarla porque Natasha, pálida y grave, entró por la puerta tras la cual había estado escuchando.
—Nikóleñka, no digas tonterías, ¡cállate, cállate! ¡Te digo que te calles!— casi gritaba... para ahogar la voz de su hermano. —¡Mamá, querida... no es así!... Mamita, pobrecita— dijo a su madre que, sintiéndose al borde de la ruptura, miraba asustada al hijo pero que, por obstinación o excitada por el altercado, no quería ni podía ceder. —Vete, Nikóleñka, yo se lo explicaré; tú vete... Y usted, mamá, querida, escúcheme, deje que le hable.
Sus palabras no tenían sentido, pero obtuvieron el resultado que Natasha apetecía.
La condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nikolái se levantó y salió de la habitación llevándose las manos a la cabeza.
Natasha se encargó de la reconciliación y lo hizo de tal manera que la condesa prometió a su hijo no perseguir a Sonia; a su vez, Nikolái aseguró que no haría nada sin que sus padres lo supieran.
Con la firme intención de arreglar sus asuntos en el regimiento, pedir el retiro y volver para casarse con Sonia, Nikolái, triste y grave, en desacuerdo con los suyos pero, según él creía, apasionadamente enamorado, partió para incorporarse al regimiento en los primeros días de enero.
Después de su marcha, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La condesa, a consecuencia de tantos disgustos, cayó enferma.
Sonia estaba triste por la marcha de Nikolái, y todavía más por la hostilidad que la condesa no podía dejar de manifestarle. El conde estaba más que preocupado por la marcha de sus asuntos, que exigían medidas radicales. Era necesario vender la casa de Moscú y la hacienda vecina a la capital; para hacer todo eso había que ir a Moscú, pero la salud de la condesa los obligaba a retrasar el viaje.
Natasha, que al principio había soportado fácilmente y hasta con alegría la ausencia de su novio, se iba haciendo cada vez más inquieta e impaciente. Pensar que sus mejores días, que había podido dedicar a quererlo, se perdían en vano la atormentaba continuamente. Las cartas del príncipe la irritaban más que otra cosa. Le parecía ofensivo que mientras ella no vivía sino pensando en Bolkonski, él gozara de una vida interesante, visitando países desconocidos y haciendo nuevas amistades. Cuanto más entretenidas eran esas cartas, mayor era su despecho, y contestarlas ya no era ningún placer, sino una obligación falsa y aburrida. No sabía escribir porque no admitía la posibilidad de expresar verazmente en una carta ni una milésima parte de lo que estaba acostumbrada a decir con su voz, su sonrisa y su mirada. Sus cartas eran secas, clásicas, monótonas, a las que no daba importancia alguna, y en los borradores la condesa había de corregir sus faltas de ortografía.
La condesa no se restablecía, pero tampoco era posible demorar por más tiempo el viaje a Moscú. Había que preparar el ajuar, vender la casa y, además, se esperaba en Moscú al príncipe Andréi. Su padre, el príncipe Nikolái Andréievich, vivía allí aquel invierno y Natasha estaba convencida de que su prometido había llegado ya.
La condesa se quedó en el campo y el conde, con Sonia y Natasha, partió para Moscú a últimos de enero.
Quinta parte
I
Pierre, sin razón aparente alguna, sintió de pronto la imposibilidad de continuar la vida que llevaba. A pesar de creer firmemente en las verdades reveladas por el bienhechor, a pesar de la alegría experimentada en los primeros tiempos por su trabajo de perfeccionamiento interior, al que se había entregado con tanto entusiasmo desde el noviazgo del príncipe Andréi con Natasha y la muerte de Osip Alexéievich, noticia que recibió casi al mismo tiempo, sintió desaparecer de pronto todo el encanto de aquella vida pasada, de la que únicamente le quedó una sola razón: la propia casa, con su bellísima esposa, que gozaba ahora de los favores de un personaje importantísimo, las relaciones con toda la sociedad de San Petersburgo y el servicio con sus enojosos formalismos. De un golpe se le presentó su vida pasada como algo abominable. Dejó de escribir su diario, evitó la compañía de los hermanos, comenzó de nuevo a frecuentar el Club, a beber en exceso, a reunirse con amigos solteros y a llevar una vida tan desenfrenada que la condesa Elena Vasílievna creyó necesario llamarle seriamente la atención. Pierre comprendió que su mujer tenía razón y, para no comprometerla, partió para Moscú.
En Moscú, apenas hubo entrado en su inmensa mansión con las princesas marchitas y con tendencia a seguir marchitándose y la numerosa servidumbre; apenas vio desde su ventana la capilla de la Santa Virgen de Iverisk con sus innumerables velas ante sus norias de oro, la plaza del Kremlin con la nieve impoluta, los cocheros y las casitas de Sívtsev Vrázhek, los viejos de Moscú que sin deseos ni prisas terminaban allí sus vidas, las viejas damas moscovitas, los bailes y el Club Inglés de Moscú, se sintió en su propia casa, como en un apacible refugio. Todo en Moscú era apacible, habitual y mugriento como un viejo batín.
Toda la sociedad moscovita, desde las más ancianas señoras hasta los niños, acogió a Pierre como a un huésped por mucho tiempo esperado, cuyo puesto estaba siempre disponible y vacante. Para aquella sociedad, Pierre era el ser original más grato, bueno e inteligente, el más alegre y magnánimo, el más distraído y cordial: un señor ruso al viejo estilo. Su bolsa estaba siempre vacía, porque estaba abierta para todos.
Homenajes, malos cuadros y estatuas, sociedades filantrópicas, zíngaros, escuelas, banquetes en honor de cualquiera, orgías, masones, iglesias, libros: nada ni a nadie rechazaba; y de no existir dos amigos suyos, que le debían sumas importantes de dinero, convertidos ahora en sus protectores, habría dado cuanto poseía. No había un banquete o una velada en el Club a la que no asistiese. Y en cuanto se sentaba en su sitio del diván, después de dos botellas de Château-Margaux, todos lo rodeaban y comenzaban las discusiones, los comentarios y las bromas.