Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Apenas hubo salido Borís, por la otra puerta apareció Sonia, muy sofocada murmurando entre lágrimas palabras iracundas. Natasha reprimió su primer impulso de dirigirse a ella y permaneció en su atalaya, mirando, como si un gorro mágico la hiciera invisible, lo que sucedía. Experimentaba un placer nuevo y especial. Sonia murmuraba algo, con la mirada vuelta hacia la puerta del salón.
En el umbral apareció Nikolái.
—¿Qué te ocurre, Sonia? ¿Es posible esto?— dijo, corriendo hacia ella.
—¡Nada, nada, déjeme!— Sonia rompió en sollozos.
—No: ya sé de qué se trata.
—Pues si lo sabe, magnífico, vaya con ella.
—¡Sonia, una palabra! ¿Es posible que los dos suframos por una tontería?— dijo Nikolái, tomándole la mano. Sonia no la retiró y dejó de llorar.
Natasha, sin moverse y casi sin respirar, miraba desde su escondite con ojos brillantes. “¿Qué pasará ahora?”, pensaba.
—Sonia, nada del mundo me importa: tú lo eres todo para mí— decía Nikolái. —Te lo probaré.
—No me gusta que hables así.
—Bien, no lo haré más. Perdóname, Sonia.
La atrajo hacia sí y la besó.
“¡Ah, qué bien!”, pensó Natasha. Y cuando Sonia y Nikolái salieron del invernadero, los siguió y llamó a Borís.
—Borís, venga aquí— dijo, con aire de importancia y malicia. —Tengo que decirle una cosa. Aquí, aquí.
Lo condujo al invernadero, al mismo sitio entre los maceteros tras los cuales estuvo escondida. Borís la seguía sonriente.
—¿De qué cosase trata?— preguntó.
Ella se azoró; miró en derredor, y reparando en su muñeca, tirada en un macetero, la tomó en sus manos.
—Bésela— dijo.
Borís, con ojos atentos y cariñosos, miró el rostro animado de la muchacha y no respondió.
—¿No quiere? Entonces, venga aquí— y adentrándose entre las flores, tiró la muñeca. —Más cerca, más cerca— susurraba. Apresó al oficial por el revés de las mangas; en su rostro arrebolado se leía la solemnidad y el temor. —Y a mí... ¿quiere besarme?— murmuró con voz muy queda, mirándolo de reojo, sonriendo y a punto de llorar por la emoción.
Borís enrojeció.
—¡Qué ocurrencia!— dijo, inclinándose hacia ella y ruborizándose todavía más, sin moverse, esperando.
Ella saltó sobre un macetero, de tal manera que se encontró más alta que el joven, y, rodeándolo con los brazos delgados y desnudos, con un movimiento de cabeza echó hacia atrás los cabellos y lo besó en los labios.
Se deslizó después entre los maceteros, hacia la otra parte de las plantas, y, bajando la cabeza, se detuvo.
—Natasha— dijo Borís, —usted sabe que la amo, pero...
—¿Está enamorado de mí?— lo interrumpió ella.
—Sí, estoy enamorado... pero, le suplico... no volvamos a hacer lo que hemos hecho... Esperemos cuatro años... Entonces pediré su mano.
Natasha reflexionó.
—Trece, catorce, quince, dieciséis...— dijo, contando con los afilados deditos. —¡Bien! ¿Decidido?
Y una sonrisa de alegría y tranquilidad iluminó su animado rostro.
—Decidido— dijo Borís.
—¿Para siempre?— añadió. —¿Hasta la muerte?
Y tomándolo del brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, salió lentamente hacia la sala de los divanes.
XI
La condesa estaba tan cansada de las visitas que dio orden de no recibir a nadie más, y el portero fue encargado de invitar a comer a cuantos viniesen a felicitarla.
Deseaba la condesa conversar a solas con su amiga de la infancia, la princesa Anna Mijáilovna, a la que no había vuelto a ver desde que ésta volviera de San Petersburgo. Anna Mijáilovna, con su rostro atractivo, ajado por las lágrimas, se acercó más al sillón de la condesa.
—Seré completamente sincera contigo— dijo Anna Mijáilovna; —ya no nos quedan muchos amigos viejos... por eso estimo tanto tu amistad.
Anna Mijáilovna miró a Vera y se detuvo. La condesa estrechó la mano de su amiga.
—Vera— dijo, volviéndose a su hija mayor, que no era, evidentemente, la preferida, —no os dais cuenta de nada, ¿no ves que estás de más aquí? Vete con tus hermanas o...
La hermosa Vera sonrió desdeñosamente, pero no pareció ofendida.
—Si me lo hubiera dicho antes, maman, me habría ido— y se dirigió hacia su cuarto.
Pero al atravesar el salón de los divanes vio cerca de cada ventana a dos parejas simétricamente sentadas. Se detuvo y sonrió con desprecio. Sonia estaba muy cerca de Nikolái, que copiaba para ella unos versos, los primeros que componía. Borís y Natasha sentados cerca de la otra ventana callaron al entrar Vera: Sonia y Natasha la miraron con caras culpables y felices.
Era conmovedor y divertido contemplar a esas chiquillas enamoradas, pero su vista no agradó a Vera.
—¿Cuántas veces os he pedido que no toquéis lo que es mío?— dijo. —Ya tenéis vuestras habitaciones.
Y cogió el tintero del que se servía Nikolái.
—Un momento, un momento— dijo él, mojando la pluma.
—No sabéis hacer nada a derechas— continuó Vera. —Hace poco entrasteis en el salón de tal manera que todos se avergonzaron de veras.
Aunque lo que decía era justo (o tal vez porque lo era) ninguno replicó, y los cuatro se miraron. Vera se detuvo en la habitación con el tintero en la mano.
—¿Qué secretos puede haber a vuestra edad entre Natasha y Borís y entre vosotros? Todo eso son tonterías.
—Pero ¿a ti qué te importa, Vera?— dijo Natasha con voz dulce como intercediendo.
Aquel día se sentía más bondadosa y cariñosa con todos que nunca.
—Es una gran tontería— repitió Vera, —me avergüenzo de vosotros. ¡Qué secretos ni que...!
—Cada uno tiene sus secretos, nosotros no nos metemos contigo y con Berg— respondió acaloradamente Natasha.
—Creo que me dejáis tranquila porque en mis actos no puede haber nunca nada malo. Le diré a mamá cómo te portas con Borís.
—Natalia Ilínishna se porta muy bien conmigo— intervino Borís, —no puedo quejarme.
—Déjelo, Borís. Es usted tan diplomático...— (la palabra diplomáticoestaba muy en boga entre los muchachos, que le daban un particular sentido). —Hasta resulta aburrido— dijo Natasha, con voz temblorosa y resentida, —¿por qué no me dejará tranquila? Tú no lo comprenderás nunca— prosiguió volviéndose a Vera —porque nunca has amado a nadie. No tienes corazón, no eres más que una Madame de Genlis(este apodo, que consideraban muy ofensivo, se lo había puesto Nikolái) y tu mayor placer es fastidiar a los demás. Coquetea con Berg cuanto quieras— concluyó rápidamente.
—Seguro que yo no corro detrás de un joven cuando hay visitas...
—¡Vaya, ya has conseguido lo que te proponías!— intervino Nikolái. —Has dicho muchas cosas desagradables y nos has disgustado a todos. Vámonos al cuarto de los niños.
Los cuatro, como una bandada de pájaros asustados, se levantaron y salieron de la estancia.
—Es a mí a quien han dicho cosas desagradables; pero yo no dije nada a ninguno— concluyó Vera.
—¡Madame de Genlis! ¡Madame de Genlis!— gritaron los cuatro riendo tras la puerta.
La hermosa Vera, que a todos producía la misma fastidiosa impresión, sonrió sin parecer ofendida por nada de cuanto le habían dicho. Se acercó al espejo, se arregló el chal y los cabellos. La vista de su bello rostro la tornó aún más fría y más tranquila.
La conversación proseguía en el salón.
—Ah, chère— decía la condesa, —tampoco en mi vida es todo color de rosa... ¿Acaso no veo que du train que nous allons 72nuestra fortuna no podrá durar mucho? La culpa de todo la tienen el club y su tolerancia. ¿Acaso vivimos y descansamos cuando salimos al campo? Teatros, cacerías y Dios sabe qué otras cosas. Pero no hablemos de mí. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Con frecuencia me asombro, Annette, de que a tu edad vayas sola en un coche de Moscú a San Petersburgo y de que visites a todos los ministros, a todos los personajes; sabes tratar a todos. Dime, ¿cómo lo has conseguido? Yo nada de eso podría hacer.