Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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Se volvió hacia Gruchegnka, que se había inclinado sobre Kalganov, aferrándose a su brazo, y repitió:
—Nada, no pasará nada... Voy de viaje... Me marcharé mañana, apenas se levante el día... Señores, ¿me permiten ustedes que permanezca en esta habitación, haciéndoles compañía; sólo hasta mañana por la mañana?
Dirigió estas últimas palabras al personaje sentado en el canapé. Éste retiró lentamente la pipa de su boca y dijo con grave expresión:
—Panie [42], esto es una reunión particular. Hay otras habitaciones.
—¡Pero si es Dmitri Fiodorovitch! —exclamó Kalganov—. ¡Bien venido! ¡Siéntese!
—¡Buenas noches, mi querido amigo! —dijo Mitia al punto, rebosante de alegría y tendiéndole la mano por encima de la mesa—. ¡Siempre he sentido por usted la más profunda estimación!
Kalganov profirió un «¡Ay!» y exclamó riendo:
—¡Me ha hecho usted polvo los dedos!
—Así debe estrecharse la mano —dijo Gruchegnka con un esbozo de sonrisa.
La joven había deducido de la actitud de Mitia que éste no armaría escándalo, y lo observaba con una curiosidad no exenta de inquietud. Había en él algo que la sorprendía. Nunca habría creído que se condujera de aquel modo.
—Buenas noches —dijo con empalagosa amabilidad el terrateniente Maximov.
Mitia se volvió hacia él.
—¿Usted aquí? ¡Encantado de verle!... Escúchenme, señores...
Se dirigía otra vez al pan de la pipa, por considerarlo el principal personaje de la reunión.
—Señores, quiero pasar mis últimas horas en esta habitación, donde he adorado a mi reina... ¡Perdóneme, panie!... Vengo aquí después de haber hecho un juramento... No teman. Es mi última noche... ¡Bebamos amistosamente, panie!... Nos traerán vino. Yo he traído esto...
Sacó el fajo de billetes.
—¡Quiero música, ruido...! Como la otra vez... El gusano inútil que se arrastra por el suelo va a desaparecer... ¡No olvidaré este momento de alegría en mi última noche!...
Se ahogaba. Su deseo era decir muchas cosas, pero sólo profería extrañas exclamaciones. El pan, impasible, miraba alternativamente a Mitia con su fajo de billetes y a Gruchegnka. Estaba perplejo. Empezó a decir:
—Jezeli powolit moja Krôlowa [43]....
Pero Gruchegnka lo atajó:
—Me crispa los nervios oír esa jerga... Siéntate, Mitia. ¿Qué cuentas? Te suplico que no me asustes. ¿Me lo prometes? ¿Sí? Entonces me alegro de verte.
—¿Yo asustarte? —exclamó Mitia levantando los brazos—. Tienes el paso libre. No quiero ser un obstáculo para ti.
De pronto, inesperadamente, se dejó caer en una silla y se echó a llorar, de cara a la pared y asido al respaldo.
—¿Otra vez la misma canción? —dijo Gruchegnka en son de reproche—. Así se presentaba en mi casa, y me dirigía discursos en los que yo no entendía nada. Ahora vuelve a las andadas... ¡Qué vergüenza! Si hubiera motivo...
Dijo estas últimas palabras subrayándolas y en un tono enigmático.
—¡Pero si no lloro! —exclamó Mitia—. ¡Buenas noches, señores! —añadió volviendo la cabeza. Y se echó a reír; pero no con su risa habitual, sino con una amplia risa nerviosa y que lo sacudía de pies a cabeza.
—Quiero verte contento —dijo Gruchegnka—. Me alegro de que hayas venido. ¿Oyes, Mitia? Me alegro mucho. —Y añadió imperiosamente, dirigiéndose al personaje que estaba en el canapé—: Quiero que se quede con nosotros; lo quiero, y si él se marcha, me marcharé yo también —terminó con ojos centelleantes.
—Los deseos de mi reina son órdenes para mí —declaró el pan besando la mano de Gruchegnka. Y añadió gentilmente, dirigiéndose a Mitia—: Ruego al pan que permanezca con nosotros.
Dmitri estuvo a punto de soltar una nueva parrafada, pero se contuvo y dijo solamente:
—¡Bebamos, panie!
Todos se echaron a reír.
—Creí que nos iba a enjaretar un nuevo discurso —dijo Gruchegnka—. Oye, Mitia; quiero que estés tranquilo. Has hecho bien en traer champán. Yo beberé. Detesto los licores. Pero todavía has hecho mejor en venir en persona, pues esto es un funeral. ¿Has venido dispuesto a divertirte?... Guárdate el dinero en el bolsillo. ¿De dónde lo has sacado?
Los estrujados billetes que Mitia tenía en la mano llamaban la atención, sobre todo a los polacos. Se los guardó rápidamente en el bolsillo y enrojeció. En este momento apareció Trifón Borisytch con una bandeja en la que había una botella descorchada y varios vasos. Mitia cogió la botella, pero estaba tan confundido, que no supo qué hacer. Kalganov llenó por él los vasos.
—¡Otra botella! —gritó Mitia a Trifón Borisytch.
Y olvidándose de chocar su vaso con el del pan, al que tan solemnemente había invitado a beber, se lo llevó a la boca y lo vació. Su semblante cambió inmediatamente: de solemne y trágico se convirtió en infantil. Mitia se humillaba, se rebajaba. Miraba a todos con tímida alegría, con risitas nerviosas, con la gratitud de un perro que ha obtenido el perdón tras una falta. Parecía haberlo olvidado todo y reía continuamente, con los ojos fijos en Gruchegnka, a la que se había acercado. Después observó a los dos polacos. El del canapé lo sorprendió por su aire digno, su acento y —esto sobre todo— por su pipa. «Bueno, ¿qué tiene de particular que fume en pipa?», pensó. Y le parecieron naturales el rostro un tanto arrugado del pan, ya casi cuadragenario, y su minúscula naricilla encuadrada por un fino y alargado bigote teñido que le daba una expresión impertinente. Ni siquiera dio importancia a la peluca confeccionada torpemente en Siberia y que le cubría grotescamente las sienes. «Sin duda es la peluca que necesita», se dijo.
El otro panera más joven. Sentado cerca de la pared, los miraba a todos con semblante provocativo y escuchaba las conversaciones con desdeñoso silencio. Éste sólo sorprendió a Mitia por su elevada talla, que contrastaba con la del pansentado en el canapé. Dmitri se dijo que este gigante debía de ser amigo y acólito del pan de la pipa, algo así como su guardaespaldas, y que el pequeño mandaba en el mayor. El «perro» no sentía ni sombra de celos. Aunque no había comprendido el tono enigmático empleado por Gruchegnka, notaba que lo había perdonado, ya que lo trataba amablemente. Al verla beber, se asombraba alegremente de su resistencia. El silencio general lo sorprendió. Paseé una mirada interrogadora por toda la concurrencia. «¿Qué esperamos? ¿Por qué estamos sin hacer nada?», parecía preguntar.
—Este viejo chocho nos divierte —dijo de pronto Kalganov señalando a Maximov, como si leyera el pensamiento de Mitia.
Dmitri los miró a los dos. Después se echó a reír con su risa seca y entrecortada.