Guerra y paz
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Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Los oficiales, como de costumbre, vivían de dos en dos y de tres en tres en casas sin techumbre y medio derruidas. Los oficiales superiores se ocupaban de conseguir paja y patatas y, en general, del aprovisionamiento de sus hombres; los inferiores, como siempre, jugaban a las cartas (no había alimentos, pero sobraba el dinero) o a juegos inocentes como la petanca y otros. Se hablaba poco sobre la marcha general de la guerra, en parte porque nada positivo se sabía, en parte porque se sospechaba vagamente que no marchaba bien.
Rostov vivía, como antes, con Denísov; su amistad, después del permiso, se había hecho más estrecha. Denísov no hablaba nunca de su familia, pero el tierno afecto que manifestaba hacia su oficial demostraba a Rostov que el amor infeliz del curtido húsar por Natasha participaba en el incremento de su amistad. Denísov procuraba mantener a Rostov alejado del peligro; lo cuidaba y después de cada acción salía a su encuentro con especial alegría al verlo sano y salvo. En una expedición, Rostov encontró en cierta aldea saqueada y abandonada, donde había ido en busca de víveres, a un viejo polaco con su hija y un niño de pecho. Estaban desnudos, hambrientos y sin medios para marcharse de allí. Rostov los llevó al pueblo en que residía y los alojó con él varias semanas, hasta que el viejo se hubo restablecido. Un compañero de Rostov, hablando de mujeres, comenzó a bromear, diciendo que era más listo que ninguno y que no haría mal en presentarles a la bella polaca salvada por él. Rostov tomó la broma como una ofensa y, enfurecido, dijo al oficial cosas tan duras que Denísov hubo de hacer verdaderos esfuerzos para evitar el duelo. Cuando el oficial se retiró, Denísov, que tampoco sabía la naturaleza de las relaciones de Rostov con la polaca, le reprochó su irascibilidad.
—¿Qué quieres?...— le respondió. —Es como una hermana, no puedes imaginar lo que me ha ofendido, porque... porque...
Denísov le dio un manotazo en la espalda y comenzó a caminar a grandes pasos sin mirar a su compañero, como hacía en los instantes de emoción.
—¡Qué familia de locos sois los Rostov!— dijo.
Y Nikolái advirtió lágrimas en los ojos de Denísov.
XVI
En el mes de abril animó a las tropas la nueva de la llegada del Emperador. Rostov no pudo asistir a la revista pasada por el Soberano en Bartenstein; el regimiento de Pavlograd se encontraba en las avanzadas, muy por delante de la ciudad.
En el campamento militar donde vivaqueaban, Denísov y Rostov vivían juntos en un refugio excavado en la tierra por los soldados y cubierto por ramas y musgo. El refugio se había construido a la manera que se había puesto de moda entonces: se cavaba una zanja con una anchura superior a metro y medio, dos de profundidad y tres metros y medio de longitud. En un extremo de la zanja se hacían unos peldaños que señalaban la entrada, el porche. La propia zanja era la habitación donde los afortunados, como el jefe del escuadrón, disponían, en la parte opuesta a los escalones, de una tabla apoyada sobre unas estacas que era la mesa. A lo largo de la zanja se rebajaba un metro de tierra, que eran los lechos y divanes. El tejado se construía de un modo que permitía estar de pie y hasta sentarse en la cama, siempre que se acercaran más a la mesa. Además, los soldados, que querían mucho a Denísov, habían colocado en el frontón del tejado un cristal roto, pero ya encolado y sujeto a una tabla. Cabía decir que Denísov vivía lujosamente. Cuando apretaba el frío, traían a las escaleras (parte del refugio que Denísov llamaba antecámara), en una chapa de hierro combada, brasas de las hogueras de los soldados y tanto se caldeaba aquello que los oficiales, siempre numerosos en la vivienda de Denísov y Rostov, debían quedarse en mangas de camisa.
Un día de abril Rostov estaba de servicio. A las ocho de la mañana, ya de vuelta tras una noche en vela, mandó que le trajeran brasas, se mudó de ropa, porque estaba empapado por la lluvia, hizo sus oraciones, tomó té, entró en calor, ordenó los enseres en su rincón y, en la mesa y con el rostro encendido y quemado por el viento, se echó de espaldas en mangas de camisa, con las manos bajo la cabeza. Pensaba con placer que uno de aquellos días iba a ser ascendido por el último servicio de reconocimiento y esperaba a Denísov, que había salido. Rostov deseaba hablar con él.
Fuera de la choza retumbó la voz enfurecida de Denísov. Rostov se acercó a la ventana para ver con quién hablaba y vio al sargento furriel Topchéienko.
—¡Te ordené que no los dejaras comer esas raíces de María o de quien sean!— gritaba Denísov. —Yo mismo he visto a Lazarchuk que las traía del campo.
—Lo he prohibido ya, Excelencia, pero no obedecen— contesto el sargento.
Rostov volvió a tenderse, pensando con satisfacción: “Que trabaje él ahora; yo he cumplido ya con lo mío, estoy tumbado, todo va perfectamente”. A través de la pared oyó que, además del sargento, hablaba Lavrushka, el pícaro y hábil asistente de Denísov; decía algo de unos carros de pan y carne que había visto cuando fue en busca del aprovisionamiento.
Después volvió a oír, más lejanos, los gritos de Denísov y la orden: “¡A caballo la segunda sección!”.
“¿Adonde irán ahora?”, pensó Rostov.
Cinco minutos después Denísov entró en la choza, se echó con las botas sucias en la cama, encendió colérico la pipa, dispersó sus cosas, cogió la fusta, el sable y se dirigió de nuevo a la salida. A la pregunta de Rostov, que deseaba saber a dónde iba, replicó irritado y vagamente que tenía que resolver cierto asunto.—¡Que Dios y el gran Emperador me juzguen!— dijo Denísov al salir.
Rostov oyó pisadas de caballos en el fango. Ni siquiera se preocupó de saber adonde iba Denísov. Cuando entró en calor, se quedó dormido en su rincón y no salió de la choza hasta la tarde. Denísov no había vuelto. La tarde era hermosa. Junto a la cabaña vecina dos oficiales y un cadete jugaban a la svaika, entre risas, sembrando de rábanos la tierra blanda y sucia. Rostov se unió a ellos. A la mitad del juego, los oficiales vieron acercarse algunos carros. Les seguían unos quince húsares montados en caballos famélicos. Los carros, con su escolta de húsares, se acercaron al vivac, siendo rodeados al momento por los demás.
—¡Ya ven, Denísov que se preocupaba tanto!— dijo Rostov. —Ya están aquí las provisiones.
—Ya, ya. Qué contentos se pondrán los soldados— comentaron otros.
Denísov venía a poca distancia de los carros, acompañado de dos oficiales de infantería con los cuales hablaba de algo. Rostov salió a su encuentro.
—Se lo advierto, capitán— decía un oficial delgado, de baja estatura, visiblemente irritado.
—Ya le dije que no devolveré nada— replicó Denísov.
—¡Responderá de ello, capitán! Es un acto de pillaje apoderarse de un convoy que pertenece al ejército. Nuestros soldados hace dos días que no comen.
—Los míos llevan sin comer dos semanas— contestó Denísov.
—¡Es un pillaje, señor mío!; responderá de ello— repitió el de infantería elevando la voz.
—Pero ustedes, ¿qué quieren, eh?— gritó Denísov, encolerizado de pronto. —¡El que va a responder soy yo, y no ustedes! ¡Y no molesten tanto! Váyanse antes de que les pase algo. ¡Largo de aquí!— gritó a los oficiales.
—Perfectamente— respondió el oficial de corta estatura, sin intimidarse ni marcharse. —Eso es un robo, ya le...
—¡Al diablo y a paso ligero antes de que le pase algo!— y Denísov volvió su caballo hacia el oficial.
—¡Bien! ¡Está bien!— dijo éste en tono amenazador; y volviendo también su caballo se alejó al trote, bailando en la silla.
—¡Un perro en la cerca! ¡Un verdadero perro en la cerca!— gritó Denísov. Era la peor burla que uno de caballería podía hacer al infante montado. Estallando en una carcajada, se acercó a Rostov.