En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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—¿No, Gleb? ¿No te acuerdas que una vez en Año Nuevo, Lev y yo estuvimos de acuerdo en que una esposa infiel no puede ser perdonada pero un marido sí?

Adamson sonrió cansado. "¿Qué hombre no aceptaría eso?"

—Ese individuo —dijo Rubin señalándolo a Nerzhin—, declaró en aquella ocasión que se puede perdonar a una mujer también, que no hay diferencia.

—¿Dijiste eso? — preguntó rápido Kondrashev-Ivanov.

—Fantástico! — Pryanchikov rió sonoramente.— ¿Cómo no hay diferencia?

—¡La estructura del cuerpo y el modo de unión prueban que existe una enorme diferencia! — exclamó Sologdin.

—No me culpen, amigos —dijo Nerzhin—. Después de todo, cuando yo crecía, una bandera roja con letras doradas flameaba sobre nuestras cabezas. ¡Igualdad! Desde entonces, por supuesto, la vida ha castigado bastante a este bobo, pero me parece que si las naciones fueran iguales y si la gente fuera igual, entonces los hombres y las mujeres deben ser iguales en todo. —

—Nadie lo culpa —dijo rápidamente Kondrashev-Ivanov—. No se entregue, tan fácilmente.

—Te podemos perdonar esa insensatez sólo por tu juventud —pronunció Sologdin (tenía cinco años más).

—Teóricamente, Glebka tiene razón —dijo Rubin, embarazado—. Yo también estoy dispuesto a romper cien mil lanzas por la igualdad entre hombres y mujeres. Pero, ¿hacerle el amor a mi mujer después que lo ha hecho con otro? ¡Brrr! Biológicamente, no podría.

—Pero caballeros, es ridículo discutir —dijo Pryanchikov, pero, como de costumbre, no lo dejaron concluir.

—Lev-Grigorich, hay una manera simple de lograr la igualdad —dijo Potapov con firmeza—. No haga usted el amor con nadie más que con su mujer.

—Vamos, escucha... —protestó Rubin, ahogando la sonrisa en su barba de pirata.

La puerta se abrió ruidosamente y alguien entró. Potapov y Adamson se dieron vuelta. No era un carcelero.

—Es necesario destruir Cartago —dijo Adamson, señalando la lata de un litro.

—Cuanto antes mejor. Nadie quiere sentarse en la celda solitaria. Gleb, sirve el resto.

Nerzhin sirvió lo que quedaba en las copas, dividiéndolo concienzudamente.

—Bueno, ¿esta vez nos dejará beber a la salud del que cumple años? — preguntó Adamson.

—No, hermanos. Renuncio a este tradicional derecho. Hoy vi a mi esposa. Vi que ella está —como todas nuestras mujeres— gastada, asustada, perseguida. Nosotros podemos soportarlo porque no tenemos otra salida, ¿por ellas? Bebamos en honor de ellas, que se han encadenado a...

—¡Sí, ciertamente! ¡Qué hazaña santa es su constancia! — exclamó Kondrashev-Ivanov.

Bebieron y se quedaron un momento en silencio.

—Miren la nieve —señaló Adamson.

Todos miraron, a través de Nerzhin, la ventana empañada. La nieve no podía ser vista, pero las lámparas y los focos de la guardia proyectaban las sombras de los copos sobre los vidrios.

En alguna parte, bajo esa pesada, cortina de nieve, estaba Nadya Nerzhin.

—Hasta la nieve que vemos es negra —dijo Kondrashev-Ivanov. Bebieron a la amistad. Bebieron al amor inmortal y bueno, alabó Rubin: "Nunca he tenido dudas sobre el amor. Pero, para decirles la verdad, hasta el frente y la prisión no creía en la amistad, especialmente la que llega a dar la vida por su prójimo. En la vida ordinaria uno tiene la familia y eso no deja lugar para la amistad. ¿No es cierto?

—Esa es una noción difundida —replicó Adamson—. Después de todo, la canción "En el valle" ha sido popular en Rusia durante ciento cincuenta años y aún hoy la gente pide por la radio, pero si se escucha la letra, es un lamento repugnante, el quejido de un alma mezquina: "todos son amigos, todos son camaradas hasta el primer día malo".

—¡Es inadmisible —dijo el pintor—. ¿Cómo puede alguien vivir un solo día con ese pensamiento? ¡Sería mejor ahorcarse!

—Sería más veraz ponerla al revés: "recién en los días malos uno empieza a tener amigos.

—¿Quién la escribió?

—Merzlyakov.

—¡Qué nombre! Lev, ¿quién era Merzlyakov?

—Un poeta, veinte años mayor que Pushkin.

—Conoces su biografía, por supuesto.

—Fue profesor en la Universidad de Moscú. Tradujo "Jerusalén libertada".

—Dime, ¿existe algo que Lev no sepa? Sólo altas matemáticas.

—Bajas también.

—Pero siempre está diciendo "simplifiquemos y hallaremos al factor común".

—¡Caballeros! Debo citar un ejemplo que prueba que Merzlyatov estaba en lo cierto —dijo Pryanchikov, ahogándose y atolondrándose como un chico puesto en la mesa de los mayores. No era, en manera alguna, inferior a los otros; comprendía las cosas rápidamente, era talentoso y su franqueza resultaba atractiva. Pero le faltaba el aspecto de autoridad masculina, de dignidad exterior, y por ello parecía quince años menor de lo que era y los otros lo trataban como a un adolescente—. Después de todo, es un hecho comprobado. Aquel que come en nuestro plato es el que nos traiciona. Yo tenía un amigo íntimo con quien había escapado de un campo de concentración nazi. Nos escondimos juntos. Y, ¿se lo imaginan?, fue él quien me traicionó.

—¡Qué cosa indigna! — exclamó el artista.

—Así fue como sucedió. Para ser franco, yo no quería volver. Estaba trabajando, tenía dinero y había chicas.

Casi todos conocían la historia. Para Rubín era perfectamente claro que el alegre y simpático Valentín Pryanchikov, de quien tenía todo el derecho de ser amigo en la sharashka, había sido, objetivamente, en Europa de 1945, un reaccionario, y lo que llamaba la traición de su amigo —esto es, ayudar a que Pryanchikov volviera a su patria contra su voluntad— no había sido traición sino un acto patriótico.

Adamson dormitaba detrás de sus anteojos inmóviles. Sabía que se producirían esas conversaciones vacías, pero reconocía que toda esa multitud debía volver al redil, en tanto que él...

Rubín y Nerzhin, en los centros de contraespionaje y en las prisiones del primer año de postguerra, habían participado tanto en la oleada de prisioneros de guerra refluyendo de Europa, que era como si ellos mismos hubieran pasado cuatro años como prisioneros de guerra. No estaban interesados en historias de repatriación, de modo que desde el extremo de la mesa indujeron a Kondrashev-Ivanov a conversar sobre arte. En conjunto, Rubin no consideraba a Kondrashev como un artista muy importante, ni siquiera como una persona demasiado seria, y sentía que sus puntos de vista eran ideológicamente infundados. Pero hablando con él, uno aprendía mucho sin darse cuenta.

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