En el primer circulo
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En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...
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Pero aun eso no era enteramente cierto.
Discutir sobre "cuándo era mejor ser encarcelado" no inflamaba a los participantes, sino más bien los unía en melancólica filosofía. La discusión nunca conducía a estallidos.
Tomás Hobbes dijo en alguna parte que la sangre sólo correría sobre el teorema de "la suma de los ángulos de un triángulo equivale a 180 grados", en el caso de que lesionara los intereses de alguno.
Pero Hobbes no conocía nada sobre presidiarios.
En la última litera, cerca de las puertas, había comenzado una discusión que pudo llevar a una pelea y al derramamiento de sangre, aunque no dañaba los intereses de nadie. El operario del torno se había puesto a conversar con el electricista, y llegaron al tema de Sestroretsk; de allí fueron a las estufas y la calefacción en las casas de Sestroretsk. El operario había vivido allí un invierno y recordaba claramente la clase de estufas que tenían. El electricista nunca había estado, pero su cuñado había sido un instalador de estufas de primera clase y había colocado estufas, particularmente en Sestroretsk. El electricista describía una estufa totalmente opuesta a la que recordaba el operario. Su disputa, que comenzó como una discusión cualquiera, ya había llegado a la etapa de las voces descontroladas y los insultos personales. Ya tapaba todas las otras conversaciones en el cuarto. Cada uno de los rivales sufría por la imposibilidad de demostrar que tenía razón. Buscaron en vano un tribunal de arbitraje, hasta que, súbitamente, recordaron que el portero Spiridon era entendido en estufas y pensaron que, por lo menos, diría al otro que los absurdos artefactos que él imaginaba no existían en Sestroretsk ni en ninguna otra parte. Casi corriendo salieron a buscar al portero, con el consiguiente alivio del resto del cuarto.
Pero en su apuro olvidaron cerrar la puerta, y otra disputa, no menos violenta, explotó desde el corredor. ¿La mitad del siglo veinte debía ser festejada el 1° de enero de 1950 o el 1° de enero de 1951? La discusión, evidentemente, había durado un rato y partía de esta pregunta: ¿El veinticinco de qué año había nacido Cristo, o al menos se suponía que había nacido?
La puerta fue cerrada de golpe. El ruido ensordecedor desapareció. El cuarto quedó en silencio y se pudo oír a Khorobrov. diciéndole al dibujante calvo de la litera de encima:
—Cuando nuestros hombres zarpen en el primer viaje a la luna, habrá naturalmente una sesión final junto al cohete antes de la partida. La tripulación aceptará economizar combustible, batir el "record" de velocidad cósmica, no detenerse en el espacio para reparaciones en vuelo, y ejecutar el "aterrizaje" con un nivel de "bueno" o "excelente". Uno de los tres miembros de la tripulación será un funcionario de conducción política. Durante el vuelo instruirá al piloto y al navegador en los usos políticos de los viajes espaciales y les pedirá declaraciones para los periódicos "murales".
Pryanchikov oyó esta predicción mientras corría a través del cuarto con toalla y jabón. Con un movimiento de ballet saltó hacia Khorobrov y, frunciendo el ceño le dijo: —¡Ilya Terentich!, déjame asegurarte que no será así.
—¿Y cómo será?
Pryanchikov puso misteriosamente un dedo sobre sus labios, como en una cinta de detectives. "Los americanos estarán antes en la luna".
Estalló en una risa clara e infantil y se fue corriendo.
El grabador estaba sentado cerca de Sologdin, manteniendo una apasionante conversación sobre mujeres. El grabador tenía cuarenta años y, aunque su cara era joven, se le veía el cabello casi completamente gris, lo cual lo favorecía.
Hoy estaba de excelente humor. Es cierto que había cometido un error esa mañana, y se había comido el cuento corto que había escrito, cuando, según resultó después, podía haberlo pasado a través de la revisación y habérselo entregado a su esposa. Pero se había enterado que ésta había mostrado sus primeros cuentos cortos a varias personas de confianza, que estaban encantadas con ellos. Por supuesto, el elogio de parientes y amigos puede ser exagerado, pero ¿dónde es posible encontrar una opinión imparcial? Ya fuera que lo hiciera bien o mal, el grabador estaba preservando para siempre la verdad de lo que hizo Stalin con millones de prisioneros de guerra rusos, el llanto de sus almas. Estaba orgulloso y satisfecho de esto y tenía la firma decisión de seguir escribiendo. La visita en sí había resultado muy buena hoy. Su fiel esposa lo había esperado, había peticionado su liberación y pronto conocerían el resultado favorable de sus gestiones.
Buscando un desahogo para su euforia, le estaba contando una larga historia a Sologdin, a quien consideraba, no como un estúpido, pero sí como un perfecto mediocre sin un presente ni un pasado tan brillante como los que él mismo disfrutaba.
Sologdin estaba acostado de espaldas, con un libro estropeado abierto sobre su pecho, escuchando al narrador con un ligero centelleo en los ojos. Con su barbita enrulada, ojos claros, frente amplia y los rasgos simétricos de un antiguo paladín ruso, Sologdin era notablemente, casi indecentemente, buen mozo...
Hoy estaba lleno de alegría. Su corazón cantaba victoria sobre el codificador.
(Era ahora cuestión de un año; podría ser si se decidiera a darle el codificador a Yakonov). Lo esperaba una carrera de largo aliento. Para mejor, hoy su cuerpo no estaba, como de costumbre, languideciendo por una mujer, sino que lo sentía calmo y liberado. Aunque había anotado penalidades en su papel rosa, aunque había hecho el esfuerzo de rechazar a Larisa, esta noche, estirado en su litera. Sologdin admitió que ella le había dado justamente lo que él esperaba.
Ahora se entretenía siguiendo ociosamente las evoluciones de una historia a la cual era indiferente buscando la salida a su triunfo contada por una persona que, aunque no estúpida, era completamente ordinaria, y no tenía perspectivas ni antecedentes tan brillantes como los que gozaba Sologdin.
Sologdin nunca se cansaba de decir a todo el mundo que tenía una memoria débil, capacidad limitada y una falta total de voluntad. Pero era fácil adivinar lo que realmente pensaba sobre sí mismo, por la manera de oír a la gente: condescendientemente, como tratando de disimular que sólo escuchaba por educación.
Primero el grabador le contó lo de sus dos esposas en Rusia; luego empezó a recordar su vida en Alemania y la adorable germana con la que había mantenido relaciones. Hizo una comparación entre las mujeres rusas y las alemanas, que resultó novedosa para Sologdin: dijo que las rusas son demasiado independientes, que se tienen demasiada confianza, que no se comprometen en el amor; estudian al hombre que quieren, advierten sus debilidades, lo encuentran a veces poco valiente. Uno siempre siente que la rusa que uno quiere es su igual. Por el contrario, la alemana se dobla como un junco en las manos de su amado. Su hombre es su dios. Es el primero y el mejor de la tierra. Se somete enteramente a su voluntad y sólo piensa en agradarle y no se atreve a soñar otra cosa. Consiguientemente, el grabador se sentía más hombre, más señor y dueño, con una mujer alemana.
