Archipielago Gulag
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Cuando en el a?o 1974 se public? Archipi?lago Gulag, los espa?oles del PCE eran los protagonistas de la Transici?n, defend?an los derechos humanos, la reconciliaci?n, las elecciones libres, la amnist?a y la democracia. En toda Europa, los comunistas hab?an sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que hab?a derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la polic?a secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fr?a y a la propaganda imperialista. Pero despu?s de que se public? Archipi?lago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de Espa?a, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y l?rico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad. Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se ve?an a s? mismos en la reconstrucci?n de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos...
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Krylenko cae en la cuenta del desliz cometido: «No es ni ha sido mi intención convertir este proceso contra Kósyrev y Uspénskaya en un proceso contra la Cheká. ¡No sólo no puedo quererlo, sino que debo oponerme a ello con todas mis fuerzas! [...] Al frente de la Cheká han sido puestos los camaradas más responsables, honestos y firmes. Ellos han aceptado el duro deber de acabar con el enemigo, aun a riesgo de cometer errores[...]. Por ello, la Revolución está obligada a darles las gracias [...]. Recalco este aspecto para que más adelante [...] nadie pueda decir de mí: "¡Fue el instrumento de una traición política!"» (pág. 509-510. La cursiva es mía. - A S.). (¡Y eso fue, ni más ni menos, lo que dijeron!)
¡El Acusador Supremo estaba haciendo equilibrios sobre el filo de la navaja! Pero por lo visto aún le quedaban contactos de la época de la clandestinidad (no olvidemos que había sido de los próximos de Lenin) y por ellos podía saber de qué lado soplaría el viento al día siguiente. Es algo que se nota en bastantes procesos, y también en éste. A principios de 1919 se alzaban algunas voces diciendo que ¡ya basta, que había que poner freno a la Vecheká! Esta tendencia fue «expresada magníficamente en un artículo de Bujarin, diciendo que la legitimidadde la Revolución debía dejar paso a la legalidadrevolucionaria».
¡Con la dialéctica hemos topado! Y encima a Krylenko se le escapan estas palabras: «El Tribunal Revolucionario está llamado a relevar a la Cheká» ( ¿ Relevar ? ) . Por lo demás, este tribunal «debe ser [...] no menos terrible en la aplicación de nuestro sistema de coacción, terror y amenaza de lo que ha sido la Cheká» (pág. 511).
¿Ha sido? ¿O sea que ya la da por muerta y enterrada? Un momento, vamos a ver: vosotros queréis tomar el relevo, pero ¿qué pasa entonces con los chekistas? ¡Malos tiempos! Se comprende que los propios jefes se apresuren a testificar, que se presenten en la sala con su capote militar que les llega hasta los pies.
¿No será que se equivocan sus fuentes de información, camarada Krylenko?
De hecho, aquellos días el cielo de la Lubianka estaba cubierto de nubarrones. Y este libro podría haber seguido otro derrotero. Pero, supongo yo, el férreo Félix debió de visitar a Vladímir Ilich para darle explicaciones y poner las cosas en claro. Y las nubes se desvanecieron, aunque dos días después, el 17 de febrero de 1919, una disposición especial del VTsIK privaba a la Cheká de sus derechos judiciales (es decir, ¿que preservaba los extrajudiciales?), «aunque, ciertamente, no por mucho tiempo» (pag 14).
Surge ahora una nueva complicación en esta única jornada de debate judicial: el comportamiento indecoroso de la abyecta Uspénskaya. Desde el banquillo de los acusados se dedicó a «salpicar de lodo» a otros destacados chekistas no implicados en el proceso, ¡hasta al propio camarada Peters! (Por lo visto, aquella mujer había utilizado ese inmaculado nombre en sus operaciones de chantaje; hasta ese momento había gozado de total libertad para presenciar en el despacho de Peters sus conversaciones con otros confidentes.) La mujer hace unas alusiones al oscuro pasado prerrevolucionario del camarada Peters en Riga. ¡En qué víbora se había convertido en tan sólo ocho meses! ¡Y eso que todo ese tiempo lo había pasado rodeada únicamente de chekistas! ¿Qué hay que hacer con una persona así? Krylenko se muestra del todo de acuerdo con los chekistas: «mientras el régimen no se haya afianzado —y para ello falta aún mucho tiempo (¡no me digas!)— [...], con miras a defender la Revolución... no hay ni puede haber para la ciudadana Uspénskaya otro castigo que su aniquilación».¡No ha dicho «fusilamiento», sino «aniquilación»! ¡Pero si es una criatura, camarada Krylenko! Ande, échele diez años, un cuarto de siglo si quiere, ¿no cree que para entonces el régimen ya se habrá afianzado? Es una lástima, sí, pero: «en interés de la sociedad y de la Revolución la respuesta no es ni puede ser otra y tampoco puede plantearse la cuestión de otra manera. Ante un caso así,ninguna medida de aislamiento surtiría efectos» (pág. 515).
Y es que Uspénskaya se había pasado de la raya... Debía de saber demasiado...
Hubo que sacrificar también a Kósyrev. Lo fusilaron. Todo con tal de que los demás quedaran incólumes.
¿Podremos leer algún día los antiguos archivos de la Lu-bianka? No, los quemarán. Los han quemado ya.
Como habrá visto el lector, éste fue un proceso de poca monta que bien podríamos no haber relatado. Pero a ver qué les parece éste:
El proceso contra «el clero»(11-16 de enero de 1920) ocupará, en palabras de Krylenko, «el lugar que le corresponde en los anales de la Revolución rusa». ¡Nada menos que en los anales! O sea que no es casualidad que lo de Kósyrev lo despacharan en un solo día y que en cambio a éstos los tuvieran cinco días en salmuera.
He aquí los principales acusados: A.D. Samarin, hombre muy conocido en Rusia, procurador general* del Santo Sínodo,* celoso defensor de la independencia de la Iglesia frente al régimen zarista, enemigo de Rasputin, quien hizo que lo depusieran de su cargo (pero el acusador pensaba: Rasputin o Samarin, ¿qué más da?); Kuznetsov, profesor de derecho Canónico de la Universidad de Moscú; y, finalmente, dos arciprestes de Moscú: Uspenski y Tsvetkov. (De Tsvetkov diría ese mismo acusador: «es una importante personalidad pública, quizá la mejor que haya podido dar el clero; un filántropo».)
Su delito: haber constituido un «Consejo Parroquial de Moscú», que a su vez había creado (con feligreses voluntarios de cuarenta a ochenta años) una escolta para el Patriarca —naturalmente, desarmada— cuya misión era hacer guardia día y noche ante su residencia, de manera que la comunidad, en caso de que el Patriarca se viera amenazado por las autoridades, pudiera ser alertada tocando a rebato y por teléfono. Tras ello, tenían previsto ir en grupo detrás del Patriarca a donde lo llevaran, y suplicar al Sovnarkom (¡por ahí asoma la cabeza la contrarrevolución!) que lo dejaran en libertad.
¡Qué idea tan propia de la antigua Rusia, de la santa Rusia. ¡Tañer campanas e ir en multitud a presentar una súplica!
El acusador no salía de su asombro: ¿Qué amenaza podía pender sobre el Patriarca? ¿Qué necesidad había de protegerlo?
En realidad, ninguna; únicamente que la Cheká practica desde hace dos años la represión extrajudicial contra quienes le resultan incómodos; únicamente, que hace poco cuatro soldados del Ejército Rojo han asesinado en Kiev al metropolita; únicamente, que «el expediente del Patriarca ya está terminado y sólo falta remitirlo al Tribunal Revolucionario» y «sólo el trato cuidadoso que requieren las amplias masas de obreros y campesinos, aún influidas por la propaganda clerical, hace que de momento dejemos en paza estos enemigos de clase» (pág. 67). ¿Qué inquietud podían sentir los ortodoxos por su Patriarca? Durante esos dos años, el Patriarca Tijon no se había mantenido callado: había cursado epístolas a los Comisarios del Pueblo, al clero y a los fieles. Y como las imprentas las rechazaban, tenían que escribirlas a máquina (¡he aquí el primer caso de samizdat!*).Y si dichas cartas pastorales denunciaban el exterminio de inocentes y la ruina del país, ¿qué alarma podían sentir ahora los creyentes por la vida de su Patriarca?
