La Reina Oculta
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La edad media: ?poca de pasiones, traiciones, amenazas, amores y grandes odios. Ese es el marco en el que se desarrolla la nueva novela de Jorge Molist. La novela empieza cuando un ladr?n an?nimo roba la carga de la s?ptima mula, un documento que seg?n se comenta podr?a acabar hundiendo a la propia Iglesia. A tenor del robo el abad Arnaldo y el propio Papa deciden iniciar una cruzada por el sur de Francia -la ciudad medieval de Carcassone ser? una de las ciudades asediadas-. por otra parte, el abad Arnaldo encargar? a un joven vividor parisino que recupere la carga de la s?ptima mula y la devuelva a manos de la Iglesia.
Mientras la cruzada se cuece en Roma y Par?s, en el sur de Francia una joven dama se enamora de un caballero espa?ol. No sabe que en pocos d?as su ciudad ser? asediada, ni que la Iglesia ha puesto precio a su cabeza. Los caminos de esta pareja y del joven parisino se cruzar?n en una historia llena de aventuras, amores y muertes.
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«Señor noble rey alto oyd este sermón que vos dise don Santo, judio de Carrión.»
[(«Señor, noble y alto rey, escuchad las razones que os dirige don Santo, judío de Carrión.»)]
Rabí Sem Tob
Mientras, en el extremo sur de la ciudad, cerca de la sinagoga nueva, Hugo había localizado a Yehuda, el pariente de un comerciante judío establecido en las cercanías de Mataplana y que era vasallo de su padre. Hugo le traía con frecuencia recados de su familia en Cataluña y había un vínculo de amistad entre ambos.
– Yehuda, habladme sobre la sublevación judía -le pidió-. La vida de alguien a quien mucho quiero depende de ello y nada sabrán por mí ni el arzobispo ni el vizconde.
– Lo haré por lo mucho que os debe mi familia -repuso éste después de rumiar un rato-. Pero antes prometedme por vuestro Dios que lo que os cuente no será usado contra mi pueblo.
– Lo prometo, Yehuda.
– Existe una gran discordia entre los judíos, tanto de Narbona como los refugiados de Béziers y los de otras localidades de la región. -explicaba el hebreo-. Al contrario que en el norte de Europa, aquí y en Sefarad a los judíos se nos ha permitido, durante siglos, profesar nuestra religión y vivir en paz. No tenemos los mismos derechos que los católicos, pero algunos de los nuestros han obtenido incluso posiciones de alto rango en las administraciones de nobles y señores, incluidos grandes eclesiásticos, que nos han protegido de los cristianos más fanáticos. Pero la cruzada lo ha cambiado todo. Anteriores cruzadas dirigidas a Tierra Santa han dejado un reguero sangriento de matanzas de judíos como huella de su paso. Parece que lo mismo va a ocurrir en ésta. Uno de los crímenes de los que el Papa acusa al conde de Tolosa y al vizconde Trencavel de Carcasona es precisamente el de dar puestos de responsabilidad a los nuestros. Las propiedades de los judíos de Béziers han sido confiscadas y dadas a cambio de suministros para la cruzada. Ya no tenemos ninguna garantía ni para nuestros bienes ni para nuestras vidas.
– Y siguiendo la tradición hebrea de Narbona, habéis decidido defenderos con las armas -dedujo Hugo.
Simón le miró dubitativo unos momentos y le respondió:
– Narbona se puede traducir al hebreo como Ner binah, que significa luz e inteligencia. De aquí salió la Tora, que se extendió por todo el país, y muchas otras joyas del pensamiento y de la espiritualidad hebraica. Nuestra escuela se puede comparar con la de Babilonia. La tradición de los judíos de Narbona es la del saber profundo y la espiritualidad, no la guerra.
Hugo se limitó a afirmar con la cabeza, pero un esbozo de sonrisa en su faz denotaba que continuaba creyendo en la sublevación.
– ¿Creéis que tenemos alguna posibilidad con las armas? -preguntó Yehuda después de un pensativo silencio.
– Ninguna.
– Ése es el gran debate. La mayoría de los rabinos dice que debemos esperar, ver y, si las cosas se ponen muy mal, huir a los reinos hispanos, a la tierra que nosotros llamamos Sefarad. Dicen que si nos levantamos en armas, seremos derrotados y que entonces se nos exterminará sin piedad.
– Tienen razón.
– Pero hay un rabino, un tal Abraham bar Isaac, que no piensa así. Dice que ya hemos huido demasiado y que estamos aquí desde antes de que naciera Cristo. Esta tierra es más nuestra que de los católicos y dice que debemos usar nuestras mejores armas para combatir y defendernos. Y los más jóvenes están con él. Pone el ejemplo de Masada, la fortaleza judía que resistió a los romanos hasta el exterminio del último de los defensores.
– Por eso el barrio judío se está armando, ¿verdad?
– Sí, pero Abraham dice que, aunque habrá que usar espada y lanza, nuestra mayor arma será el espíritu.
Hugo rió.
– ¿Y qué va a hacer vuestro espíritu frente a la caballería de Simón de Montfort?
– Abraham es maestro en Cabala, ese conocimiento profundo nacido aquí y en Sefarad. Él practica el saber de la columna izquierda de la Cabala, el del que toma. Y la Cabala de la izquierda tiene una parte oculta, terrible. Abraham hará uso de ella para defender a nuestro pueblo.
– ¿Qué?
– Que Abraham y los suyos usarán armas de espíritu junto con las de acero. Y no sólo eso, tienen aliados cristianos.
– ¿El obispo Berenguer?
– Vos lo habéis dicho.
– ¿Abraham y Berenguer usarán la magia para derrotar a los cruzados?
– Vos lo habéis dicho.
El de Mataplana cerró los ojos como tratando de asimilar todo aquello. Y en aquel momento una terrible inquietud le asaltó.
– ¿Conocéis a una mujer mayor llamada Sara, que vende hierbas, condimentos y remedios?
– Sí. Dios le ha dado a Sara el don de la videncia.
– Sara estaba esta mañana en el palacio del arzobispo. Me pareció muy extraño. ¿Os lo explicáis vos?
– Ella está muy cercana a Abraham, por lo tanto, también al arzobispo. Quizá le llevara algún mensaje.
El caballero, cada vez más angustiado, dedujo que si Sara había reconocido a Bruna, y se lo dijo a Abraham, éste se lo contaría a su aliado el arzobispo Berenguer.
– Gracias, Simón -dijo Hugo levantándose casi en un salto-. Me tengo que ir, mis amigos están en peligro.
Y salió precipitadamente a la calle para correr en dirección a la posada. Tuvo la suerte de no encontrar ninguna patrulla nocturna del vizconde o del arzobispo, pero la desdicha de llegar tarde a su destino.
