Archipielago Gulag
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Cuando en el a?o 1974 se public? Archipi?lago Gulag, los espa?oles del PCE eran los protagonistas de la Transici?n, defend?an los derechos humanos, la reconciliaci?n, las elecciones libres, la amnist?a y la democracia. En toda Europa, los comunistas hab?an sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que hab?a derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la polic?a secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fr?a y a la propaganda imperialista. Pero despu?s de que se public? Archipi?lago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de Espa?a, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y l?rico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad. Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se ve?an a s? mismos en la reconstrucci?n de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos...
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Todas las fuentes de luz pueden compararse con el sol en mayor o menor grado. Pero el sol no es comparable con nada. Así todas las esperas de este mundo pueden compararse a la espera de una amnistía, pero la espera de una amnistía no es comparable con nada.
En la primavera de 1945, a todos los que acababan de llegar a la celda lo primero que les preguntaban era si habían oído hablar de una amnistía. Y cuando se llevaban a dos o tres de la celda con los efectos,los peritos de la misma cotejaban de inmediato sus causas penales y concluían que eran de las más leves y que por lo tanto si los habían sacado era para soltarlos. ¡Así pues, había empezado! En los retretes y en el baño —verdaderas listas de correos para los presos— nuestros sabuesos buscaban señales o inscripciones sobre la amnistía. Y de pronto, en el célebre vestíbulo morado, a la salida de los baños de Butyrki, leímos a principios de julio una enorme profecía escrita con muescas de jabón sobre los azulejos liláceos, a una altura muy superior a la cabezade un hombre (se habían encaramado unos sobre otros para que se mantuviera más tiempo):
«¡¡¡Hurraü! ¡El 17 de julio, amnistía!». [164] 4
¡Qué alborozo hubo entre nosotros! («¡Si no lo supieran seguro, no lo habrían escrito!») Todo lo que palpitaba, todo lo que pulsaba y fluía por nuestro cuerpo, se detuvo ante ese latido de alegría, pronto se abriría la puerta y...
Mas la clemencia nace de la cordura.
A mediados de julio, el vigilante del pasillo envió a un anciano de nuestra celda a fregar el retrete, y allí, a solas (ante testigos no se hubiera atrevido), le preguntó mirando con compasión su cabeza cana: «¿Qué artículo te han echado, padre?». «¡El cincuenta y ocho!», se alegró el anciano, al que en casa lloraban tres generaciones. «Pues no te va a tocar...», suspiró el vigilante. «¡Tonterías!», decidieron en la celda. Lo que pasa es que el guardián ese no sabe leer.
En aquella celda había un preso natural de Kiev, Valentín (no recuerdo su apellido), de ojos grandes y hermosos, como de mujer, muy asustado por la instrucción del sumario. Sin lugar a dudas, tenía dotes de vidente, aunque quizá sólo fuera mientras se encontraba en ese estado de agitación. Más de una vez había recorrido la celda por la mañana señalando con el dedo: hoy te toca a ti y a ti, lo he visto en sueños. ¡Y se los llevaban! ¡Precisamente a ellos! Por lo demás, el alma del preso es tan propensa a la mística que acepta las profecías casi sin asombrarse.
El 27 de julio, Valentín se me acercó: «¡Aleksandr! Hoy nos toca a ti y a mí». Y me contó un sueño con todos los atributos de los sueños de los presos: un puentecillo sobre un turbio riachuelo, una cruz. Empecé a prepararme, y no fue en balde: después de repartir el agua caliente del desayuno nos llamaron a los dos. La celda nos despidió con ruidosas expresiones de buenos deseos, muchos aseguraban que salíamos a la calle (daba pie a ello la comparación de nuestras causas «leves»).
Uno se puede decir sinceramente que no lo cree, uno se puede prohibir a sí mismo dar crédito a algo así e incluso puede responder con burlas, pero unas tenazas candentes —no las hay más ardientes en la tierra— de pronto te oprimen el alma: ¿y si fuera verdad...?
Reunieron a unos veinte presos de diferentes celdas y nos condujeron primero al baño (en cada quiebro de su vida el preso debe pasar antes que nada por el baño). Allí tuvimos tiempo —una hora y media— de entregarnos a conjeturas y reflexiones. Luego, reblandecidos y relajados, nos llevaron por el jardincillo esmeralda de un patio interior de Butyrki, donde cantaban ensordecedores los pájaros (probablemente no fueran más que gorriones). El verdor de los árboles tenía para nuestros ojos desacostumbrados un fulgor insoportable. Jamás mis ojos captaron con tanta fuerza el verdor de las hojas como aquella primavera! Jamás había visto nada más parecido al paraíso divino que aquel jardincillo de Butyrki, cuyos senderos asfaltados podían recorrerse en menos de treinta segundos! [165] 5
Nos llevaron a la estaciónde Butyrki (el lugar a donde llegan y de donde parten los presos; un nombre muy acertado, pues el vestíbulo principal era parecido al de una gran estación de ferrocarril) y nos metieron en un box grande y espacioso. Había en él penumbra y el aire era puro y fresco: su único ventanuco, bastante pequeño, estaba muy alto y no tenía bozal. Daba a ese mismo jardincillo soleado, y a través del cuarterón superior, que estaba abierto, nos ensordecía el trinar de los pájaros. En el espacio abierto del cuarterón cimbreaba una rama de color verde vivo que prometía libertad y regreso al hogar para todos. (¿Lo ves? ¡Nunca nos han metido en un box tan bueno como éste! ¡Cómo va a ser una casualidad!)
¡Y además, teníamos que pasar todos por la OSO! [166] 6O sea, que a todos nos habían arrestado por nada.
Durante tres horas nadie nos importunó, nadie abrió la puerta. Paseábamos una y otra vez por el box hasta que, agotados, nos sentábamos en los bancos de azulejos. Y la rama no dejaba de oscilar por el resquicio, y los gorriones trinaban en un diálogo de locos.
Retumbó la puerta y llamaron a uno de nosotros, a un pacífico contable de unos treinta y cinco años. Salió. Se cerró la puerta. Ahora recorríamos aún con más frenesí nuestro cajón, estábamos en ascuas.
Otro portazo. Llamaron a otro y devolvieron al anterior. Nos abalanzamos sobre él. ¡Pero ya no era él! En su rostro la vida se había quedado paralizada. Tenía los ojos abiertos, pero estaban como vacíos. Con movimientos inseguros se movía tambaleante sobre el liso suelo del box. ¿Estaría contusionado? ¿Le habrían pegado con una tabla de planchar?
—Bueno, ¿qué? ¿Cómo ha ido? —le preguntábamos ansiosos. (Si no venía de la silla eléctrica, por lo menos le habían anunciado una sentencia de muerte.) Con la misma voz con que comunicaría el fin del Universo, el contable dijo a duras penas:
—¡Cinco! ¡Años!
Volvió a golpear la puerta: regresaban tan pronto como si se los hubieran llevado al retrete a hacer aguas menores. Éste volvía radiante. Eso tenía que ser que lo ponían en libertad.
—¿Y bien? ¡Venga, cuenta! —nos agolpamos a su alrededor con renovada esperanza. Hizo un ademán con la mano ahogándose de risa:
—¡Quince años!
Aquello era demasiado absurdo para creerlo de golpe.
7. En la sala de máquinas
Ahora no había nadie en el box contiguo a la «estación» de Butyrki, el conocido box del pasamanos*(donde se cacheaba a los recién llegados, y cuyas amplias dimensiones permitían a cinco o seis guardianes trasegar hasta veinte zeks de una tacada). Las toscas mesas utilizadas para dejar los objetos estaban vacías. Sólo había, sentado en un rincón, un comandante del NKVD, bien aseado, de cabello negro, tras una improvisada mesita con una lámpara. La expresión que dominaba en su rostro era de un aburrimiento resignado. Estaba perdiendo el tiempo vanamente mientras traían y retiraban a los zeks de uno en uno. Se habrían podido recoger sus firmas con muchísima mayor rapidez.
