Archipielago Gulag
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Cuando en el a?o 1974 se public? Archipi?lago Gulag, los espa?oles del PCE eran los protagonistas de la Transici?n, defend?an los derechos humanos, la reconciliaci?n, las elecciones libres, la amnist?a y la democracia. En toda Europa, los comunistas hab?an sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que hab?a derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la polic?a secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fr?a y a la propaganda imperialista. Pero despu?s de que se public? Archipi?lago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de Espa?a, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y l?rico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad. Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se ve?an a s? mismos en la reconstrucci?n de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos...
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Pues, como dice un antiguo proverbio, los caballos nunca huyen del pienso.
Así es precisamente como me lo imagino: un campo por el que deambulan, abandonados y famélicos, unos caballos enloquecidos.
* * *
Aquella primavera también pasaron por las celdas muchos emigrados rusos.
Aquello parecía un sueño: era el retorno de la historia perdida. Hacía ya mucho tiempo que habían sido escritos y cerrados los volúmenes de la guerra civil, que se habían resuelto sus enigmas y todos sus acontecimientos se habían inscrito en la cronología de los manuales escolares. Las figuras del movimiento blanco ya no eran nuestros contemporáneos en la tierra, sino fantasmas de un pasado que iba difuminándose. En nuestra mente soviética, la emigración rusa —desperdigada con más crueldad que las tribus de Israel— iba consumiendo su vida en alguna parte como pianistas en restaurantes de baja estofa, como lacayos, lavanderas, pordioseros, morfinómanos, cocainómanos, como cadáveres en descomposición. Antes de la guerra de 1941, nada en nuestros periódicos, nuestras bellas letras, ni en boca de los críticos artísticos nos ofrecía indicios (y nuestros cebados maestros tampoco nos ayudaban a imaginárnoslo) de que la Diáspora rusa fuera un gran mundo espiritual, de que allí se desarrollara la filosofía rusa, que allí estuvieran Bulgákov, Berdiáyev, Frank, Losski, que el arte ruso estuviera cautivando al mundo con Rajmáninov, Shaliapin, Benois, Diáguilev, Pávlova o el coro cosaco de Zhárov, que se realizaran sesudos estudios sobre Dostoyevski (en aquella época proscrito en nuestro país), que existiera un escritor tan extraordinario como Nabokov-Sirin, que aún viviera Bunin y que hubiera escrito algo en esos veinte años, que se publicaran revistas de arte, se montaran espectáculos, se celebraran congresos de compatriotas en los que sonaba el idioma ruso, y qu elos emigrados varones no hubieran perdido la capacidad de tomar esposa entre las emigradas, ni éstas la de traer niños al mundo, es decir, rusos de nuestras mismas edades.
En nuestro país se creó una imagen de los emigrados tan aberrante, que los soviéticos nunca hubieran podido creer que hubiera emigrados combatiendo en España, y no a favor de Franco sino de los republicanos; o que en Francia, Merezh-kovski y Hippius se encontraran en aislada soledad entre los demás emigrados por no haberse apartado de Hitler. Y aunque suene a chiste, va muy en serio: Denikin tuvo el propósito de combatir por la Unión Soviética contra Hitler, y hubo un tiempo en que Stalin estuvo a punto de permitirle el regreso a la patria (no como fuerza de combate, naturalmente, sino como símbolo de unión nacional). Al igual que le ocurría a Occidente en conjunto, la emigración rusa, separada del país durante veinticinco años, nunca había vivido bajo el régimen soviético y no podía por tanto interpretar cabalmente los acontecimientos. De ahí que se enturbiara el razonamiento de los emigrados: «¿Cómo vamos a estrecharle la mano a un vlaso-vista?» (unos porque, pasara lo que pasara, había que «estar del lado de Rusia» y otros «de la democracia»). Entre los antiguos emigrados y los nuevos soviéticos hubo muchas divergencias e incomprensión, tanto durante la guerra, bajo los alemanes, como en nuestros campos penitenciarios de posguerra. Si bien es cierto que entre los emigrados se formó un cuerpo de fusileros voluntarios (quince mil hombres) que debía ser enviado al Frente Oriental, también lo es que los alemanes lo mandaron contra Tito y que no combatió, sino que mantuvo una política neutral de no intervención. Durante la ocupación de Francia muchos emigrados rasos, tanto jóvenes como viejos, se unieron a la Resistencia y, liberada París, acudieron en tropel a la embajada soviética con instancias para volver a la patria. No importaba qué Rusia fuera, ¡seguía siendo Rusia!, ése era su lema, y con ello demostraron que no habían mentido antes cuando afirmaban amarla. (En las cárceles de 1945-1946 se sentían poco menos que felices de estar entre rejas y guardianes rusos, y se asombraban cuando los chavales soviéticos se rascaban la nuca: «¿Para qué diablos habremos regresado? ¿Acaso Europa nos quedaba estrecha?».)
Pero si según la lógica de Stalin, todo ciudadano soviético que hubiera estado en el extranjero debía acabar encerrado en un campo, ¿cómo iban a escapar de esta suerte los emigrados? En los Balcanes, en Europa central, en Jarbín, eran detenidos inmediatamente, nada más llegar las tropas soviéticas. Los detenían en sus viviendas y por la calle, como si se tratara de subditos soviéticos. En un principio sólo detuvieron a los hombres, y de momento no a todos, sino a los que se habían destacado políticamente. (Luego sus familias fueron trasladadas por etapas hasta los lugares de destierro ruso, salvo algunas que dejaron permanecer en Bulgaria y en Checoslovaquia.) En Francia nuestra embajada les concedía la ciudadanía soviética con honores y flores y los conducía con comodidad a la patria, donde finalmente les echaban el guante. Con los emigrados de Shanghai la operación se dilató más: hasta ahí no alcanzaban las manos en 1945. Pero se presentó un plenipotenciario del gobierno soviético e hizo público un decreto del Presidium del Soviet Supremo: ¡Perdón para todos los emigrados! ¿Cómo no iban a creérselo? ¿Acaso el Gobierno podía mentir? (Independientemente de que existiera o no en realidad tal decreto, los Órganos habrían estado por encima de él.) Los de Shanghai estaban entusiasmados. Les propusieron que trajeran consigo todo lo que quisieran (partieron incluso con automóviles, por si podían ser útiles a la patria), que se establecieran en el lugar que quisieran de la Unión Soviética y que trabajaran, por supuesto, en el oficio que desearan. Se los llevaron de Shanghai en buques de vapor. Una vez a bordo, corrieron suertes distintas: en algunos barcos, no se sabe por qué, no les dieron comida alguna. Diferente fue también su destino a partir del puerto de Najodka (uno de los principales puntos de transbordo del Gulag). A casi todos los montaban en vagones de mercancías escoltados, como presos, sólo que la escolta aún no era rigurosa ni se empleaban perros.* A algunos los llevaron a lugares habitados, a ciudades, y, en efecto, durante dos o tres años los dejaron vivir. A otros el convoy los traía directamente al campo penitenciario: los llevaban a alguna parte al este del Volga y los descargaban en un bosque por un alto terraplén, con sus blancos pianos de cola y sus jardineras. En los años 1948-1949 arramblaron con los últimos repatriados de Extremo Oriente que aún quedaban libres.
Cuando yo tenía nueve años leía, con más gusto que a Julio Verne, unos libntos azules de V.V. Shulguín, que en aquel entonces se vendían en las casetas de libros como si fuera lo más normal. Eran la voz de un mundo tan irremisiblemente perdido que ni la fantasía más desbordada habría podido suponer que, menos de veinte años después, mis pasos y los del autor se cruzarían, en una línea invisible, por los silenciosos pasillos de la Gran Lubianka. Lo cierto es que él y yo no coincidimos en persona en la primavera de 1945, sino que aún habrían de pasar otros veinte años, sin embargo, ya entonces tuve ocasión de observar a muchos otros emigrados, viejos y jóvenes.
Con el capitán de caballería Borsch y el coronel Mariushkin coincidí en el curso de una revisión médica en la cárcel y me quedó grabado en la retina el penoso aspecto de sus cuerpos desnudos, arrugados y de un amarillo oscuro, como reliquias. Los habían arrestado al borde ya de la tumba, los trajeron a Moscú recorriendo vanos miles de kilómetros, y aquí, en 1945, completamente en serio, estaban sometiéndolos a instrucción sumarial... ¡por su lucha contra el régimen soviético en 1919!
