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Diario de la Guerra de Espana

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Diario de la Guerra de Espana
Название: Diario de la Guerra de Espana
Дата добавления: 15 январь 2020
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Diario de la Guerra de Espana - читать бесплатно онлайн , автор Кольцов Михаил Ефимович

Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.

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Una lámpara de petróleo alumbra con pálida luz. Unos niños cenan con la madre en torno a una mesa redonda. Comen garbanzos: legumbres grandes, con aceite de oliva y pan; beben agua teñida de vino. El herido está echado en una cama. El dueño de la casa arregla un cubo de rueda.

—¿Es para el carro? ¿Para marcharse?

¡Oh, no! El dueño por ahora no piensa ir a ninguna parte. Ha de trillar la mies. Este cubo es de la rueda de la trilladora. El herido no le asusta. En la vida pasan muchas cosas. Hay que trillar. El herido también está muy tranquilo. Le ha quedado sobre la cama, a su lado, un trozo de pan.

El frente y la retaguardia se han mezclado. Allí, hombres armados huyen, llenos de pánico. Aquí, en la misma línea de fuego, reparan una trilladora, el ganado pace, los niños juegan.

Vamos a Aranjuez dando la vuelta, pasando por Torrejón de la Calzada, por Conejos, siguiendo caminos vecinales. Hacia allí, a través de campos, de sembrados y estrechos caminos de andadura, se han dirigido en tropel las unidades que han abandonado Toledo.

29 de septiembre

La famosa residencia de los soberanos españoles está repleta de soldados. Los renombrados palacios y parques son bastante modestos —son, más bien, Gatchin y Pávlosk que Peterhof y Dietskoe Sielo. [7]Es maravillosa, tan sólo, una enorme avenida de plátanos. Ahora, a lo largo de la avenida se sientan grupos de soldados, algunos calientan latas de conserva en pequeñas hogueras. Su aspecto es bastante animoso, no parece, de ningún modo, el de un ejército derrotado. En la plaza de la ciudad se está efectuando una penosa tarea. Por orden del teniente coronel Burillo, los jefes de columna y batallón, los que no han desaparecido, reúnen a sus hombres. Cada uno de ellos se ha subido a un recantón o al portal de una casa, y grita, hoscamente: «¡Batallón Canarias!»

—¡Columna Águilas!

—¡Batallón Pi y Margall!

—¡Escuela de tiradores!

—¡Milicia segoviana!

—¡Batallón los Fígaros! (de barberos).

—¡Grupo de deportistas!

—¡Batallón Kropotkin!

Los Águilas se reúnen de mala gana a la entrada de una panadería. Kropotkin cuenta tan sólo diecisiete hombres, el grupo de deportistas ha desaparecido por completo; un batallón se ha reunido con todos sus efectivos, pero quiere partir hacia Madrid; el batallón de barberos ha ido en busca de comida; las demás unidades, treinta o cuarenta columnas y grupos, han perdido por completo sus rasgos distintivos, se han convertido en un montón de vagabundos armados o que han arrojado sus armas.

En la sala de una desierta taberna baja de techo, frente a una mesita y junto a un teléfono, está sentado el bigotudo teniente coronel Burillo quien pacientemente, con estoica calma, intenta poner orden en las unidades, encontrar a los mandos, hacer un recuento de armas. Un joven y rubio oficial le ayuda.

Entran en la taberna un grupo de hombres muy alborotadores y muy armados. Exigen del teniente coronel Burillo un tren para Madrid. Sus autobuses los han inutilizado a balazos junto a Toledo.

—No os doy ningún tren. ¿A qué queréis ir a Madrid?

—Esta noche se celebra una fiesta en honor de nuestro batallón y habrá concierto. A las seis hemos de estar todos allí.

—No iréis a ninguna parte. ¿Por qué os van a festejar? ¿Por haber entregado Toledo? Reunid a todos los soldados, volveremos a las posiciones para que el enemigo no venga por nosotros aquí, a Aranjuez.

Los delegados se quedan confusos ante el tono firme de Burillo y se dirigen hacia la puerta. Pero, después de cuchichear unos momentos, vuelven sobre sus pasos, de nuevo con insolente aspecto:

—¿A quién está usted subordinado, teniente coronel?

—Aquí no estoy subordinado a nadie, y, en general, al ministro de la Guerra.

—¡Magnífico! Déjenos, vamos a llamar a Madrid...

—No os doy el teléfono. Una palabra más, y seréis fusilados por organizar una deserción colectiva.

Se retiran al instante, muy asustados, aunque Burillo ahora no puede detenerlos. La única unidad disciplinada se ha quedado en la carretera de Toledo, espera el avance de los facciosos para contenerlos.

Nos dirigimos hacia allí; por la carretera que viene de la estación, se oye tiroteo. Damos la vuelta hacia ese lugar —un combate encarnizado, con carreritas por las vías, lanzamiento de granadas, con heridos y muertos, en infernal revoltijo—. Era que un batallón de anarquistas había decidido tomar al asalto un tren para Madrid. Pero otros amigos de la evacuación se mostraron vigilantes y rechazaron el ataque. ¡Si hubieran combatido así en Toledo!

Por la carretera en dirección oeste —doce kilómetros— ni una alma, calor tórrido, trigo, huertos, campesinos. ¿Es posible que hayan recorrido todo este trecho, las enloquecidas unidades? Por fin se ven una alta columna de humo, hasta el cielo, y llamas. Arde Toledo. De momento, los fascistas no se mueven de la ciudad; nos hallamos a tres kilómetros de ellos. Una pequeña columna de la milicia popular procura hacerse fuerte aquí, en las colinas de Algodor. Han movilizado a los campesinos de los caseríos y los campesinos ayudan de buen grado a abrir troneras en las gruesas paredes de las caballerizas vacías, a abrir unas zanjas, a formar terraplenes y refugios.

Se me acerca un mozo de pequeña estatura, moreno, con una estrella roja en la gorra negra. Ha sabido por el chófer que soy ruso. Me mira a la caray su emoción se me contagia.

—Dígame, ¿también tuvieron que retroceder ustedes, en Rusia, durante la guerra civil?

—También tuvimos que retroceder, naturalmente. ¿O se figura usted que la guerra civil fue un gran desfile, una marcha victoriosa del Ejército Rojo? Tuvimos retiradas, tuvimos derrotas, tuvimos meses difíciles, hubo medios años difíciles y un año entero muy difícil. Los guardias blancos a veces nos tomaban ciudades, a veces les ponían sitio y el asedio fallaba.

—Lo sé. En Toledo hemos estudiado la historia del asedio de Stalingrado.

—De Stalingrado, no; de Tsaritsin. A Stalingrado nunca le han puesto sitio los blancos...

—Stalingrado... —¿es su Toledo?

—Es difícil comparar. En todo caso, defender a Tsaritsin era infinitamente más difícil...

Cree percibir en estas palabras un reproche. Calla durante largo rato, fruncido el ceño.

—Las relaciones entre nosotros mismos son muy complicadas. Mire lo que escribe Claridad.

Saca del bolsillo un periódico. Un párrafo está señalado con un fuerte trazo a lápiz: «Con toda seriedad hemos de llamar la atención de los camaradas anarquistas sobre algunos hechos que se produjeron ayer mismo cuando en un frente próximo a la capital, una unidad al principio combatió muy bien y luego, de súbito, retrocedió en el momento que creyó oportuno declarando que se subordina sólo a su comité (anarquista). Semejante situación ha de ser rectificada inmediatamente.»

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