David Golder
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En 1929 Ir?ne N?mirovsky envi? al editor Bernard Grasset el manuscrito de su primera novela David Golder. Estaba escrita en franc?s. El texto entusiasm? al editor, quien la public? de inmediato. Fue saludada por una cr?tica sorprendida por la juventud de la autora y el cr?tico Paul Reboux quien fuera uno de los primeros en llamar la atenci?n sobre la joven Colette en su momento, auspici? grandes ?xitos a N?mirovsky. La cr?tica francesa, tan acartonada a su Academia, nunca se adapt? a la precocidad de sus autores y siempre los miraron como a bichos raros. Encima, no son escasos en autores j?venes y brillantes: desde Rimbaud, pasando por Alain Fournier, a Colette y Fran?oise Sagan.
David Golder narra la historia de un banquero ruso-jud?o que vive en Par?s. Est? continuamente sometido a los caprichos de su esposa y de su hija, a quien adora, y por ellas pierde la cabeza y la fortuna. A comienzos de la novela, David Golder se desmaya y le es diagnosticada una angina de pecho. Debe descansar, pero le resulta imposible: tiene que seguir haciendo negocios. Viaja por barco a Rusia, se reencuentra con su paup?rrimo pueblo natal y durante el viaje de regreso muere.
Escrita con un estilo preciso y detenido, la obra no es sino una versi?n adecuada a las primeras d?cadas del siglo de La muerte de Iv?n Illich de Le?n Tolstoi. La enfermedad y la muerte est?n aliadas frente a la negligencia del protagonista: aunque se niegue a verlo, su fin est? cerca. Tolstoi escribi? su obra como una f?bula sobre las vanidades de la vida. Tanto all? como en la mayor?a de los autores eslavos aparece una sola verdad: `siento dolor, gracias a eso s? que estoy vivo` y `mi dolor es lo ?nico que tengo`. Turguenev hablar? del dolor espiritual: el amor no correspondido, o la b?squeda de una vida con sentido como en Rudin, el h?roe ruso que marcha a luchar a las barricadas francesas en 1789. En Pushkin este dolor es el del honor perdido, en G?gol y tambi?n a veces en Dostoyevski, la miseria. Tal vez en los emigrados este dolor de vivir fue reemplazado por la nostalgia, por eso tantos personajes de Nabokov (Pnin, por ejemplo) sienten que viven como si estuvieran muertos. N?mirovsky tambi?n sigue la tradici?n rusa: el dolor existe para recordarnos que vivimos y que lo estamos haciendo mal. Las vanidades pertenecen al mundo de las apariencias, en el mundo real sufrimos y nos estamos muriendo.
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– ¿Qué es esto? -susurró bruscamente. Y a media voz, dándose ánimos, se dijo-: No, no es nada, se te pasará enseguida, no es nada… -Se dio cuenta de que estaba hablando solo.
Golder arqueó todo el cuerpo en una impetuosa y vana inspiración. No, el aire no pasaba. Un peso invisible parecía aplastarle el pecho. Apartó la manta, la sábana, se abrió el camisón, jadeó. «Pero ¿qué es esto? ¿Qué me pasa?» La oscuridad, densa, negra, impenetrable, le pesaba como una losa. Sí, eso lo ahogaba… Hizo un movimiento para encender la luz, pero las manos le temblaban, palpaban torpemente el tabique buscando en vano la lamparita empotrada en la cabecera de la cama. Irritado, suspiró, lanzó un gemido… El dolor del hombro, sordo y profundo, era cada vez más lancinante… todavía solapado, se diría, apenas despierto, agazapado en algún lugar de su interior, en lo más profundo de su cuerpo, en las raíces mismas de su ser, el corazón… esperando sólo un esfuerzo, un pequeño movimiento, para estallar. Poco a poco, como a disgusto, bajó el brazo. Esperar… no moverse, sobre todo no pensar. Respiraba cada vez más fuerte y deprisa. El aire entraba en sus pulmones con un ruido grotesco, como el siseo del vapor que escapa de una caldera, y cuando salía, el pecho entero gemía, se llenaba de un silbido ronco y entrecortado como un estertor, como un quejido.
Aquella densa tiniebla penetraba en su garganta con una presión blanda pero insistente, como si le metieran tierra en la boca, como al otro… al muerto… Marcus… Y de pronto, cuando al fin pensó en Marcus, cuando se dejó invadir por la imagen, por el recuerdo de la muerte, del cementerio, de la arcilla amarillenta empapada por la lluvia, con las raíces largas como serpientes enterradas en el fondo de la fosa, sintió una necesidad tan apremiante, un ansia tan desesperada de luz, de ver los objetos cotidianos y familiares que lo rodeaban -la ropa colgada, balanceándose detrás de la puerta, los periódicos en la mesita, la botella de agua mineral- que se olvidó de todo. Extendió el brazo de golpe y, como una cuchillada, como una bala, un dolor fulminante, agudo y profundo a la vez, le atravesó el pecho y pareció hundirse, penetrar en el corazón.
«Me muero», le dio tiempo a pensar, y luego sintió que lo empujaban, que lo arrojaban a una especie de agujero, de embudo asfixiante y estrecho como una tumba. Oía sus gritos, su propia voz, emitidos muy lejos como por otra persona, separados de él por una corriente de agua, una corriente negra y cenagosa, profunda, que pasaba sobre su cabeza y lo empujaba hacia delante, cada vez más abajo en aquel agujero inmenso, insondable. El dolor era horrible. Más tarde, el síncope anuló ese dolor en parte y lo transformó en una sensación de pesadez, de ahogo, de agotadora y vana lucha. Volvió a oír a alguien que jadeaba, gritaba, se debatía muy lejos. Era como si le mantuvieran la cabeza bajo el agua y eso durara siglos.
Al fin, volvió en sí.
El dolor agudo había remitido. Pero sentía tal desmadejamiento en el cuerpo que pensó que tenía todos los huesos rotos, como triturados por unas pesadas ruedas. Y le daba miedo moverse, levantar un dedo, llamar. Notaba que al menor movimiento, al primer grito, aquello volvería a empezar… Y esta vez sería el final. La muerte.
En el silencio, oía latir su corazón con golpes sordos y violentos, que parecían querer romperle las paredes del pecho. «Tengo miedo -pensó con desesperación-, tengo miedo…»
La muerte. ¡No, no, imposible! ¿Es que nadie iba a enterarse, es que nadie iba a adivinar que estaba allí, solo como un perro, abandonado, muriéndose…? «Si al menos pudiera pulsar el timbre, llamar… Pero no, tengo que esperar, esperar… La noche pasará.» Ya debía de ser tarde, muy tarde… Escrutó ávidamente la oscuridad que lo envolvía, densa y profunda, buscando el mínimo destello, la imperceptible e indecisa claridad, esa especie de halo alrededor de los objetos que precede al amanecer. En vano. ¿Tal vez serían las diez, las once? Y pensar que el reloj estaba ahí, y también la luz, que bastaba un movimiento, levantar el brazo, así… y el timbre de alarma, ¡al fin! ¡Pagaría lo que fuera! Pero no, no… Le daba miedo espirar, respirar. Si aquello volvía a empezar, si el corazón le fallaba… y ese colapso horrible… ese… ¡Oh, no, esta vez sería el final! «Pero ¿qué es esto, Dios mío? ¿Qué es? El corazón. Sí.» Pero si nunca había estado mal del corazón… Si nunca había estado enfermo de nada… Un poco asmático, eso sí. Sobre todo, últimamente. Pero a su edad, ¿quién no tenía algo? Achaques. Nada importante. Régimen, reposo… Pero ¡aquello! ¿Y qué más daba que fuera el corazón u otra cosa? Eso no eran más que nombres, nombres que sólo significaban muerte, muerte, muerte. ¿Quién lo había dicho? «A todos nos llegará.» ¡Ah, sí! Esa tarde, en el entierro… A todos. También a él. Aquellas caras feroces, aquellos viejos judíos que se frotaban las manos, que reían por lo bajo… Y en su caso aún sería peor… ¡Perros, perros…! ¡Cabrones! Y los demás… Su mujer, su hija… Sí, ella también, Golder lo sabía. Una máquina de hacer dinero. El sólo servía para eso… Paga, paga, y después, ¡hala!, revienta.
Dios mío, ¿es que no iba a pararse nunca aquel maldito tren? ¡Llevaba horas, horas, corriendo de aquel modo sin detenerse! «A veces, en las estaciones, la gente se equivoca, abre la puerta de un compartimiento ocupado… ¡Dios mío, ojalá ocurra!» Imaginó con ansia el ruido en el pasillo, el chirrido de la maneta, la puerta entreabierta, siluetas humanas… Lo trasladarían… A donde fuera… a un hospital, a un hotel… Con tal que hubiera una cama inmóvil, sonido de pasos, voces humanas, luz, una ventana abierta…
Pero no, nada de eso. El tren corría más deprisa. Los largos y estridentes pitidos de la máquina desgarraban el aire y se perdían en la noche. En la oscuridad, un estrépito de hierros: un puente. Por un instante, Golder tuvo la sensación de que el tren reducía la velocidad. Contuvo la respiración y aguzó el oído. Sí, iba más despacio… despacio… se paraba… Un pitido seco, y el tren, inmóvil durante un segundo en mitad del campo, reanudó la marcha.
Golder gimió. Ya no esperaba nada. Ya no pensaba en nada. Ya ni siquiera sufría. Sólo se repetía: «Tengo miedo. Tengo miedo. Tengo miedo.» Y el corazón, desbocado, le aporreaba el pecho.
De pronto, le pareció que algo brillaba débilmente en la densa oscuridad. Justo enfrente. Miró. Apenas un punto. Un poco de gris, de pálida claridad… Algo visible, preciso, en la negrura… Esperó. Iba aumentando, se volvía más blanco, más ancho, como un charco de agua. El espejo, era el espejo. Estaba amaneciendo. La oscuridad se atenuaba. Se hacía menos densa, parecía líquida, fluida. Sintió como si una mano levantara el enorme peso que le aplastaba el pecho. Ahora podía respirar. El aire, más ligero, penetraba, se deslizaba en sus pulmones. Con infinito cuidado, volvió la cabeza. Una especie de soplo fresco le acarició la sudorosa frente. Ahora veía formas, contornos… El sombrero, por ejemplo, que había rodado hasta el suelo. Y la botella… Tal vez pudiera alcanzar el vaso, beber un poco de agua… Estiró la mano. No, nada, no sentía nada. Con el corazón palpitante, levantó la muñeca. Nada. La mano se arrastró por la mesa, cogió el vaso. Gracias a Dios estaba lleno, porque no habría podido levantar la botella. Alzó ligeramente la cabeza, adelantó los labios y bebió. Qué delicia… El agua fresca, deslizándose en su boca, mojándole la lengua, seca e hinchada, el paladar, la garganta. Con idéntico cuidado, dejó el vaso, volvió a echarse y esperó. El pecho seguía doliéndole. Pero menos, mucho menos. Se atenuaba por momentos. Era más bien como una leve neuralgia en todos los huesos. Al fin y al cabo, puede que aquello no fuera tan grave.
¿Y si levantaba la cortina? Sólo había que tocar un botón… Temblando, volvió a extender el brazo. La cortina se enrolló de golpe. Se había hecho de día. El aire era blanco, turbio y espeso como la leche. Lentamente, con movimientos calculados, metódicos, cogió el pañuelo y se secó las mejillas y los labios. Luego, apoyó la cara en el cristal. El frío de la ventanilla se difundió deliciosamente por todo su cuerpo. Miró la hierba de los terraplenes, que recobraba lentamente su color. Los árboles. A lo lejos se veían luces que brillaban débilmente en la neblina del amanecer. Una estación. ¿Llamaba? Era muy fácil. Pero qué extraño que se le hubiera pasado de aquel modo… De todas formas, eso probaba que no era grave, o al menos no tan grave como había creído. La tensión nerviosa, sin duda… No obstante, iría al médico. Pero no debía de ser el corazón. El asma, quizá… No, no llamaría. Miró la hora. Las cinco. Ea, un poco de paciencia. No había que perder los nervios. Porque eran los nervios. Tenía razón el dichoso Braun, el muy judas. Se tocó la zona debajo del pecho con cuidado, con infinita precaución, como si fuera una herida en carne viva. Nada. No obstante, los latidos eran extraños, irregulares. ¡Bah, ya se le pasaría! Tenía sueño. Si conseguía dormir un poco, seguro que se le pasaba. Sumirse en la inconsciencia. Dejar de pensar. Dejar de recordar. Estaba muerto de cansancio. Cerró los ojos.
Se hallaba ya medio dormido, cuando, de pronto, se levantó y dijo:
– Es eso. Ahora lo comprendo… Es Marcus. ¿Por qué?
Tuvo la sensación de ver su interior con una lucidez extraordinaria. ¿Serían remordimientos?
– No, yo no tengo la culpa. -Y bajando la voz, casi con rabia, añadió-: No me arrepiento de nada.
Y se durmió.
Golder vio al chofer de pie ante la puerta de un coche nuevo y entonces recordó que su mujer había vendido el Hispano. «Ahora un Rolls, claro -rezongó mientras con una mirada hostil repasaba la resplandeciente carrocería blanca-. Me pregunto qué querrá después.»
El chofer se acercó a cogerle el abrigo de las manos, pero Golder permaneció inmóvil, escudriñando el interior del coche por la ventanilla abierta. ¿Es que no había venido Joyce? Avanzó unos pasos como a disgusto, lanzó una última mirada ávida y humilde hacia aquel rincón oscuro, donde imaginaba a su hija con su vestido claro y su cabello dorado. Pero no, el coche estaba vacío. Subió lentamente y gruñó:
– ¿A qué está esperando, por amor de Dios? ¡Arranque de una vez!
El automóvil se puso en marcha. El viejo Golder suspiró.
Dichosa niña… Siempre que volvía de viaje, él la buscaba entre la gente, mal que le pesara. Pero ella nunca iba. Sin embargo, él seguía buscándola con la misma esperanza humillada, tenaz y vana.