El Fuego Del Cielo
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A?o 173 d.C. El Imperio romano, regido por el emperador Marco Aurelio, se enfrenta con desaf?os de una relevancia desconocida hasta entonces. Mientras, por un lado, intenta asegurar las fronteras frente a las acometidas de los b?rbaros; por otro, procura establecer el orden en una capital llena de oportunidades y peligros, con una inmigraci?n creciente y un deseo insaciable de disfrute. Cornelio, un muchacho provinciano que espera un destino en el campo de batalla; Valerio, un centuri?n veterano de la guerra de Partia; Rode, una esclava dedicada por su amo a la prostituci?n, y Arnufis, un mago egipcio que ans?a triunfar, confluir?n en Roma, donde sus destinos se ir?n entrelazando hasta culminar en un campamento militar situado a orillas del Danubio. All?, la existencia de los cuatro se ver? sometida a una prueba que escapa a la comprensi?n humana.
El fuego del cielo es una apasionante y documentada narraci?n sobre el amor y la muerte, la guerra y la dignidad, la compasi?n y la lealtad. C?sar Vidal, uno de los autores de novela hist?rica m?s prestigiosos de nuestro pa?s, nos adentra en la Roma de finales del siglo II para descubrirnos que el respeto por la dignidad del ser humano, el papel de la mujer, el enfrentamiento de civilizaciones, la lucha por el poder, el ansia de seguridad o la b?squeda de un sentido en la vida no son sino manifestaciones milenarias de nuestra especie.
La novela definitiva para descubrir un episodio crucial del gran Imperio romano.
L D (EFE) El premio, convocado por Caja Castilla-La Mancha (CCM) y MR Ediciones (Grupo Planeta), fue fallado en el curso de una cena celebrada en la noche de este viernes en la Iglesia Paraninfo San Pedro M?rtir de Toledo, a la que asistieron numerosas personalidades del mundo de la cultura y destacados pol?ticos como el ministro de Defensa, Jos? Bono, y el presidente del Congreso de los Diputados, Manuel Mar?n.
La novela finalista de esta edici?n fue La sombra del anarquista, del bilba?no Francisco de As?s Lazcano, quien tras la deliberaci?n del jurado, integrado entre otros por Ana Mar?a Matute, Soledad Pu?rtolas, Fernando Delgado y Eugenia Rico, compareci? en rueda de prensa junto al ganador.
C?sar Vidal explic? que El fuego del cielo recrea la ?poca del emperador fil?sofo Marco Aurelio a trav?s de cuatro protagonistas -Cornelio, un joven de provincias que consigue el mando de una legi?n; Valerio, un veterano de guerra convertido al cristianismo; la prostituta Rode y el mago egipcio Arnufis-, cuyos destinos se entretejen hasta que un suceso prodigioso cambia el rumbo de la historia: el fuego del cielo.
Vidal, que rehus? desvelar el significado del t?tulo, afirm? que es la clave de la compresi?n de esta novela, en la que se descubre el sub-mundo de la delincuencia de Roma por la noche, que las decisiones pol?ticas se tomaban en las comidas y en los ba?os, que al igual que en la actualidad hab?a preocupaci?n por la seguridad de las fronteras, por el papel de la mujer y por la dignidad humana. En definitiva, "nos descubre que somos m?s romanos de lo que pensamos, ya que aunque actualmente no tenemos juegos de circos, nos gusta el f?tbol y ahora no se reparte pan, pero se dan pensiones", afirm? Vidal, quien expres? su convicci?n de que "tenemos muchas cosas en com?n con gente que vivi? hace miles de a?os" y que "la historia no se repite, pero las pasiones siempre son las mismas".
El jurado eligi? El fuego del cielo y La sombra del anarquista (finalista) entre las seis obras que estaban seleccionadas para optar a este premio, dotado con 42.000 euros para el ganador y 12.000 para el finalista. A la sexta edici?n del Premio de Novela Hist?rica "Alfonso X el Sabio", han concurrido 249 obras, 208 de ellas de Espa?a, 22 de Latinoam?rica y 19 de Europa.
Los premios fueron entregados por el presidente de Castilla-La Mancha, Jos? Mar?a Barreda, quien antes de darse a conocer los ganadores hizo subir a la tribuna al ministro de Defensa, Jos? Bono, y al cardenal electo y arzobispo de Toledo, Antonio Ca?izares, que despu?s posaron en una foto de familia junto a los ganadores y los integrantes del jurado. A la gala, conducida por la periodista Olga Viza, asistieron numerosos representantes del ?mbito period?stico y literario como Ra?l del Pozo, Leopoldo Alas, Juan Adriansens y Angeles Caso. El objetivo de este certamen -que en su quinta edici?n gan? la escritora Angeles Irisarri por su novela Romance de ciego- es promover la creaci?n y divulgaci?n de novelas que ayuden al lector en el conocimiento de la historia.
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– No -respondió con un tono alegre en la voz-. Es que viene a verme Julio.
Rode tenía una vaga idea de la persona a la que se refería su compañera.
– ¿Y qué tiene de especial? -indagó mientras señalaba con la mirada la jofaina que Albina utilizaba para asearse.
– Ah, Rode, Rode -fingió protestar la meretrix-. Julio tiene de especial que es un regalo de Glykon.
– ¿De quién? -preguntó sorprendida Rode.
Albina dejó en el suelo el paño con el que se estaba secando, apartó el lebrillo y salvó la escasa distancia que la separaba de una cestilla colocada en el suelo. Rebuscó en ella y, finalmente, extrajo algo que mostró con una expresión radiante.
Rode se esforzó por captar lo que le enseñaba su compañera, pero la luz era tan mala y el objeto tan pequeño que no lo consiguió.
– No lo veo, Albina. Como no me lo acerques…
– Sí, claro, claro, tienes razón -dijo la meretrix mientras se acercaba a la puerta-. Aquí está.
Rode contempló lo que Albina sujetaba en la diestra.
Era una figurilla pequeña, pero bien hecha. Debía de estar confeccionada en piedra y su forma resultaba, sin ningún género de dudas, peculiar. Se trataba de una serpiente cuya cabeza aparecía erguida, mientras que la mayor parte del cuerpo se entrecruzaba en un ovillo. Sin embargo… sin embargo, se trataba de un animal extraño. Sus ojos parecían casi humanos, aunque desprovistos de pupilas y ocupados en contemplar algo a lo lejos. Además tenía orejas como las de los hombres, aunque mucho más grandes, tanto que le descendían sobre el inicio del cuello, igual que sucedía con unos cabellos largos semejantes a los de una mujer. ¿Qué era aquello?
– ¿Es un genius? -preguntó Rode.
-Non genius, sed deus -respondió con tono solemne Albina.
– ¿Un… un dios?
– Sí, Rode, y qué dios… no puedes ni imaginarlo. Ha cuidado de mí durante años. A él le debo no haber enfermado nunca. Se llama Glykon.
– Glykon… -repitió Rode.
– No muchos lo conocen, pero nunca me ha fallado -insistió Albina-. Hace un par de meses, le dije que le estaba muy agradecida por lo que hace por mí, pero que… bueno, que estaba cansada de tanto tumbarme con cerdos. Quiero salir de aquí.
Rode miró sorprendida a su compañera. Nunca se le hubiera ocurrido que los dioses pudieran escuchar aquel tipo de peticiones.
– Bueno -respondió Albina-. Los dioses son como los hombres. Si tú les das, te dan, que no les ofreces nada, pues no puedes esperar nada a cambio.
– ¿Qué le ofreciste? -preguntó Rode profundamente interesada.
– Mira, tienes que tener una cosa bien presente. Si la entiendes, está todo claro. Todos los dioses, sobre poco más o menos, quieren lo mismo -respondió con aire de erudición Albina-. En primer lugar, les agrada ser adorados. Por supuesto, puedes ir a sus templos, pero eso… bueno, ya lo sabes tú bien, no siempre es fácil. Si no puedes ir tan a menudo como desearías, lo mejor es tener una imagen en casa. Así, puedes hablar con el dios siempre que quieras, le puedes pedir cosas…
– ¿Es lo que tú haces con…?
– ¿Con Glykon? Claro que sí. En segundo lugar, tienes que saber el dios que escoges. No todos sirven para lo mismo. Yo con tener salud… por eso escogí a Glykon, porque se ocupa mucho de sus devotos.
– Ya…
– Y lo más importante -continuó con su lección de religión Albina- es saber lo que le agrada. Yo le he prometido los sacrificios de animales que le gustan (que no son nada baratos, ¿eh?), las oraciones que le complacen y algún dolor propio…
– ¿Qué quieres decir con eso del dolor propio? -preguntó Rode un tanto confusa.
– Bueno, por supuesto, a los dioses les agrada que les sacrifiquen animales. Unos prefieren los perros, otros las cabras… Cada uno tiene sus preferencias. Pero además es bueno prometerles algo que nos cueste por nosotros mismos. Por ejemplo, no comer tortas de miel para complacer al dios o caminar de rodillas hasta llegar a su santuario o no ayuntarse con mujer por algunos días. Privarse de algo que nos gusta complace mucho a los dioses.
Rode no comprendió todo lo que acababa de escuchar, pero se dijo que no tenía mayor relevancia. Lo que resultaba verdaderamente importante era si lo que le estaba contando su amiga Albina se correspondía con la verdad, si, efectivamente, los dioses podían intervenir incluso en la vida de una esclava dedicada a la prostitución. Salió de dudas apenas un mes después, cuando el tal julio se llevó a Albina.
– En cuanto puedas, Rode -le dijo Albina al despedirse de ella-, consigue que alguien te haga o te regale una imagen de Glykon. Ese dios es muy poderoso y te protegerá.
A conseguirlo se aplicó Rode con verdadera diligencia. Al final, fue un imaginero el que le prometió labrarle un templete del dios de cuerpo de serpiente y orejas humanas a cambio de algunos servicios especiales.
– No quiero un templete, Cayo -respondió la esclava-. En realidad, lo que me hace ilusión es una imagen pequeña, que la pueda llevar siempre conmigo…
– Sí, claro, para poder rezarle en todo momento -dijo el imaginero, aunque Rode no captó la ironía oculta en sus palabras-. No te preocupes. La tendrás.
La pagó por adelantado, con cierta desconfianza, por si aquel hombre -como tantos otros- se aprovechaba de ella sin entregar a cambio lo pactado. Sin embargo, el imaginero no se burló de ella y cumplió lo prometido. Le entregó la imagencilla justo el día antes de que Rode partiera a su nuevo destino, un lupanar castrense situar do en el limes.
Las otras meretrices lloraron al despedirse de ella, en parte, porque se temían lo peor en aquel nuevo destino; en parte, porque veían en Rode un reflejo de su propia vida y, al derramar lágrimas por su compañera, las vertían por sí mismas. A pesar de todo, aquel lugar distó de ser desafortunado. Rode captó enseguida que los soldados eran fáciles de atender. En realidad, solos y aislados en un punto lejano del imperio, solían mostrarse más atentos -o menos brutales- que los habitantes de la ciudad de Roma. Cualquier mujer les gustaba, con cualquier cosa estaban contentos y no faltaban ocasiones en que intentaban ganarse los favores de alguna de las prostitutas llevándole vino, comida e incluso dulces. Aún más. No resultaba extraño que, llegado el caso, los más acaudalados acabaran por tomar concubina entre las mujeres que vendían su cuerpo si no eran esclavas o lograban emanciparse. Era cierto que nadie sabía lo que podría durar aquel contubernium, pero no faltaban las que un día acababan retirándose para ser matronas en algún municipio levantado en torno al viejo campamento de una legión.
No llegó a conocer Rode a ningún hombre así. Quizá no era suficientemente hermosa para poder aspirar a ello o, más probablemente, ninguno consideraba que valiera el dinero de su libertad. A pesar de todo, no estaba quejosa. Todos los días al levantarse y todas las noches al acostarse, elevaba una plegaria sencilla y no aprendida a Glykon. Le pedía que nadie la golpeara, que no le hurtaran el dinero de su trabajo, que su amo no la humillara, y, sobre todo, que ninguna enfermedad cayera sobre ella. Temía especialmente esto último porque había podido ver en varias ocasiones cómo una meretrix que padecía alguna dolencia era despreciada y se convertía en un objeto que todos pensaban que podían maltratar.
Aquel castra no fue, ni lejanamente, la peor experiencia de Rode. Todo lo contrario. A pesar del ardor de los legionarios, trabajaba mucho menos que en Roma.
Una buena parte de los contingentes estaba siempre entregado a las tareas de la guarnición, a la vigilancia o incluso al combate. Sometidos a una disciplina rigurosa, las mujeres formaban parte escasa de su vivencia cotidiana.
Fue precisamente en aquellas tierras donde Rode conoció a la única persona con la que trabó algo parecido a la amistad. Se llamaba Plácida y era una mujer más joven que ella, aunque de aspecto muy poco atractivo. No siempre había sido así. Cuando aún podía desviar las miradas de los hombres, un cliente le había quemado el rostro. Quizá no deseaba hacerlo, quizá sólo estaba un tanto bebido, pero fuera como fuese, su aspecto quedó horriblemente deformado. La ley lo castigó a pagar una compensación al dueño de Plácida. A fin de cuentas, había dañado una propiedad que podía darle sus buenos sextercios. Su amo pensó que no se reducirían mucho los beneficios si bajaba algo la tarifa. Ganaría menos por cópula, pero más en su conjunto. La mujer -era obvio- tendría que esforzarse un poco más, pero ¿qué menos podía esperarse de ella con esa cara monstruosa? Sin embargo, los cálculos de su dueño no salieron bien. Era más barata, sí, pero los hombres sentían cierta repulsión ante aquel cuerpo joven coronado por un rostro retorcido y animal. Al final, su propietario llegó a la conclusión de que únicamente la desearían hombres que no pudieran saciarse con otras mujeres. Y así, Plácida terminó en un lupanar para legionarios, el mismo donde la conoció Rode.
