El Fuego Del Cielo

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El Fuego Del Cielo
Название: El Fuego Del Cielo
Автор: Vidal C?sar
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Fuego Del Cielo - читать бесплатно онлайн , автор Vidal C?sar

A?o 173 d.C. El Imperio romano, regido por el emperador Marco Aurelio, se enfrenta con desaf?os de una relevancia desconocida hasta entonces. Mientras, por un lado, intenta asegurar las fronteras frente a las acometidas de los b?rbaros; por otro, procura establecer el orden en una capital llena de oportunidades y peligros, con una inmigraci?n creciente y un deseo insaciable de disfrute. Cornelio, un muchacho provinciano que espera un destino en el campo de batalla; Valerio, un centuri?n veterano de la guerra de Partia; Rode, una esclava dedicada por su amo a la prostituci?n, y Arnufis, un mago egipcio que ans?a triunfar, confluir?n en Roma, donde sus destinos se ir?n entrelazando hasta culminar en un campamento militar situado a orillas del Danubio. All?, la existencia de los cuatro se ver? sometida a una prueba que escapa a la comprensi?n humana.

El fuego del cielo es una apasionante y documentada narraci?n sobre el amor y la muerte, la guerra y la dignidad, la compasi?n y la lealtad. C?sar Vidal, uno de los autores de novela hist?rica m?s prestigiosos de nuestro pa?s, nos adentra en la Roma de finales del siglo II para descubrirnos que el respeto por la dignidad del ser humano, el papel de la mujer, el enfrentamiento de civilizaciones, la lucha por el poder, el ansia de seguridad o la b?squeda de un sentido en la vida no son sino manifestaciones milenarias de nuestra especie.

La novela definitiva para descubrir un episodio crucial del gran Imperio romano.

L D (EFE) El premio, convocado por Caja Castilla-La Mancha (CCM) y MR Ediciones (Grupo Planeta), fue fallado en el curso de una cena celebrada en la noche de este viernes en la Iglesia Paraninfo San Pedro M?rtir de Toledo, a la que asistieron numerosas personalidades del mundo de la cultura y destacados pol?ticos como el ministro de Defensa, Jos? Bono, y el presidente del Congreso de los Diputados, Manuel Mar?n.

La novela finalista de esta edici?n fue La sombra del anarquista, del bilba?no Francisco de As?s Lazcano, quien tras la deliberaci?n del jurado, integrado entre otros por Ana Mar?a Matute, Soledad Pu?rtolas, Fernando Delgado y Eugenia Rico, compareci? en rueda de prensa junto al ganador.

C?sar Vidal explic? que El fuego del cielo recrea la ?poca del emperador fil?sofo Marco Aurelio a trav?s de cuatro protagonistas -Cornelio, un joven de provincias que consigue el mando de una legi?n; Valerio, un veterano de guerra convertido al cristianismo; la prostituta Rode y el mago egipcio Arnufis-, cuyos destinos se entretejen hasta que un suceso prodigioso cambia el rumbo de la historia: el fuego del cielo.

Vidal, que rehus? desvelar el significado del t?tulo, afirm? que es la clave de la compresi?n de esta novela, en la que se descubre el sub-mundo de la delincuencia de Roma por la noche, que las decisiones pol?ticas se tomaban en las comidas y en los ba?os, que al igual que en la actualidad hab?a preocupaci?n por la seguridad de las fronteras, por el papel de la mujer y por la dignidad humana. En definitiva, "nos descubre que somos m?s romanos de lo que pensamos, ya que aunque actualmente no tenemos juegos de circos, nos gusta el f?tbol y ahora no se reparte pan, pero se dan pensiones", afirm? Vidal, quien expres? su convicci?n de que "tenemos muchas cosas en com?n con gente que vivi? hace miles de a?os" y que "la historia no se repite, pero las pasiones siempre son las mismas".

El jurado eligi? El fuego del cielo y La sombra del anarquista (finalista) entre las seis obras que estaban seleccionadas para optar a este premio, dotado con 42.000 euros para el ganador y 12.000 para el finalista. A la sexta edici?n del Premio de Novela Hist?rica "Alfonso X el Sabio", han concurrido 249 obras, 208 de ellas de Espa?a, 22 de Latinoam?rica y 19 de Europa.

Los premios fueron entregados por el presidente de Castilla-La Mancha, Jos? Mar?a Barreda, quien antes de darse a conocer los ganadores hizo subir a la tribuna al ministro de Defensa, Jos? Bono, y al cardenal electo y arzobispo de Toledo, Antonio Ca?izares, que despu?s posaron en una foto de familia junto a los ganadores y los integrantes del jurado. A la gala, conducida por la periodista Olga Viza, asistieron numerosos representantes del ?mbito period?stico y literario como Ra?l del Pozo, Leopoldo Alas, Juan Adriansens y Angeles Caso. El objetivo de este certamen -que en su quinta edici?n gan? la escritora Angeles Irisarri por su novela Romance de ciego- es promover la creaci?n y divulgaci?n de novelas que ayuden al lector en el conocimiento de la historia.

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– ¡Mantened las filas! ¡Mantened las filas! -gritaron a la vez el optio y el centurión. Ambos sabían que si lograban conservar la calma ahora, la batalla estaría medio ganada. Una vez que hubieran trabado combate con el enemigo, nadie pensaría en las bajas ni en su miedo. Se encontrarían demasiado ocupados en salvar la vida para dejarse arrastrar por esas reflexiones.

Sin embargo, los partos no tenían la menor intención de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con la cohorte. Un coro de alaridos advirtió a Valerio de que el cerco acababa de consumarse. Lo habían logrado. Bueno, sólo quedaba resistir. Resistir, sí, resistir hasta que se agotaran y entonces… entonces destrozarlos a golpes.

– Nos han rodeado… -escuchó la desmayada voz del legado-. Vamos a morir todos.

Por primera vez desde que habían visto a los jinetes,

Valerio sintió inquietud. La experiencia le decía que si el caudillo aguantaba, las tropas resistirían, pero que si perdía la calma…

– ¡Centurión, ordena la retirada!

Grato parpadeó sorprendido al escuchar la orden del legado. ¿Qué estaba diciendo aquel jovenzuelo? ¿Había perdido la razón?

– Domine, no es posible. ¿Hacia dónde?

No obtuvo respuesta. En realidad, no podía ser de otra manera. El legado parecía clavado sobre la silla como si en algún lugar perdido, un sitio que sólo él podía vislumbrar, un dios lejano le estuviera dirigiendo palabras inefables. De repente, movió la cabeza como si una abeja le hubiera picado en el cuello. Parpadeó con fuerza, igual que si necesitara aclararse la vista, y abrió la boca. Pero no salió una sola palabra. Volvió a repetir el movimiento de los labios y siguió mudo. Entonces, de repente, arrancando de algún lugar perdido en lo más hondo de su alma, brotó un grito primario, desesperado, casi animal.

– ¡Retirada! ¡Retirada!

La orden del legado actuó sobre los corazones de sus hombres como el conjuro poderoso de un mago perverso. Uno tras otro, los legionarios arrojaron al suelo los escudos para poder correr con más facilidad. Salieron así despavoridos a la busca de una vida que sentían en peligro.

Se encontraron con algo bien diferente. Aún estaban a unas docenas de pasos de la llanura cuando un enjambre de proyectiles cayó sobre ellos. Se hundieron en los cuellos, en las piernas, en los rostros. Eran disparos certeros realizados por los arqueros más diestros del orbe. Los muertos se sumaban ya por docenas cuando, apresados por el desorden y el pánico, decidieron dar marcha atrás y emprender una nueva retirada esta vez hacia la cima de la loma.

– ¡No os mováis! ¡No os mováis! -gritaba Valerio logrando a duras penas mantener en cuadro a unas docenas de legionarios-. ¡Aguantad! ¡Al que dé un solo paso lo mato yo mismo!

Valerio y Grato acompañaban sus órdenes con bastonazos que descargaban con furia sobre sus hombres. No actuaban con rigor feroz porque la ira los hubiera cegado. Por el contrario, se movían impulsados por la certeza de que sólo la disciplina podría proporcionarles una oportunidad de salvarse de aquel desastre.

– Tú, no te muevas… no te muevas, te digo -gritó el optio blandiendo el bastón-. Tú, ahí, sí, quédate ahí.

– ¿Cuántos hombres nos quedan? -preguntó Grato sin dejar de mirar a los compañeros que caían atravesados por los proyectiles partos a tan sólo unos pasos de ellos.

– Unos treinta -respondió Valerio a la vez que propinaba un empujón a uno de los legionarios para situarle en su puesto.

Grato reprimió un gesto de contrariedad. Eran demasiado pocos, sin duda.

– Formad la tortuga -dijo con un tono de voz firme, pero sereno, como si buscara infundir en sus hombres la tranquilidad indispensable para sobrevivir-. Ahora mismo.

Quedó constituida justo cuando los jinetes partos, ahítos de matar legionarios, llegaron a su altura. Con un dominio absoluto de sus caballos y de sus armas, los bárbaros volvieron a disparar. Sin embargo, esta vez lo que encontraron no fue un rebaño atemorizado al que exterminar. Por el contrario, sus proyectiles chocaron con la experiencia decantada de infinidad de combates.

– No os mováis -dijo el optio-. Ni un paso, ni un paso.

– ¡Mi pie! ¡Mi pie! -gritó un legionario alcanzado por una flecha.

– ¡De rodillas! ¡Poneos de rodillas y tapaos los pies! Los hombres obedecieron sin rechistar mientras las flechas seguían lloviendo de todas partes.

– ¡Aguantad! ¡Pasad la orden!

Aguantaron. Una, dos, tres, cuatro bandadas de proyectiles cayeron sobre ellos sin ocasionarles una sola baja.

– No pueden con nosotros… -musitó un hombre arrodillado al lado de Grato.

– Por supuesto -dijo el centurión-. Por supuesto.

Durante unos instantes, descendió sobre los legionarios un silencio tan sólo rasgado por algún relincho ocasional.

– ¿Qué pretenderán estos bárbaros? -sonó la voz de otro hombre.

Valerio miró al legionario que acababa de hablar. Era joven, muy joven. Quizá incluso más que el legado… el legado, pobre novato. ¿Qué majadero habría ideado aquella costumbre de nombrar para estos cargos a niños de buena familia que nunca habían entrado en combate? Sí, era cierto que algunos daban buen resultado, pero éste… ¿Qué le habría pasado? Júpiter lo sabía, pero lo más seguro es que yaciera muerto al pie de la colina. Mal destino para el hijo de un senador. Si todo hubiera salido bien -si no hubiera perdido la cabeza-, habría regresado a Roma cubierto de gloria, de tanta como para presentarse a algunas de las múltiples elecciones que se celebraban en la capital. Edil, cuestor, censor, cónsul… todo eso hubiera podido ser. Todo, sin duda, pero ahora, posiblemente, había quedado reducido a la condición de cadáver y su espíritu andaría cruzando el río Estigio en la barca de Caronte. Si los dioses no lo remediaban también ellos cenarían esa noche en el Hades.

-Loquerisne lingua Latina? -escuchó una voz teñida de un acento pesado al otro lado de la muralla metálica formada por los escudos.

Un murmullo de estupor se extendió entre los hombres que formaban la tortuga. ¿Quién se dirigía a ellos en la lengua del imperio?

-Scisne Latine? -insistió el extranjero.

-Haud… haud multum scio… -respondió uno de los legionarios, un sirio alistado unos meses atrás atraído por la promesa de la paga.

– ¿Quién es ese idiota? -preguntó Grato-. ¿Quién te ha dicho a ti que hables con el enemigo?

Sobre el rostro atezado y sudoroso del centurión se había dibujado un gesto de sorpresa. ¿Qué pretendía aquel bárbaro que se dirigía a ellos en un latín áspero?

-Pauci estis [7] -prosiguió la voz.

– Menuda novedad -masculló otro legionario-. Como que si fuéramos muchos, íbamos a estar aquí de rodillas, bárbaro.

El parto siguió dirigiéndose a los hombres de Grato. Hablaba en un latín claro, casi correcto, como si lo hubiera aprendido con un rector. Pero lo importante no era la profundidad de sus conocimientos gramaticales, sino su mensaje. Les dijo que no quedaba ni uno solo de sus compañeros, que todos habían muerto, que la resistencia era inútil, que, a fin de cuentas, lo más prudente era rendirse.

– ¡Nunca, bárbaro, nunca! -gritó uno de los legionarios.

Pero el parto no pareció impresionado por aquella respuesta. Continuó refiriéndose a la falta de agua, a la escasez de alimentos, a la imposibilidad de seguir luchando, a la sensatez de entregarse. Si lo hacían, acabarían sus tribulaciones; si lo hacían, se negociaría su rescate; si lo hacían, a fin de cuentas, salvarían la vida.

Grato buscó con la mirada a Valerio. Ignoraba si el parto les decía la verdad o sólo intentaba engañarlos. Le constaba, sin embargo, que su capacidad de resistencia era mínima. Podrían mantenerse de rodillas unas horas, quizá incluso un día, pero, poco a poco, los hombres se desplomarían bajo aquel sol, ahogados por el calor, sedientos y en el momento en que la tortuga se cuarteara… entonces, lo sabía de sobra, los asaetearían hasta que no quedara uno solo alentando.

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