Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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24 de diciembre
«Durante tres días seguidos se ha mantenido desencadenada la tempestad. Nos ha sacudido de tal modo, que era imposible escribir. Nuestra fragata , El águila del Norte,se encuentra más allá de Gibraltar. Sin timón, con las velas en parte desgarradas, es arrastrada por la corriente en dirección suroeste. ¿Contra qué nos lanzará, qué será de nosotros? Es de noche. El viento se ha calmado, las olas van menguando. Estoy sentado en el camarote y escribo. Lo que tenga tiempo de escribir acerca de lo visto y experimentado, lo meteré en una botella y la arrojaré lacrada al mar. Y a vosotros, quienes la encontréis, os suplico que la mandéis a la dirección indicada. iDios todopoderoso! ¡Ilumina mi memoria y mi entendimiento, alivia al alma doliente, lacerada por las dudas! Soy el marino Pavel Evstafevich Kontsov, oficial de la flota de Su Majestad la Emperatriz de todas las Rusias, Catalina II; hace cinco años, quiso Dios que me hiciera digno de una distinción especial en el combate del famoso Chesma... Y a mí, tan humilde, me fue dado entonces, en la oscuridad, desde los barcos de Yanuari, arrojar personalmente al enemigo la primera bomba incendiaria. La bomba, que cayó en el pañol de la pólvora, hizo estallar y volar por los aires la nave almirante turca, y con los brulotes, que llegaron a toda prisa, se incendió toda la flota enemiga...»
Tengo abierto sobre las rodillas un libro de cubierta azul, de tupidas hojas algo amarillentas; es el segundo tomo de las obras de Grigori Petróvich Danilevski, La princesa Tarakanova,sexta edición, con retrato del autor, impresa en San Petersburgo, en la isla de Vasiliev, tipografía de Stasiulevich. Junto al libro, sobre un adoquín de piedra arrancado de la calle, una pastilla de chocolate Suchard, un chisquero de cobre con su larga mecha amarilla, como una cola, un racimo de uvas envuelto en un trozo de El Soly una curiosidad de ultramar, una cajetilla de cigarrillos Kasbek;en la tapa de la cajetilla, un montañés de buena planta galopa montado en un brioso caballo, y ante él se perfilan las azulinas sombras de las nevadas cumbres del Cáucaso, más altas, más pacíficas que las laderas blancas del Guadarrama que tenemos ante los ojos.
Hoy es fiesta; se trata de la Nochebuena. No, en esto no hay nada de eclesiástico. El sentido religioso de la fiesta se ha evaporado. Ha quedado la necesidad de descansar, de divertirse, de pasar una noche en calma y comiendo bien. Los combatientes desenvuelven los paquetes que han recibido de Cataluña, de Valencia; se reparten entre sí tocino, huevos duros, uvas. Y mi cajetilla de Kasbekvarias veces ha sido visitada ya por los dedos oscuros y endurecidos de los soldados.
El libro de Grigori Danilevski me lo ha dado su hija, Alexandra Grigórievna, esposa del general Rodríguez. El espíritu romántico se transmitió a los descendientes del autor de La princesa Tarakanovay Mirovich.Alexandra Danilevskaia se puso a recorrer Europa, llegó a cruzar los Pirineos y aquí se enamoró de ella, de la hermosa de Járkov, un oficial español. Se casó, se quedó para toda la vida aquí, en un país extraño, desconocido, pero hizo un voto: educar a sus hijos por lo menos como medio rusos. Con paciencia y cariño inmensos, se ocupó de la instrucción de sus dos hijas, les enseñó a leer, a escribir, les enseñó luego literatura; creó en su casa una pequeña biblioteca rusa y recitaba a coro con sus hijas poesías rusas, ante la sorpresa y el bondadoso entusiasmo del bueno de Rodríguez. Rodríguez era, como suele decirse, un hombre de convicciones izquierdistas, adoraba a su familia, murió hace algunos años después de una larga enfermedad. La mamá Rodríguez, hermosa mujer de pelo canoso, se presentó un día en el Palace. Sus hijas Julia y Elena, por su aspecto, son verdaderas españolas. Se ofrecieron, con todas sus fuerzas y su saber, para ponerse al servicio de la amistad entre la Unión Soviética y su nueva patria. Era en el momento más crítico, el enemigo se acercaba a Madrid. Les hicieron sitio en el coche de los corresponsales de la Komsomolskaia Pravda,las evacuaron a Alicante. Después, empezaron a trabajar como traductoras en la representación comercial de la Unión Soviética. Su biblioteca, con La princesa Tarakanova, con las bilinas, con Tiútev, me ha sido una ayuda inestimable durante las largas horas de trinchera ante Madrid.
El mando ha dado a conocer la orden de Navidad. Felicita a los soldados, pero recomienda no debilitar la vigilancia durante la Nochebuena. Los fascistas han trasladado —¡cuántas veces!— la fecha de su entrada en la capital para el día del nacimiento de Cristo. El general Franco visitó ayer el sector de Boadilla del Monte. Puede esperarse cualquier sorpresa.
En las posiciones avanzadas se han duplicado los puestos de observación y de guardia. Ora en un sitio, ora en otro, resuena circunspecto un disparo, una ametralladora suelta una corta ráfaga. De todos modos, es agradable estar un poco de fiesta, es agradable permanecer sentado, como ahora, en la cavidad de la trinchera, sin hacer nada, sobre una manta extendida, fumando y golosineando. Alguien ha traído aún una barrita de queso excelente, de la que se cortan sabrosas y finas rodajitas, como de ámbar. Cada cinco o diez minutos se puede tomar un racimo de uvas o un trozo de queso, o de chocolate o echar un pitillo. El libro, sobre todo, resulta muy oportuno: «El bravo francés de buena estampa, moreno, jefe de una goleta, no tardó en hacer honor al nombre de la gran nación a que pertenece. Al reconocer en mí a un marino ruso, me miró, guardó unos momentos de silencio y me preguntó: "¿No es usted Kontsov?" "¿Por qué se lo figura?", le pregunté alarmado. "¡Oh, yo desearía que lo fuera!", respondió. "Todos hemos sentido pena por el valiente Kontsovy hemos preguntado por él... Me sentiría feliz de poder servirle..."»
Las sombras de la noche descienden rápidamente sobre las posiciones, como ocurre en invierno, y en seguida cambian la situación. Se hunden en las tinieblas el esqueleto de un carro blindado que se incendió y cuatro cadáveres a su alrededor. Allí están hace ya quince días, entre las líneas, en la «tierra de nadie»; no es posible retirarlos de ese lugar, porque ambas partes lo mantienen bajo su fuego. Cuando se calman las ametralladoras, se acentúa la acción de la artillería. Las explosiones retumban ya atrás, en las calles de Madrid, ya sumamente próximas. Desde ambas líneas vuelan con frecuencia las bengalas luminosas, en prevención de un repentino golpe de mano. De pronto observamos en las filas enemigas una lucecita indicadora, intermitente, que sustituye a los señalizadores diurnos, con que se corrige el tiro tal como se hacía en tiempos pasados. La artillería republicana ya utiliza para esto el teléfono. Los soldados disparan contra la lucecita y ésta desaparece.
De súbito se produce un desesperado tiroteo de ametralladora y fusilería. No se sabe quién lo ha iniciado. Han traído a un herido que grita: «Dadme una nota del capitán para la enfermería; que no me corten la pierna, si no, ¡no voy!»
Poco a poco se restablece la calma.
Hacia las nueve, nos traen la cena. Ésta es la hora sacrosanta del reposo y de la tregua. En España, durante la hora de la comida y de la cena, no se combate. ¡Sobre todo en Nochebuena!
Las unidades republicanas comen mucho mejor que las de los facciosos, separadas de su retaguardia. Los milicianos tienen carne, arroz, sopa caliente. Los facciosos, día tras otro, judías en frío, tomates picados. Esto sirve de tema constante de conversación en ambos campos. Los milicianos, de buen humor por la buena cena, sacan un altavoz de hojalata fabricado por ellos mismos y empiezan a invitar a sus enemigos a tomar un bocado. Elogian el cordero asado, la sabrosa salsa y la mermelada de naranja. Del otro lado responden bastante pacíficamente: «¡Mentira!» La aviación gubernamental ha arrojado octavillas por toda la línea del frente invitando al enemigo a que acuda a celebrar la Nochebuena en las trincheras republicanas. A quienes se pasen a nuestras filas, se les promete una cena suculenta y cien pesetas por el fusil. Cada vez es mayor el número de los que se pasan. Pero el alto mando ha advertido por medio de la orden que se mantenga una vigilancia especial por Nochebuena: los fascistas pueden presentarse a cenar sin invitación.